Serie: Los rebeldes de Santo Domingo

Todos los caminos llevan a América

Autor: Adolfo Carreto

          

Se sabe cuándo murió aunque no se sabe cuándo nació. Cuando murió, el mundo tenía puestos los ojos en un nuevo mundo por él descubierto. Cuando nació, únicamente repararon en él sus padres y sus más íntimos allegados. Aunque generalmente se acepta Génova como su patria chica, a quienes lo ponen en duda.

Murió en Valladolid, el 20 de mayo de 1506. Lo más seguro es que naciera en Génova, en 1436. Vivió, por lo tanto, setenta años.

No fue un loco que se lanzara a la mar sin saber de la mar, de sus caminos y de sus peligros. Aunque conocía el lenguaje nocturno de las estrellas, y aunque su norte lo marcaba la estrella polar, también había aprendido los códigos de la cartografía y el manejo de timón por el Mediterráneo.

Una noche se le metió en la cabeza esta idea: “Para llegar a las Indias tiene que haber un camino más corto y ese camino ha de encontrarse por el oeste”. En la oscuridad, y a todas luces, una idea peregrina, de absoluta fantasía.

El mundo, en aquella época, era estático. Lo que sobre él se sabía, lo que se conocía de sus secretos era lo que el mundo había dejado ver. Nada más. Los caminos marinos habían sido suficientemente navegados, y los terrestres mil veces pisoteados por los cascos de los caballos, en batalla. Buscar algo fuera de lo normal aparecía como anormalidad. La propuesta de Cristóbal Colón se enmarcaba dentro de la anormalidad. ¿Un camino nuevo?.

- Los caminos los hace Dios –decían los teólogos.

- La mar no tiene caminos –decían los navegantes.

- Con los caminos que tenemos basta y sobra para nuestras contiendas –decían reyes y emperadores.

Los reyes, en aquella época, no se dejaban guiar por corazonadas sino por lógicas. Y las lógicas estaban en la mente de los sabios astrónomos, en las manías de algunos alquimistas, en las prédicas de los obispos, en las pócimas de los galenos y en las armas de los soldados. No era necesario buscar las lógicas en otras partes. Por eso, cuando Colón se presentó ante el rey de Portugal, Juan II, en 1480, para proponerle un viaje de exploración rumbo oeste con el fin de conseguir un camino más corto para llegar a las Indias, el soberano portugués le dijo:

- Tengo que reunir a la Junta de Sabios.

La reunió. Estaba compuesta por el Obispo de Ceuta, Diego Ortiz, por los médicos reales, Rodrigo y José, por martín de Behain de Nuremberg y por otras cabezas. Y la sabiduría de estos sabios dictaminó:

- Esos planes de colón son ilusorios.

Lo eran para la ciencia de la época.

¿Qué podía saber un obispo de Ceuta, quien la única experiencia de mar que poseía era atravesar el estrecho de Gibraltar?. ¿Qué podían saber los galenos Rodrigo y José, si lo suyo eran emplastos y sangrías a base de sanguijuelas?. Pero eran los sabios legales, y los caminos de la mar debían coincidir con los caminos de la fe, y las calenturas allende los mares con las jaquecas del Atlántico.

La Junta de Sabios de la corte de Juan II falló en contra, pero el rey dudó de la Junta. Aceptó, a escondidas, la corazonada del genovés. Los portugueses eran más dados a la mar que los castellanos. Portugal es tierra

De mar, toda ella. Castilla es tierra sin mar, y hay que acudir a los extremos para saborear la sal de tres mares: el Atlántico, casi todo portugués, el Cantábrico y el Mediterráneo. Pero Lisboa está en el mar, y las capitales de Castilla: Burgos, Valladolid, Salamanca..., están en tierra firme. Era la diferencia.

Juan II creyó un poco en la corazonada de Cristóbal Colón. A escondidas del dictamen de la Junta de Sabios, y a escondidas del mismo Colón, llamó al navegante Fernando Domínguez del Aro, quien se había hecho famoso por sus aventuras en Madeira, y le dijo:

- Fernando, parte es secreto con tu barco para comprobar si lo que dice Colón es cierto.

- No puede ser cierto, majestad. Después de Madeira no hay más mundo. Sólo mar.

- Parte con un barco y explora –ordenó el monarca.

El navegante levó anclas, pero no pudo resistir los fantasmas del mar. Hizo girar a la nave, aprovechando el primer viento a favor, y cayó de rodillas ante la presencia de su majestad, el rey, dando mil explicaciones sobre un infierno fantasmal marino, con monstruos y demás demonios, que de noche salen del agua para convertirse en sombras, y de día cambian las corrientes marinas con sus zancadas bajo el agua.

- Son fantasmas de otro mundo, majestad. Cortan el camino del mar a los humanos –argumentó Fernando Domínguez del Arco, y el monarca portugués asintió.

Igualmente asintió el Obispo de Ceuta, Diego de Ortiz, al enterarse del secreto viaje del barco fantasma. También asintieron los galenos, >Rodrigo y José, y examinaron a la tripulación. Encontraron en su sangre partículas extrañas, introducidas en las venas por el vaho de los monstruos marinos. Les aplicaron sanguijuelas para que chuparan. Los bichos llenaron sus barrigas estiradas, hasta explotar.

No le fueron bien los vientos a don Cristóbal Colón por Lisboa. Se molestó con el rey por considerarse burlado. Un día de 1484 quedó viudo. Doña Felipa Ortiz dejaba a don Cristóbal Colón un hijo, de nombre Diego. El genovés tenía 48 años cuando partió de Lisboa rumbo a Castilla en busca de otros reyes. Y los encontró.

Fernando e Isabel, nombrados “los católicos”, por la gracia de defender a la península de los moriscos, no se encontraban en el mejor momento. Hacía poco que se había celebrado en Sevilla el primer Auto de fe, concretamente el seis de febrero de 1481, y Colón tenía que medir muy bien sus ideas para que no las tergiversara el Santo Oficio. La teología comenzaba a juzgar a la ciencia, y todo aquello que no fuera teología sensata podía ser ciencia herética.

Por otra parte, las luchas contra los musulmanes no habían dado el resultado apetecido. Boabdil había de las suyas, perdiendo y ganando batallas, pero no rindiéndose definitivamente. Para más, en ese año de 1485, era asesinado el inquisidor de Zaragoza, Pedro de Arbues. No son tiempos tranquilos ni para don Fernando ni para doña Isabel. Por ello, Colón tiene que llegar a ellos a través de intermediarios. Los consigue. y de calidad. Uno es el duque de Medinacelli, tesorero real. Otro, fray Antonio de Marchena, confesor. Los dos hombres más apropiados. La Iglesia y las finanzas se dan la mano para patrocinar una idea ya rechazada en Portugal: encontrar el camino marítimo más corto hacia las Indias.

