Serie: Los rebeldes de Santo Domingo

Fray Bartolomé de las Casas

Autor: Adolfo Carreto

          

  1. ES EL RIMAC

 

     El río que se empeña en endulzar a Lima, salada y costera, no es un gran río, pero es un río de capital y por tanto ufano. Un día le echó la vista Francisco Pizarro y dijo: “Aquí”.

     Hoy es río contaminado, como todos los capitalinos, pero en tiempos de la colonia fue río romántico. Carece de la majestuosidad del Amazonas y de los grandes que lo nutren, como el Marañón, y el Ucayalí. En cambio, tiene la primicia de ser el río de Lima, la capital. Es el Rimac.

 

  1. ¿DE DONDE VIENES?

 

     No eres hijo de Tihuanaco, Martín, ni por tu sangre corre la fría incertidumbre de los indios del Titicaca. Tú eres negrez, netritud, y tu sangre viene de otro continente. De otoros. Para ti, Martín, no tuvo demasiada fuerza la predicación de fray Bartolomé de las Casas, sino que tus huesos vinieron, por el camino de tus antepasados, con la intención forzosa de suplir el trabajo inhumano de los naturales.

     Eres negro, esclavo, netridud y esclavitud por nacimiento. Ni siquiera las nuevas Leyes de Indias recalcaron demasiado tu condición. Tu sangre no traía los mismos ritos de los indios del altiplano, ni el dios del Titicaca era tu dios, sino que tu adoración divina tenía raíces en otro continente. Caminabas por las calles de Lima como hijo de negra y tu redención del color sería mucho más tardía que la del indio. Al menos sobre el papel.

     Pero tampoco así, Martín. Indio y negro, negro e indio, tendríais que daros la mano durante muchos lustros, entre cañas de azúcar, matas de coca y plantíos de yuca. También en las entrañas de la tierra, en las galerías de las minas, donde la codicia del mineral precioso ponía latigazos en vuestras espaldas. Todavía hoy la redención no ha sido definitiva y los tiempos no cambian tanto como pensamos.

 

  1. TRES CONTINENTES

 

     No sé si tu madre vino directamente del África, pero seguro que tu abuelo materno sí. Algo nuevo nos deja el lugar de nacimiento, Martín: uno es de donde son los suyos y es, además, de donde es. Y en Panamá, camino de Lima, se mezclaron en ti tres mundos: el africano por parte de madre, el europeo por parte de padre y el americano por parte propia. El mundo nuevo que estaba surgiendo era un mundo universal, aunque no se notara.

 

  1. JUAN DE PORRES

 

     Juan de Porres puso los ojos en mujer negra.

     Juan de Porres había llegado a Panamá sin saber que aquel no sería su lugar definitivo, y entre trabajo de encomienda y paseo por San Juan puso los ojos en negra.

     Juan de Porres lucía con gracia la capa y los encajes de los puños de la camisa y las botas de montar, y el sombrero. Una pluma de cóndor había sujetado en el ala y decía que era signo de remontarse hasta las más altas cumbres.

     Juan de Porres hacía con respetuosos donaires las reverencias a las damas y daba que hablar en los corazones de las damiselas casamenteras.

     Juan de Porres respetaba al rey, al virrey y a la corona y si hubiese tenido que defender aquellas tierras con trabuco y espada, en vez de con diplomacia, Juan de Porres no hubiese titubeado. Era caballero de la Orden de Alcántara, y eso es mucho: para servir al rey y a Dios.

     Juan de Porres salió de palacio luego de dar informes al gobernador y se tropezó con los ojos de una negra. Descubrió un mundo blanco más allá de la mirada y le brindó su reverencia galante, con mejor inclinación que si se tratara de la hija del gobernador.

-         A las negras no se las reverencia, se las fuerza –le dijeron.

     Y Juan de Porres miró feo a quien se lo dijo, y quien se lo dijo agachó la mirada.

