Escondida en Hawai

Autor: Adolfo Güémez, L.C.

aguemez@legionaries.org

 

 

La invitación llegó de improviso: Hawai solicitaba ayuda desesperadamente; sus leprosos la necesitaban. Siete religiosas respondieron con gusto al llamamiento. Entre ellas, estaba la madre Marianne Cope, nacida en Alemania en 1838. 

Ella era consciente de que al aceptar este reto su vida quedaría enterrada en aquel lugar, lejos de toda propaganda y escondida para el mundo. Sabía lo que esta opción significaba para su historia: un punto y aparte y, al mismo tiempo, un punto final.  

Era un momento álgido. Una decisión así no es fácil. Además, sabía que si iba a Hawai no era precisamente para gozar y pasarla bien, sino para olvidarse de sí misma y servir con amor a unas de las personas más despreciadas por la sociedad. Mas cuando ella recuerda sus días antes de partir, confiesa con decisión: «No sólo estábamos dispuestas, sino incluso ansiosas por ir y cuidar a los pobres exiliados».  

 Trabajó un tiempo junto al padre Damián de Molokai, el apóstol de los leprosos. Y luego que el padre murió, continuó aún por mucho tiempo su labor.  

Cinco años después de su llegada, le pidieron que atendiera a una casa para niñas situada en Kalaupapa. Una vez más, aun sabiendo que la nueva situación sería todavía más difícil, la hermana aceptó. Cuando se vive para los demás no importa el coste, sino el amor. 

El sello característico de su trabajo en el internado fue el servicio. Jamás evitó ningún tipo de tarea; pero sobre todo, se dedicó a alegrar las almas de sus enfermas. Ella misma les cosía su ropa, tocaba el piano y cantaba, les enseñaba a plantar flores y salía con ellas de paseo al campo. En fin, representaba un suave y refrescante bálsamo en medio del escozor de una enfermedad terrible.  

Ahí, en la soledad de un trabajo a veces ingrato, sin cámaras fotográficas, ni más testigos que Dios, es dónde se palpan los más auténticos heroísmos.            

Su tarea no fue miel sobre hojuelas. Más bien, como dice la hermana Hanley: «Su vida es un ejemplo del espíritu con el que se debe vivir el sacrificio». Sí, sacrificio. Vocablo que suele estremecernos con sólo escucharlo. Pero realidad que, encarnada, es fuente de constante bien y realización personal.  

Con él sucede lo mismo que con el fuego. Cuando éste toca algo, siempre lo transforma. Por ello la persona que no teme sacrificarse por algo o alguien, jamás permanece igual. Se convierte en antorcha que se consume, pero también en luz que esclarece la oscuridad de los problemas. 

La vida de la hermana Marianne fue como llama que ilumina y que da valor a los sufrimientos. Porque muchas veces lo que hombre teme no es sufrir, sino sufrir sin sentido. Así, su lucha consistía en testimoniar que Dios también daba sentido a la enfermedad de sus leprosos. Pues, como dice Paul Claudel, «Dios no vino a suprimir el sufrimiento, no vino a explicarlo, vino a llenarlo de su presencia».