¿Serán del mismo talante los reyes castellanos que el portugués?. ¿Tendrán idéntica mentalidad los sabios asesores de la corte de Castilla y Aragón que los de la portuguesa?. Cristóbal Colón ha sabido moverse en las altas esferas y ahí están interesados en su proyecto. Además del tesorero y el fraile, el comendador Gutiérrez de Cárdenas, el obispo de Plasencia, don Diego de Baeza, y hasta el mismísimo nuncio de su Santidad, Giraldini. Por su faltara poco, ahí está también, dándole la mano, el Cardenal Mendoza.

Cristóbal Colón se ha encontrado con intelectuales de más talla. Al menos eso parece. ¿Serán tan curiosos los reyes católicos como lo fue el rey Juan?. ¿Le copiarán la idea para que los navegantes de la corona la lleven a cabo?

Ha sido elegido el convento de San Esteban, de Salamanca, nata de la sabiduría, para instalar allí una Junta de Sabios que tendrá la finalidad de asesorar a los reyes en el proyecto colón. El genovés se da cuenta de que la sabiduría de la época es pareja en España y Portugal. Don Fernando niega apoyar el proyecto de Colón. Salamanca ha dicho no. Y el rey Fernando no cede ni ante los ruegos de los duques de Medinacelli ni de Medinasidonia, ni ante su propia curiosidad. Es más importante limpiar a la península de los moros y judíos, y otras malas hierbas, que subvencionar los sueños de un aventurero.

Colón, huérfano de mujer desde la muerte de doña Felipa, en 1484, busca amores en el regazo de una cordobesa, doña Beatriz Enríquez de Arana. Mientras tanto, su hermano Bartolomé recorre las cortes de Enrique VII y Carlos VIII para lograr el subvencionamiento del proyecto de Cristóbal Colón. No hay subvención. Europa entera está dando la espalda al visionario.

Por este tiempo nace en Córdoba su hijo Fernando. Estamos en 1488. Colón tiene dos hijos y 52 años. La edad va haciéndose madura para hacerse a la desconocida mar. Los barcos no lo quieren en sus puestos de mando, pero su ilusión no desaparece.

- hay un camino más corto –repite en conventos, astilleros, muelles, palacios, plazas-. Hay un camino más corto y yo llegaré a las Indias a través de él.

Los ojos de Cristóbal Colón están puestos en Granada, no porque la guerra entre cristianos y moriscos se centre allí, sino porque allí ha hecho campamento el rey Fernando y la reina Isabel. ¿Qué corazonada tiene Cristóbal Colón que le hace pensar que el católico rey le dará al fin el sí definitivo?. ¿Es bueno acercarse hasta los alrededores de Granada mientras Boabdil se hace fuerte?. ¿Qué embrujo tiene este rey moro que no terminan con él los ejércitos cristianos?.

Se divulga la voz de que Alá lo protege porque hasta de la prisión de Lucena salió con vida. ¿Será entonces ésta una guerra entre Alá y Cristo?. ¿Será guerra de dioses?. Los cristianos la llaman “guerra santa”, y la han convertido en la cruzada contra los sarracenos, pero igualmente Boabdil y los suyos la llaman santa, y la han convertido en herramienta para la defensa de la fe en Alá. ¿Por qué los dioses se odian?. ¿O por qué permiten que en su nombre se odien los humanos?.

Raza mora quedará por siempre en Córdoba, en Granda, en Almería, en Jaén, en Lucena y en Andalucía toda. Y más al norte también, pasando Despeñaperros. Raza mora en Toledo, en Medina, en Valencia y en Zaragoza. Raza mora revuelta ya con raza cristiana, conversa o no conversa, refugiada en feudos o trotando entre los montes frescos de Sierra Nevada.

Aunque Boabdil perdiera Córdoba, Córdoba seguirá siendo mora, y Granada, si la pierde, y Sevilla, ya perdida, y Cádiz, y Jaca. El Guadalquivir y el Genil llevarán por siempre sangre mora en un nombre moro. Córdoba será siempre Avicenas y Averroes. Córdoba rezará siempre a Alá en sus mezquitas, unas piedras que comienzan a ser oración desde el 786, cuando el prime5ro de los Abderramanes dijo que para honrar a Alá la mejor mezquita en Córdoba. Ni los reyes católicos, ni el obispo Alonso Manrique mucho después, conseguirán entronizar al Dios por el que lucha para desplazar al dios derrotado. Por entre las 1418 columnas morunas de la mezquita anda el espíritu de Alá, y no conseguirán que por ninguna de sus 22 puertas se exile el dios mahometano.

Boabdil defiende ahora a granada después de haber perdido casi todo. Y Boabdil quiere dejar su sangre en granada como antes dejaron allí sus amores los califas. Boabdil reza ahora como rezaron loas Abderramán y los Alhakem. El nombre verdadero de Boabdil es Abú Abdalá. Pero será Boabdil quien verterá las últimas lágrimas de toda una estirpe moruna, y sus lágrimas se enredarán en las aguas ya juntas del Darro y el Genil. Las tropas de Fernando e Isabel ya acosan.

Allí está Colón. No puede entrar en Granada. El campamento de Fernando e Isabel se llama Santa fe

- ¿Vienes otra vez por lo del camino marino a las Indias? –le pregunta don Fernando.

- Por eso vuelvo, mi señor.

- Estamos en guerra.

- Si yo puedo ayudar, mi señor...

Don Fernando y doña Isabel se miran. Doña Isabel dice:

- Lo suyo es el mar. Se le ve en los ojos.

Don Fernando dice:

- Reuniré aquí mismo, en Santa Fe, la Junta para que decida.

Cristóbal Colón ha hecho sendas reverencias. Una a la reina, otra al rey, o a la inversa, porque tanto monta. Ha sonreído de agradecimiento. Ha puesto la mano sobre el hombro de su hijo Diego. El mozo ha sentido que su padre le transmite felicidad.

Boabdil no se rinde. Lanzan desde las almenas flechas incendiarias. Vierten aceite hirviendo desde lo alto. Se reúne con los suyos en el patrio de los Leones de la Alhambra o pasea nervioso por los jardines del Generalife, o da ordenes en la Sala de los Arrayanes. Y a la salida y a la puesta del sol ordena que todos oren a Alá.