 

  1. LOS HIJOS DEL SOL

 

    El Inca, “hijo del Sol”, y dios, monarca absoluto y divino por la herencia del gran Lago, se dividió en dos. Aquel día una enorme tormenta se estremeció en el lago Titicaca. Aquel día el ombligo-cuzco sintió un retorcimiento en lo más íntimo de su entraña. El Inca Huayna Cápac, anciano y sin otras perspectivas que retornar al regazo caliente del padre Sol, anciano y con mucho amor por sus dos hijos, dijo:

-         Tú, Atahualpa, natural de Quito, serás Inca de las Tierras del Norte. Y tú, Huascar Cápac, natural de Cuzco, serás Inca de las Tierras del Sur del Tambes.

     Atahualpa h Huascar Cápac se miraron. Ya no se vieron como hermanos sino con ojos de envidia, con ansias de poder y quién sabe si con desprecio hacia aquel anciano que no había sabido dejar un imperio único, como el dios Sol manda. Y comenzaron la guerra.

-         El Inca será uno solo. Tú o yo –dijo Atahualpa.

-         Yo o tú –corrigió Huascar Cápac.

     Atahualpa era astuto. Terminó con la vida de su hermano. Atahualpa era menos astuto que Pizarro, y Pizarro acabó con su vida.

 

  1. TIERRA DE INTRIGAS

 

     Son demasiadas las intrigas en esta tierra tuya, Martín. Indios entre sí y españoles entre sí. Indios entre españoles, españoles entre indios. De hermoso que hubiese sido hermanar culturas sin imponer ninguna, de enseñar en la reciente universidad de San marcos las tradiciones del imperio Tiuanaco junto a las tradiciones del imperio cristiano. Unos adoraban al Sol, y los otros... ¿no adoraban también al Sol?. Más de una vez, rezando maitines en el coro, has rezado, Martín, el “sol de justicia”. ¿Cómo es posible que lo que la liturgia rece, no rece la realidad?. Sería bueno que en la universidad de San Marcos se hubiesen juntado ambas culturas, ya que amabas estaban allí, en pie de guerra.

     Pero la envidia devoraba a la propia entraña de la tierra. Cuzco ya no era el centro, y Lima se había hecho cabeza por obra y gracia de Pizarro y por gracia y obra de los virreyes. Los hermanos Atahualpa y Huascar se empecinaron en destruirse, y de este enfrentamiento sacó ganancia Francisco Pizarro. Luego <>Francisco y Almagro se envidiaron mutuamente y trasladaron a tierras del Perú una muerte que muy bien podía haberse queda en tierras de Extremadura.

     El Virrey tenía que pacificar... ¿a quién?. ¿A españoles entre sí?. ¿A indios entres sí?. ¿A españoles e indios?. En ese ambiente de inquinas disimuladas bajo la majestuosidad de la corte, y en ese mundo de exilio hacia la pobreza, naciste tú, Martín, como símbolo de pacificación: sangre de España y de afroamérica formaron tu ser. En ti se logró lo que la ley no lograba.

 

  1. DESDE BURGOS

 

     De Burgos había salido El Cid, con su espada tizona y su Bavieca, camino de Valencia, para salvar las tierras del rey de la espada moruna y de la religión de Mahoma.

     De Burgos salió Juan de Porres camino del nuevo mundo para cosechar más nobleza de la que ya le había dado la sangre, y más títulos de los que le otorgaba la Orden de Alcántara. En su cuerpo llevaba el noble Juan las insignias de una orden religioso-militar, fundada en 1156 con el fin de emular a la de los caballeros Templarios. La Orden de Alcántara fue favorecida y tutelada por los reyes españoles. Cruz y espada. La fe por la fuerza.

     Burgos siempre quiso ser plaza fuerte como siempre estuvo regada por el río Arlanzón. Y de Burgos salió Juan de Porres, camino de las Indias, con primer puerto en Panamá.

 

  1. A ANA NO LA ENGAÑAS, JUAN

 

-         Nuestros hijos serán negros –le dijo Ana, y el caballero español torció levemente la mirada para devolverle luego una sonrisa grande.

-         Nuestro hijo será noble –dijo el caballero español, y Ana le acarició el cabellos, y se llevó las manos al vientre, y sintió que dentro la vida crecía, y dijo que ella no aspiraba a noblezas pero que tampoco deseaba esclavitud para sus hijos, y dejo, además, que el color de la tez es una esclavitud, lo quiera o no lo quiera, Juan, y que las leyes no distinguen y que ni siquiera el casamiento lo arreglaría.

     El caballero español dijo:

-         Vendrás conmigo a Lima y haremos allí la vida, porque allí hay corte, virrey, monjes y letrados, pintores y poetas. Lima es como Europa, como Burgos, Madrid, Salamanca y Alcalá. Nuestra vida ha de ser de nobleza y no de encomenderos.

     Ana sabía que jamás podría pisar los pasillos del palacio del virreinato, contemplar los cuadros llegados desde la península, pisar las alfombras robadas a los árabes por Toledo, o Córdoba, y que sus hijos e hijas jamás llegarían a ostentar títulos, pisar las aulas de San Marcos, casar con gente de sangre blanca, y sabía que ella, Ana, negra, nunca podría tener invitados a una fiesta como Juan se merecía.

-         Ve tú solo, Juan. Yo me quedaré aquí con el niño.

     Pero sus ojos decían, me voy contigo, a penar lo que haya que penar, pero junto a ti, para que ellos te vean caballero español, aunque te vean desde la esquina, que más vale ver que penar en la distancia.

-         Ve tú solo, Juan. Cuando puedas, vendrás a vernos.

     El niño dio un brinco en la barriga y Ana lo calmó con una caricia:

-         Iremos los tres.

     Juan sonrió. Vendió sus haberes de la encomienda de Panamá y embarcó con Ana, y con lo que ella llevaba en la barriga, rumbo a Perú. Ese mismo año nacía Martín: el nueve de diciembre de mil y quinientos setenta y nueve.

 

  1. LA MUERTE DE PIZARRO.

 

     Aquel lugar le pareció bueno a Francisco de Pizarro. Estaba junto a la costa y, además, lo bañaba un río.

-         Fundemos aquí la capital. Será la ciudad más hermosa de las nuevas tierras. Le pondremos por nombre Ciudad de los Reyes. Escribano, anote bien: Yo, Francisco Pizarro, fundo hoy, dieciocho de enero de mil y quinientos treinta y ocho, la ciudad de los Reyes junto al río Rimac. Y quede escrito esto para la posteridad: muerto Huascar Cápac por orden de su hermano, Atahualpa, y muerto Atahualpa por mis órdenes, y luego de haber triunfado en Cuzco y de haber nombrado Inca al indefenso Manco Capac II, yo, Francisco Pizarro, fundo esta ciudad con nombre de los Reyes y a ellos se la dedico.

-              Almagro lo miró retorcido. Juró, ya entonces, dejar de ser su socio en las conquistas y arrebatarle Cuzco. Almagro tuvo mala suerte: un hermano de Pizarro le dio la batalla y lo mandó ejecutar. Era el ocho de julio de mil y quinientos treinta y ocho. Tampoco Francisco Pizarro tuvo mejor fin: los almagristas se vengaron de él y lo asesinaron en su propio palacio de Lima. Era el veintiséis de junio de mil y quinientos cuarenta y uno.

 

  1. UN BARRIO POBRE PARA HIJO DE NOBLE

 

-         ¡Cuánto ha prosperado esta ciudad! –dijo Juan de Porres cuarenta años después.

     Cuarenta años de su fundación tan solo, y Lima estaba viviendo ya su vida eterna. Una canción de después, entonada por La Ibarbourou, le zumbaba ya en los oídos:

 

Del mar celeste del sueño

-Mi sueño ya sobre el alba-

surge Francisco Pizarro

-Bronce, acero, encaje, plata-

Con una ciudad de torres

Entre sus brazos fantasmas.

 

     Juan se detenía ante la catedral y miraba la fachada, ante la arcada de los Botones y miraba la arcada, ante el palacio de Pizarro y la vista se le iba hasta Burgos, hasta el Cid, hasta las batallas, ante la Plaza de Armas y venía lanzas y uniformes y balcones y damas paseando. También el arzobispado y el convento de los dominicos y la universidad. Marcaba el paso con sus botas y tintineaban sus espuelas y las calles se adoquinaban más y se quitaba el sombrero de ala y subía la mirada y hacía reverencia a un sol que tenía su cuna en las alturas y que en la amanecida se despertaba fresco, lavado en los aguas del Titicaca.