- Sus planes han sido rechazados por la Junta –informa la reina, y Colón se da cuenta de que hay tristeza en la voz de doña Isabel, que hay desilusión en la mirada y que hay una mueca en todo el cuerpo como invitándole a insistir.

Colón no está demasiado triste esa noche. Le ha dicho a su hijo Diego:

- lo conseguiremos, Diego, lo conseguiremos. Me lo ha dicho la reina.

- La reina ha dicho que no, padre. No le dé usted más vueltas. Vamos a intentar por otro lado.

Cristóbal Colón se enfada con Diego. Le recrimina:

- ¡No sabes leer los ojos de la reina, hijo!.

Los clarines de victoria suenan en Santa fe. Boabdil se rinde. Alá ha quedado derrotado. Los romances de niñas moras se han callado esa noche y las hogueras de Granada lanzan un chisporroteo mortecino.

- Dicen que a los moros les gustan las cristianas y tienen a miles de ellas cautivas.

- Lo hacen por venganza.

- No lo permitirán los reyes, nuestros señores.

- Habrá que rastrear la sierra para liberarlas.

- Habrá que escudriñas sótanos y pasadizos secretos.

Eran los primeros días de enero cuando los reyes católicos, Fernando e Isabel, entraron triunfales en Granada, Abú Abdalá, alias Boabdil, lloró delante de ellos.

Ya todo ha terminado, Boabdil. Ya el Darro y el Genil no enjuagarán más el rostro de las doncellas moras, ni en los aljibes de Granada beberán agua fresca, ni la Sierra Nevada te traerá aires de nieve, ni podrás pasear por el Generalife, ni el Patio de los Leones, el Patio de los Avencerrajes o la Sala de los Arrayanes, en la Alhambra, serán testigos de tu desordenada defensa de la ciudad. Tienes que entregarles las llaves, como debe hacer derrotado con honra, y tienes que dárselas a unos reyes que llevan como escudo santo, nombre de fe. Alá está desilusionado, Boabdil, pero tu sabes que te vengará la historia futura, ya que no pudiste preservar la continuidad de la historia de tus padres califas. Te recordarán cada vez que alguien ponga sus ojos en el Alcázar o en la Giralda de Sevilla, cada vez que los turistas tomen fotos en los jardines del Generalife, cuando se introduzcan en los pasillos morunos de la Alhambra granadina o entre los recovecos mil de las mil cuatrocientas dieciocho columnas de la Mezquita cordobesa, obra de Abderramán y sucesores. No importa que seas el último de tu extirpe en tierras de España. Había pasado demasiado tiempo para poder marcharos del todo y como muestra de permanencia ahí dejasteis lo que está.

El día 6 de enero de 1492 dejaste que los reyes católicos entraran en Granada. Fue un año más de símbolos que de triunfos reales. Un año para un nuevo mundo que tu no llegarías a conocer, Boabdil, pero si un marinero genovés, de nombre Cristóbal Colón, que presenció tu derrota en Granada sin haber tomado parte en la batalla porque andaba detrás de unos reyes para que le dieran permiso para embarcar.

Se lo dieron al fin. El 17 de abril de 1492 se firma el primer convenio entre los reyes católicos y Cristóbal, el almirante.

Cuando ya dabas todo por perdido, Cristóbal, cantó el gallo. Pensabas: “Si Portugal y España no quieren la gloria, querrá Francia”. Así se lo dijiste a fray Juan Pérez, en el monasterio de la Rábida, donde pediste hospitalidad para ti y tu hijo Diego. Hospitalidad y descanso para curar la decepción, y un poco también de meditación antes de emprender viaje a las Galias.

Por los claustros del monasterio fray Juan te escucha. Te dice que le cuentes detalles, que desdobles nuevamente los planos cartográficos, que le expliques lo de los vientos y lo de las corrientes. Fray Juan quiere aprender rápido porque el tiempo de meditación de hoy no lo ha podido utilizar en la concentración del misterio divino de la Santísima Trinidad, robándole la mente este otro misterioso camino que tienes dibujado en los planos. Te ha dicho:

- Voy a citar en el monasterio a gentes que nos pueden ayudar.

Ha dicho, fíjate, Cristóbal, ha dicho “que nos pueden ayudar”, y eso es mucho decir, porque él, fray Juan Pérez, es confesor de la reina Isabel. No has sabido cómo agradecérselo. Le has rogado que te conceda licencia para él y para Diego:

- Fray Juan, solicitamos licencia para poder rezar laudes en el coro, junto con los frailes, y dar gracias a Dios y a usted.

Fray Juan te ha sonreído. Te ha dado a besar el escapulario del hábito. Lo has besado con agradecimiento. Fray Juan ha tenido que retirártelo de las manos porque intuía lágrimas en tus ojos. Te ha dicho:

- Cristóbal, he mandado misivas al médico de palos, García Hernández, y a Pedro de Velasco, marino, que ya saben de tu proyecto, y están a punto de llegar. Y he enviado escrito a la reina para que se haga cargo. Ni tu ni tu hijo se moverán del monasterio hasta que llegue respuesta.

Llegó. Desde Salamanca llegó. Allí estaba la Corte. Allí le recibieron, instruidos por la reina, el cardenal Mendoza, doña Beatriz de Bobadilla, dama de la reina, y su esposo, los marqueses de Moya, fray Diego de Deza, prior del convento de San Esteban, y el recaudador de los bienes de la Iglesia y tesorero de la corona, don Luis de Santángel. ¿Quieres más intermediarios, Cristóbal?. Les has entregado tus proyectos, tus planos, tus cálculos, tus números, tus necesidades y lo han pasado a la reina. Se ha nombrado Junta de Sabios y han dicho que sí.

- Han dicho que sí, Diego. Te lo dije. La reina me lo comunicó en Granada, cuando el cerco a Boabdil. Te lo dije, Diego, la mirada de la reina no engaña. Lo descubriremos: hay un camino más corto a las Indias y nosotros lo navegaremos.

Luego llegaron las discusiones. Los leguleyos reales no se ponían de acuerdo con Colón.

- Es demasiado lo que pide este genovés. ¿Y si fracasa la expedición?. La corona tiene el tesoro vacío. La guerra contra los moriscos ha costado mucho dinero. Ya es bastante con que los reyes subvencionen la expedición. ¿Por qué exige tanto el genovés?.

- Tengo media vida trabajando en este proyecto.

- Pero ahora ya no es proyecto tuyo solamente. Es tuyo y de la corona.

- Exijo título de Virrey en las nuevas tierras descubiertas; exijo título de Almirante en la flota; exijo las rentas correspondientes y la participación en la propiedad de lo que descubra. Si no, no hay convenio.

Su hijo Diego lo insta a que ceda:

- Nos quedaremos, padre, sin expedición.

- No nos quedaremos, Diego.

Un millón ciento cuarenta mil maravedíes son recaudados por el obispo de Avila, Hernando de Talavera, para costear la expedición. Tres embarcaciones lleva la flota: la Santa María o Capitana, propiedad de Juan de la Cosa, al mando del Almirante: la Pinta, propiedad de dos marineros de Palos, y comandada por Marín Pinzón; y la Niña, al mando de su propio dueño, Vicente Yáñez Pinzón. Embarcaron con ellos noventa hombres, con un sueldo para cada uno de 6.400 reales al años.

Era el 3 de agosto de 1492 y el puerto de salida se llama Palos de Moguer. “Partimos viernes 3 días de agosto de 1492 de la barra de Saltes, a las ocho horas; anduvimos con fuerte vizarrón hasta el poner del sol hacia el Sur 60 millas, que son 15 leguas; después al Sudueste y al Sur cuarta del Sudueste, que era camino para las Canarias”.

No es fácil el camino del mar. Canarias está ahí, a un paso, a seis días solamente de Palos, y en Tenerife se puede hacer un alto para reparar las averías en el timón de la Pinta. Un percance un poco tonto, pero demasiado pronto.

¿Y después de Tenerife?. El Teide, Cristóbal, te está haciendo señas. No sabes cómo interpretarlo, si como aplauso ante tu osadía o como augurio ante un desastre. El Teide vomita humo y fuego, y lo que puede ser un espectáculo de bienvenida, puede convertirse en profecía hacia los infiernos marinos.

Estás en la costa, Cristóbal, a ras de agua, y desde 3.715 metros sobre el nivel del mar te llega la señal en forma de lumbre. En el mar también hay llamas, almirante, y el mar tiene ombligos en forma de montes por los que eructa su hinchazón y su protesta. Los infiernos marinos se revuelven mientras los monstruos de la mar rugen en sus escondites. ¿Será mejor retornar?. Palos de Moguer queda ahí, como un puerto de refugio más que como un puerto de salida. La imaginación tiene sus límites y no es lícito forzarla. Puede que la naturaleza, que esconde sus secretos, esté celosa de que tu, Almirante, quieras arrebatárselos; puede que te tenga estima y esté desesperadamente proviniéndote. Tus marineros aún no están cansados, seis días apenas de navegación, y es posible que no acepten el regreso, llevando como llevan la cabeza llena de riquezas posibles y las ansias repletas de ambición. Pero hasta ahora han recorrido camino conocido. Saben que se puede hacer esta escala y que la isla podía darles una bienvenida en alimento, si escaseara. Pero ¿por qué el Teide se enfada?. ¿Es él, acaso, dueño y señor de los mares?. ¿Es guardián nocturno y celoso de la estrella polar y diurno y misterioso de las aguas extra continentales?.

Has llamado al veedor y le has dicho:

- Don Rodrigo,¿ve usted el Teide?.

Don Rodrigo Sánchez de Segovia, impuesto por Fernando e Isabel entre tus gentes para que observe y mire y anote, y luego, al regreso, chismorree, ha dicho:

- Veo, Almirante.

No era eso lo que querías que contestara, claro. Ver solamente no es suficiente. Hay que escudriñar, hacer diligencia para ver más allá de lo que se ve, inquirir en la entraña del volcán, husmear en el signo de la lumbre y el humo para descubrir su lenguaje. ¿Qué veedor es ese que solamente ve?.

Has salido al puente y has dicho:

- Marineros, el Teide nos da la bienvenida; el Teide revienta de alegría a nuestro paso; el Teide nos dice que el camino de las Indias está en esta dirección; el Teide es la manifestación de nuestro Señor para que sigamos adelante.

Los marineros han aplaudido. Don Rodrigo Sánchez de Segovia ha torcido la sonrisa en un rictus de desconfianza y ha pensado que tú, Cristóbal, Almirante, tienes en la cabeza más cenizas encendidas que las que ahora está expulsando el Teide.

La avería de la Pinta te ha retenido el camino. Del 9 de agosto al 6 de septiembre. Casi nada. Hasta las vituallas programadas se han reducido. Tendrás que racionar las carnes y apechugar con peces. Tendrás que ordenar a los cocineros que preparen algunas aves antes de que las carnes saladas que conservas en las despensas de las bodegas se agoten. No estaban programadas las averías, Cristóbal, o no al menos, a sólo seis días de partir de palos de Moguer.

El Teide va quedando atrás. En la península los reyes andan por Zaragoza y Barcelona. Del sur se han ido al norte porque en el sur los reyes moros son ahora vasallos y tienen que pagar, si quieren sobrevivir, las parias a sus soberanos. Los judíos son perseguidos, y todo aquel que no haya dejado suelo ibérico antes del dos de agosto, víspera de tu partida, serán aniquilados. El Tribunal de la Santa Fe está en marcha y avanza con rumbo desconocido y quizá incontrolable, igual que avanzan la Pinta, la Niña y la Santa María en procura de gentes nuevas y de riquezas varias.

El mar en ocasiones se enfada. Comienzan calenturas a bordo. Hay miedo de que la epidemia se extienda. De noche, en sus camastros, los marineros tienen sueños mágicos. Ven, en vez de alegría y riqueza, sobresaltos y sed. Y se despiertan. Siguen contemplando mar. Con la mirada pregunta que cuándo el agua lamerá las costas. Comienzan los rumores.

- ¡Este Almirante está loco!.

- Cómo es posible que los reyes, nuestros señores, se hayan dejado engañar por un genovés. El rey Juan de Portugal, por tener más experiencia en mares, no le dieron ni un maravedí.

Se habla de motín. Se habla de liquidarte y enmendar el rumbo torcido. Pero por la noche las estrellas más que alumbrar el camino lo confunden.

La costa no se ve a ojo, pero no debe andar muy lejos. Una gaviota se ha posado en el mástil de la Nao y un pequeño junco verde ha tropezado con la Santa María. Los de cubierta se han asomado. Un marinero, de ojo avizor, ha dicho a Martín Pinzón, en la Pinta:

- Capitán una tabla. Capitán, un palo.

Martín Pinzón ha corrido a cubierta. Ha ordenado pescar el palo y la tabla. Es una raíz de contextura desconocida. La tabla no es ni de nogal ni de roble. Martín Pinzón dice a los suyos:

- Estamos cerca de tierras nuevas.

Y se lleva, tabla y raíz, como trofeos, a su camarote.

Los marineros han querido beber, pero Martín Pinzón les ha dicho que el primer trago de vino lo harán cuando se otee la costa. Comenzaron a cantar. Sonó la Salve y los marineros de las tres carabelas desagarrotaron sus gargantas. Esa noche ya no soñaron con sed ni con tormentos ni con malos augurios sino con manjares frescos y agua de manantial.

Cristóbal Colón no quiso, aquella noche, entregarse al sueño. Subió al castillo de popa de la Capitana y aguzó la mirada en torno. La noche era templada. Las estrellas habían querido desvestirse de nubes para reflejarse en las aguas tranquilas del océano. Algunos peces nocturnos saltaron. El corazón del Almirante aceleró sus palpitaciones.

- ¿Es aquello una lumbre o una estrella? –dijo Colón para sí, pero lo oyeron los peces. Lo oyó también la luz intentando alumbrar un poco más. Colón se restregó los ojos. Miró el punto titilante en el horizonte, escudriñó las estrellas más intensas y dijo que la luz no era del mismo foco. Quiso gritar, pero se contuvo: es preferible no anunciar desilusiones. Pero la luz estaba ahí, entre cielo y mar, no colgando de las nubes sino anclada en el suelo.

- - Don Pero Gutiérrez, mire allí. Mire a ver si aquello es lumbre o estrella fugaz, o es mi cabeza que me pinta fuegos fatuos.

Don Pero Gutiérrez, repostero del rey Fernando, miró. Vio. Dijo:

- Es lumbre, Almirante.

A Colón le estalló una puntada en el pecho. Dijo al veedor:

- Don Rodrigo, mire y dígame.

El veedor nada vio. Como, por mandato real era el que tenía que ver, no se dio la señal de alerta. Sin embargo, la candelilla estaba allá, a poco aparecía, a poco desaparecía. Era luz de cera, no luz de estrella.

El Almirante tenía la candela metida en el corazón. Dio órdenes de que los marineros subieran a cubierta. Dijo que se entonara la Salve, en honor a nuestra Señora y les “rogó y amonestó que hiciesen buena guardia al castillo de proa, mirasen bien por la tierra”.

- A quien diga primero que ha visto tierra le daré un jubón de seda a más de los 10.000 maravedíes y otras mercedes prometidas por nuestras majestades, los reyes Fernando e Isabel.

Fue Rodrigo de Triana, desde la Pinta, quien se desgañitó:

- ¡Tieeeeeeeeeeerrrrraaaaaa!. ¡Tieeeeeeeeerrrrrrrraaaaaaaaaaaa!

Eran dos horas después de la media noche. Ese nuevo mundo apareció de pronto a la luz de una candela, como si se tratara de un fantasma, como si tuviera miedo. No había que entrar en él de noche. ¿Qué oculta la noche detrás de una lucecita?. ¿Será indicio de volcán?. ¿Será una nueva respuesta del Teide?. Solamente dos leguas separaban a las carabelas de aquella tierra que se recortaba nocturnamente junto al mar y que todavía no se sabía si era firme.

- Amañen todas las velas. Quédense las naves únicamente con el treo y vayamos poco a poco hacia la luz, esperando el amanecer.

El Almirante ordenó preparar la bandera real y las dos banderas de la Cruz Verde. Al pisar tierra había de hacerlo con los símbolos de posesión: la corona en el estandarte real y su propia posesión en las banderas con la Cruz Verde, según acuerdos a que se había llegado con sus majestades en Salamanca.

- ¿Qué encontraremos en tierra? –se preguntaban los marineros.

- ¿Será esta la tierra de donde se dice mana oro y pedrería?.

- ¿Traerán las mujeres, adornando sus cuellos, talismanes de oro?.

El Almirante dijo:

- Preparen los baúles donde guardamos espejos, cascabeles, sonajas, bolitas de vidrio y esas cosas. Serán nuestros presentes para estas gentes.

La noche se convirtió en ajetreo sobre cubierta. Las tres carabelas exhibieron baúles de baratijas, telas, algunos alimentos, cascos de soldados, escudos y espadas.

Colón dijo:

-Nadie usará ni espada ni lanza si no ha menester.

El amanecer fue despertando toda la vegetación de la tierra. Desde las carabelas podían distinguirse, en la orilla, gentes desnudas. No llevaban en sus manos armas, ni en sus ojos había precaución. Eran parte de la misma naturaleza silvestre, puros como los árboles, y como las corrientes de agua que mansamente se diluían en el mar. No hacían tampoco gestos con los brazos. Esperaban de pie, mirando, como si una profecía, transmitida de boca en boca, de siglo en siglo, les anunciase que este era el momento esperado.

Colón no permitió a los marineros venirse a tierra. Ordenó acomodar una barcaza con algunos hombres armados. El llevaría el estandarte real. Los hermanos Pinzón, capitanes de la Pinta y la Niña, llevarían sendas banderas de la Cruz Verde. Don Rodrigo Descovedo, escribano de la expedición, tendría que dejar constancia de lo visto y de lo dicho. Don Rodrigo Sánchez de Segovia debería observar minuciosamente y comprobar si lo que se hacía era hecho según las leyes de los reyes y de Dios. Y Colón, ante aquellos hombres deslumbrados, proclamó:

- Tomo posesión de esta tierra en el nombre de Dios y de los reyes de España, Fernando e Isabel, nuestros señores, y todos los habitantes de estas tierras serán sus servidores y vasallos, así como todos nosotros lo somos.

El primer paso resultó pacífico, Cristóbal. Ni siquiera aquellos seres que tenías ante ti se dieron cuenta de la fuerza de algunos símbolos. No sabían qué era la cruz, tampoco la espada.

- ¿Te diste cuenta?. ¡No saben qué es el fierro!. Cuando el Almirante les mostró la espada, la tomaron por el filo, sin temor a cortarse.

- Hicieron muecas y levantaron los brazos al cielo y llevaron los ojos al sol cuando un rayo matutino tropezó con el metal de la espada.

- Y el Almirante les dijo que no era la espada el Dios esperado, sino que Dios estaba en la cruz, y les enseñó la cruz y ellos se asustaron porque vieron en la cruz clavado a un hombre.

- ¿Los hacemos presos? –preguntó al Almirante el capitán de la armada.

- Son inofensivos, ¿no ves?. Se convertirán a la santa fe mejor con el amor que con la espada.

- Nunca se sabe, Almirante. Aún no los conocemos del todo. Andan desnudos y son como animales. En cualquier momento se les puede despertar el instinto.

- Son como cachorrillos –dijo Colón-. En su mirada no hay maldad, ni temor. ¡Que nadie les haga daño!.

Fueron llegando más. Luego más. Después muchos más. Los había de edades varias, pero sobresalieron hombres jóvenes. Niños había junto a sus madres. Mozos junto a su padre. Algún anciano.

Y Colón dijo:

- Repártanles a los ancianos bonetes colorados, y a las mujeres espejos y collares de cristal, y a los niños cascabeles.

Y se desbordó la alegría. Los niños saltaban al ruido de los cascabeles. Las mujeres se reían de su propia cara en los espejos, y miraban por detrás y no encontraban su rostro, y se fueron luego al arroyo claro y vieron también en él sus rostros reflejados pero se dieron cuenta que los espejos no eran agua, que eran como su misma persona en las manos. Mucha alegría hubo y quienes no llegaron a tiempo del reparto de regalos se lanzaron al agua y nadaron hasta las barcas y allí recibieron más cascabeles, más espejos y otras baratijas de enorme embrujo para ellos.

- Paréceme –dijo Colón- que éstas son gentes muy pobres del todo. Andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres. Muy bien hecho todos, de muy fermosos cuerpos, y muy buenas caras; los cabellos gruesos, casi como sedas de cola de caballo, y cortos. Escribe todo esto, escribano, que de todo hay que dar cuenta a nuestras reales majestades, los reyes Isabel y Fernando.

- Pero, ¿y el oro? –dijeron los marineros.

- Todo llegará –los consoló Colón-. Ahora tendremos que hacernos entender, porque ni latín hablan, ni portugués, ni romance. Oro hay, porque aunque ellos sean pobres, he visto que algunos prenden en las narices ajorcas de él. Oro hay. Pero tendrán que decirnos dónde se encuentra. Hoy es 12 de octubre, viernes. Mañana será 13.

La noticia voló por los alrededores. Los nativos enseñaron sus regalos e hicieron oraciones a sus dioses. Las hogueras, aquella noche, subieron más alto y los nativos danzaron en torno al fuego, y tocaron tambores, y los ancianos hablaron de que este era el tiempo esperado y que las naves venían del cielo y que nada había que temer de aquellos enviados de los dioses, con sus barbas pobladas y sus vestimentas, porque no habían traído en su boca rayos, ni en sus barcos habían salido truenos sino únicamente presentes nunca vistos por estas islas. Y habría que defenderlos contra las gentes del Sur si hubiera menester, porque los enviados de los dioses habían tenido a bien visitar a ellos primero, ofrendar primero a ellos, y porque venían indefensos, sin flechas envenenadas, sin arcos para lanzarlas; no podrían acechar al enemigo desde lejos.

- Y al amanecer engalanaremos nuestras mejores canoas y les llevaremos nuestros presentes naturales, que no es bueno que ellos nos den y nosotros no les ofrezcamos.

Así dijo el anciano. Hombres y mujeres se aprestaron a preparar papagayos multicolores y azagayas para dárselas en son de paz, y ovillos de algodón filado, y mangos de los mangales y cocos de los cocoteros y maíz pilado y chicha para beber y plátanos en racimos.

Así sucedió el día 13, sábado.

Colón observó cómo avanzaban hacia las naos tres almadías, una hacia cada carabela, con cuarenta nativos a bordo cada una, y otros en canoas más pequeñas. Remaban con una pala, como de fornero, y eran ágiles en el agua.

Allí se quedaron, junto a la Pinta, la Niña y la Santa María. Los marineros pudieron verlos de cerca. Los vieron gente muy hermosa, con cabellos no largos pero gruesos y corredíos, y con la frente ancha y con los ojos no muy grandes, más bien achinados, pero muy claros, como el sol de la tierra y el agua de los manantiales. Y los vieron que no t4raían malicia en la mirada, ni los brazos eran musculosos como de guerreadores, y sí las piernas ágiles. En el andar se le notaban. Algunos se hicieron al agua y se les veía su ir y venir entre las olas, que es como si fueran parte del mar, como si dominaran al mar. Ningún marino de ninguna nao podría hacer lo que aquellos nativos hacían en el mar.

Luego que vieron su presencia, aceptaron los presentes, y las naos se llenaron de periquitos, guacamayas y papagayos, y comenzó una enorme algarabía a bordo, y algunas aves decían palabras como las decían los nativos, y los marineros se rieron, y dijeron palabras castellanas a los pericos y a las guacamayas, pero los pájaros les contestaron en el lenguaje de la isla.

Colón observó que entre los presentes no había oro. Vio, sí, que algunos indios lucía argollas relucientes, colgadas de un agujero que se habían perforado en la nariz, y pensó que aquellos distintivos los distinguían de los demás, los hacían superiores al resto, y ordenó que los subieran a la Capitana. Por señas les dijo que dónde habían conseguido aquellas ajorcas de oro, y por señas le contestaron que bordeando la isla, al Sur.

- Creo entender –dijo Colón- que dicen que al sur y que allí hay otros hombres no tan pacíficos, que les hacen guerras, que tienen su rey, y que poseen en abundancia ajorcas, vasos de oro y pendientes. Pero ellos no quieren ir. Se les nublan los ojos claros solamente al nombrarles el oro y el rey del Sur.

Aquella noche Colón escribió para que fuera leído por sus majestades, los reyes de Castilla y Aragón: “Esta isla es bien grande y muy llana y de árboles muy verdes, y muchas aguas, y una laguna en medio muy grande, sin ninguna montaña, y toda ella verde, qué placer de mirarla; y esta gente farto mansa, y por la gana de haber de nuestras cosas, y temiendo que no se les ha de dar sin que den algo y no lo tienen, toman lo que pueden y se echan luego a nadar; mas todo lo que tienen lo dan por cualquier cosa que les den; que fasta los pedazos de la escudilla, y de las tazas de vidrio rescataban, fasta que vi dar 16 ovillos de algodón por tres ceotís de Portugal, que es una blanca de Castilla, y en ellos habría más de una arroba de algodón filado. Esto defendiera y no dejara tomar a nadie, salvo que yo lo mandara tomar todo para V.A. si hobiera en cantidad. Aquí nace en esta isla; mas por el poco tiempo no pude dar así del todo fe, y también aquí nace el oro que traen colgado a la nariz; mas por no perder tiempo quiero ir a ver si puedo topar a la isla de Cipango. Agora, como fue noche, todos se fueron a tierra con sus almadías”.

Nunca llegaste a Cipango, Almirante. Te habías topado con un mundo nuevo y desconocido. Todavía no sabías cuanta luz había prendida en los ojos del mundo viejo. Desde ese mismo momento los nativos de aquí descubrieron a los europeos, y esa primera paz, entre unos y otros, entre regalos ofrecidos, pronto se tornó en avaricia y otros desatinos. Tomaste algunos indígenas, no como rehenes, claro, sino como ofrendas para los reyes: podrían ser tan exóticos en palacio como los eunucos griegos o como los mismos papagayos caribes. Un presente sin par. Las cortes europeas, desde ese momento, envidiaron a la española. Con avidez, comenzarían a llenarse de frutas exóticas, pájaros parlanchines y multicolores, esencias varias y tabaco.

El tabaco fue regalo del gran Khan, en Cuba. Otra equivocación: sí había tabaco, pero el Gran Khan no era el buscado, aunque Luis de torres se empeñe en que sí. A lo más, un brujo con algunas vestimentas encima y con tatuajes indescifrables, que sabía de sortilegios curanderos y de oraciones guturalmente cantadas. Luis de Torres creyó en aquellos entruejos, y más al ver que por sus bocas echaban humo. ¿Serán hombres de fuego?. ¿Serán volcanes en forma humana?. Sorbían lumbre y expulsaban por la boca y nariz humo. El indio tatuajeado, Gran Khan caribe, brujo por naturaleza y por vestimenta, le ofreció a Luis de Torres esa pipa de la paz que tanta guerra haría más adelante, y el español se escaldó la garganta. Tosió. Pero insistió, porque un caballero español, ilustre por ser súbdito en este momento delegado del Almirante, no podía ser menos que el Gran Khan. Ya le escoció menos. Comprobó cómo le salía humo por las narices y se dio cuenta también de que los hombres de la isla de Cuba no eran de fuego, ni volcanes con forma humana, y todos rieron. El Gran Khan, brujo y caribe, le dio hojas de tabaco en abundancia. Cuando Luis de torres llegó a la nao y lanzó humo por las narices, tú, Cristóbal, creíste que se había vuelto loco, que algún mal agüero le habían metido en el cuerpo los naturales y que si el embrujo no se pasaba, tendrías que bajar de la nao, adentrarte en la isla y entablar combate contra el gran Khan. Luis de Torres se reía desaforadamente mientras te ofrecía chupar. Tú, por esa curiosidad de probar todo lo de las tierras descubiertas, cediste. También se te chamuscó la garganta. También tosiste. Pero a las tres o cuatro veces ya te gustó. Dijiste que el tabaco iba a ser un buen regalo para Europa. Bautizaste a la isla con el nombre de Juana, pero los españoles se empeñarían más tarde en llamarla la Fernandina.

No sabías qué tipo de indios habitaban en la isla Juana. Ahora sabemos de los más pacíficos, los tainos, los más adelantados en organización social. También estaban los nómadas guarrajatabeyes y los hombres de roca, “cibayanes”, casi primitivos y rudos, que vivían en cuevas y se alimentaban de animales y peces. No era el reino del Gran Khan oriental y achinado sino una isla en aquel entonces con poco que ofrecer.

Ya tenías en tu haber, Cristóbal, la isla de San Salvador, primera y salvadora, pacífica y cautiva por los cinco o seis indios a bordo. Luego, la Isabela. Ahora, la Juana. Toda la familia real convertida en islas. Para que nadie de la península quedase sin isla, el 5 de diciembre descubriste la quisqueya, a la que los nativos consideraban como “la madre de todas las islas”. No sé si fue premeditada o inconscientemente. La bautizaste como la Española. Fue precisamente aquí donde tuviste el primer desencanto: tu nao, la capitana, no quiso retornar a España; prefirió quedarse definitivamente en la isla. Para lograrlo fue ayudada por el mar caribe y caliente, embravecido, bastante molesta. La Santa María naufragó. Tuviste que refugiarte en la Pinta. Después de haber conocido temperaturas de todos los mares, tu nao prefirió reposar en esta agua caliente y nueva para siempre. Te opusiste a que sus bodegas se emborracharan de agua y fuiste desmantelándola, tabla a tabla. Los indios vieron cómo aquel majestuoso navío iba convirtiéndose en plaza fuerte.

Algo te rondaba en la cabeza: comenzaste a pensar que las cosas no iban a seguir caminando en paz. Los indios tainos, descendientes de los araucos, pacíficos por naturaleza, y organizados en agricultura, caza y pesca, y organizados también en idolatría, pronunciaban cada vez con más énfasis una palabra que sonaba a violencia: caribes.

Los caribes eran los indios atacantes, los que no tenían asiento fijo, los que habían hecho de la guerra una profesión, los que amedrentaban a los tainos, a los lucayos, a los ciguapos. Eran de sangren excesivamente caliente y de temperamento airado. Eran los que habían ido imponiendo por la fuerza hasta las palabras de su habla: ají, arepa, bahareque, bejuco, maní, comején, tiburón....

Tenían algo del temperamento del tiburón estos caribes: acechaban interminablemente, traspasaban las barreras de sus dominios, se deslizaban sin ruido y al ver sangre dejaban en libertad su instinto atacador. Por eso construiste el Fuerte de Navidad, primer mecanismo de defensa de los europeos en estas tierras. Razón tenían los tainos al informarte: un día los caribes desafiaron la fortaleza y a fuerza de flechas y llamas, acabaron con la nao capitana, Santa María, convertida en defensa terrestre.

El camino de vuelta estaba complicándose.

Aquellas tres majestuosas carabelas que habían salido del Puerto de Palos ya no podían regresar tan ufanas. La principal había sido derrotada, primero por el mar, después por los indios. No podrías, por tanto, hablar en la corte de un mundo completamente pacífico.

Quizá fuera mejor así. ¿Qué valor hubiese tenido tu gesta, Almirante, si todo hubiese sido del color de los periquitos y del son de las aves canoras?. Para volver triunfante a puerto hay que mostrar las cicatrices de las heridas, y ya que tu no podrías ufanarte de haber encontrado oro en abundancia, tendrías que vanagloriarte anunciando tu peligroso regreso. Oro hay, dirías, pero hay que llegar a él por la fuerza, o por el engaño. Aunque los indios se contentan con baratijas dando a cambio cuanto tienen, otros nativos no se dejan camelar, como los caribes, que están dispuestos a despedazar en trozos a los blancos, asarlos pinchados en una estaca. Y comérselos.

La vuelta ha de ser trágica, colón. No es malo para tu imagen haber perdido a la Santa María. Cuando llegues a Palos de Moguer y no vean ondular las velas de la capitana, un pálpito de temor nacerá en el corazón de los andaluces. Comenzará a caminar la historia, envuelta en leyenda. Se mezclará la buena leyenda con la mala. Ambas construirán una historia que la historia venidera tendrá que descifrar.

Si llegas como vencedor, Almirante, tendrás que mostrar parte de tu derrota. Así es como merece la pena regresar vencedor: elogiando al vencido. Hay indios buenos pero están sus contrarios: sanguinarios e inalcanzables, ateos y caníbales. Son éstos, Colón, quienes, en última instancia, te darán la gloria, no los que recogiste en San Salvador, tainos e inofensivos. Serán aquellos quienes logren que las gargantas de los sevillanos, onubenses, gaditanos, cordobeses, extremeños, castellanos, gallegos y valencianos, catalanes y vascos, prorrumpen en un ¡ah! de asombro en el momento de atracar en palos de Moguer.

Pero antes de llegar y dar cuenta a los reyes, tendrás otros sobresaltos, ya no de indios, sino de compañeros propios, de portugueses celosos. El rey Juan II de Portugal, para que lo sepas, está harto enfadado contigo, por haberte embarcado para ese nuevo mundo con el visto bueno de la corona de Castilla y Aragón. ¿Dónde has dejado el buen ver del poderío navegante de Portugal?. El rey Juan estaba enamorado de tu idea. ¿No recuerdas cómo envió a un marino de confianza, a escondidas de la Junta de Sabios, para corroborar si era cierta tu presunción?. El rey Juan II no tuvo la culpa de que el capitán portugués viera fantasmas marinos por todos los rincones de las olas.

Y si a ver vamos, ¿no eres tú algo portugués?. Tu acento castellano es portugués, no gallego, ni genovés, y sin querer, mezclas palabras aprendidas durante tus nuevo años de estadía en Portugal. Tu mujer era portuguesa, la madre de Diego, y Diego también lo es. ¿Cómo no va a estar enfadado el rey Juan?. Fíjate que por tu culpa el nuevo papa va a delimitar linderos en ultramar para repartir entre castellanos y portugueses las nuevas tierras, eso nunca hubiese acaecido si hubieses insistido ante la Junta de Sabios portugueses tanto como insististe ante las Juntas de Sabios castellanos.

- El rey Juan, de Portugal, mi señor, te espera.

Te espera porque con esta hazaña has roto el record portugués. Te lo recuerdo; en 1418 Joao Goncalvez Zarco comienza la exploración de las costas de Africa para abrirse camino hacia oriente, dificultado por los turcos. En 1419 llegan los portugueses al archipiélago de Madeira. En 1432 desembarcan en las Azores. En q4343 Gil Eanes llega hasta el Cabo Bojador. En 1441 Nunho Tristao dobla el cabo Blanco y se enrumba hacia el sur para llegar en 1444 hasta Senegal. En 1445 conquistan las islas de Cabo Verde. En 1441 Pedro da Sintra dobla el Cabo de las Palmas, en Liberia. En 1472 Joao de Santarem llega a la desembocadura del río Ogové. Y en 1476 llegas tú a Portugal. Mientras estás ahí presentando tus proyectos hay tiempo para que Diego Cao descubra la desembocadura del Congo.

¿Cómo no va a estar furioso el rey Juan si les has roto el camino?. Pero ese camino de mar africano, emprendido por los portugueses, no es el que a ti te fascina. Te fascina de ellos, sí, su afición a la mar, pero no sus cartografías, ni sus caminos marinos, ni su modo de interpretar el norte, sur, este y oeste de las estrellas. Por eso los sabios portugueses no te entienden.

Es en las Azores donde te detienen. Se enfurecen porque has usurpado sus caminos del mar. Tienen razón, Almirante. En vez de seguir rumbo a Africa, torciste el rumbo y te largaste hasta América. Pero el camino hasta las Azores era el mismo y les pertenecía desde 1431.

Juan de Castañeda, gobernador, te dice:

- Dése preso, Almirante, por orden de mi señor, el rey Juan II de Portugal.

- ¿Qué he hecho?.

- Descubrir tierras nuevas en nombre de reyes no marineros.

- El rey Juan, entonces mi señor, no me oyó.

- El sí te oyó. Fueron los sabios quienes te rechazaron.

No dan paso a la Niña, que había llegado sola. Una borrasca de mar celoso había logrado que la Pinta y la Niña se perdiesen de nuevo. Ya antes se habían separado, cuando Martín Pinzón se fue en busca de un oro que no encontró. En Monte Cristo se unieron de nuevo pero el mar enfurecido vuelve a separarlos. Pinzón no ve cómo Juan de Castañeda, por orden del rey de Portugal, detiene a colón el 18 de febrero de 1493.

El Almirante no quiere enemistarse con el rey de Portugal. Las tierras nuevas no están todavía explotadas y las riquezas que esconden esperan un nuevo viaje. Si los reyes de España se siente defraudados por haber perdido a la Capitana y por no traer las bodegas de la Niña llenas de riquezas, el rey Juan está ahí, sediento de tierras nuevas y de nuevos mares.

Colón dice a Castañeda que respeta al rey Juan como a su señor, y que le dará cuenta de lo habido antes que a los reyes católicos. Y Colón escribe al rey y Juan II le insta, complacido, para que vaya a su palacio de Santarem antes de desembarcar en Palos. Va. Hablan. Hay nostalgia en la corte portuguesa.

- Esta gloria podía haber sido nuestra – recrimina el rey Juan a los sabios del reino por haber negado el proyecto de Colón..

Pero el rey portugués no es la patria de colón y a quien tiene que dar cuenta es a Fernando e Isabel. Tampoco el río Tajo, en su desembocadura hacia el Atlántico es apto para que en sus aguas dulces se meza la más pequeña y diminuta de las tres carabelas: la Niña. Los reyes católicos esperan. Cristóbal Colón toma el timón de la Niña, remonta el tajo y se va navegando, camino del estrecho de Gibraltar, hacia el puerto de palos.

Era el 15 de marzo de 1493.

Martín Pinzón, con la Pinta, y sin previo aviso, llega el mismo día.

- ¿Qué ha llegado el Almirante con la Niña?.

- Ha llegado, capitán.

- ¿Y la borrasca no pudo con ellos?.

- Vencieron a la borrasca, capitán.

Martín Pinzón lanzó a las aguas del puerto tres blasfemias seguidas.

- ¿No se alegra de que el Almirante, Cristóbal Colón y los suyos, estén con vida, capitán?.

- ¡No, voto a Cristo! –maldijo Pinzón.

Tenía razón. De no haber llegado el Almirante, la gloria hubiese sido para él. Pero el mar, a veces, sabe a quien tiene que respetar.