-         ¡Cuánta grandeza! –se extasiaba Juan.

     Indios ambulantes vendían frutas tropicales o cargaban fardos pesados has las casas de los señores. Indios ambulantes con la espalda encorbada y la mirada en los adoquines. Negras gruesas y hacendosas ofrecían dulces caseros y beunos al paladar y se reían ofreciendo adivinanzas que una gitana andaluza les había enseñado.

-         ¡Cuánta grandeza!.

     En el palacio moraba el virrey y Juan había solicitado audiencia.

-         Me enteré de que trae mujer embarazada –dijo el virrey.

-         Ya le busqué acomodo –se excusó Juan.

-         Sé que en el barrio pobre, junto al Rimac –se adelantó el virrey.

     Juan asintió. El virrey dejó al lado un pergamino. Le ofreció asiento. Dijo:

-         Caballero de la Orden de Alcántara no puede esposar a mujer negra.

     Juan calló. Luego dijo:

-         Está embarazada.

-         Le servirás sustento, porque no es de caballero español dejar hijos sueltos, pero no podrás darle cobijo en tu aposento, traerla a reuniones de palacio ni casarte con ella.

-         Lo sé, señor.

-         Hay un trabajo para Guayaquil.

-         ¿Tendré que salir de Lima?.

-         Solo. La mujer vivirá junto al Rimac, en el lugar donde le buscaste acomodo. Ese es su lugar.

-         Sí, señor.

     Juan formuló la reverencia. Los pasillos del palacio le parecieron más largos que el trayecto desde Panamá a Lima. Al fondo, siempre escapándosele, veía la figura negra y esbelta de Ana.

 

  1. LA HUMILDAD DE FRAY MARTÍN

 

     No hay que identificarte con una escoba, Martín. Sé que anduviste con escobas y que el sacrificio de barrer y barrer pasillos, comedores, pasillos, salas capitulares, pasillos, iglesia, pasillos, sacristía, pasillos... es auténtico sacrificio.

     No creo que lo hicieras con alegría desbordada, como si el barrer fuera el bien supremo a que puede aspirar hombre sobre la tierra. Tampoco creo que lo hicieras únicamente por obligación. No creo que te consideraras esclavo de una escoba por ser negro. Sabías, y eso debía de darte gusto, que eras hijo de una negra no esclava y de un caballero noble, que es casi más que ser hijo de un noble caballero. Considerarte  a ti mismo esclavo, tal como nuestro lenguaje indica, o “perro mulato”, tal como la sociedad diagnosticaba, u otros tópicos degradantes del lenguaje y de la condición humana no podía ser fruto de una humildad mal entendida, porque cuando es mal entendida ya no es humildad.

     En Guayaquil viviste como hijo de noble; al menos tu padre nunca lo negó y no entiendo por qué tú tenías que negarlo. Que renunciaras a tu condición de nobleza por parte de padre y que renunciaras a una vida más o menos cómoda, es otro cantar. Aquí, en este tipo de renuncia, sí puede caber tu humildad, y no en torturarte en ser negro de por vida.

     Claro que nadie podía quitarte de encima el color de tu piel, pero no creo que ese hecho fuera causa suficiente para que tú lo asimilaras como humillación. No eras barbero porque eras negro sino que eras barbero, o campanero, o sacristán, o servías en el refectorio porque habías asimilado ese trabajo como propio, no como esclavo.

     Tu padre se enfadó cuando lo supo, ¿recuerdas?.

-         ¿Un hijo mío haciendo trabajo de esclavo?.

     Voló hasta el convento a poner la queja. Le desarmaste con una sonrisa ancha y siempre pronta:

-         No es trabajo de esclavo, padre. Es mi trabajo.

     Tampoco era mal oficio el de curandero. No sacabas muelas o recetabas jarabes o triturabas hierbas al azar. No dejabas que viniera Dios a poner la ciencia que faltara a tu buena voluntad, claro que no. Habías aplicado en el estudio de tales menesteres, y las hierbas medicinales curaban las enfermedades que los hierbateros te habían enseñado en Guayaquil. Y las muelas las sacabas siguiendo las reglas de torcer las tenazas para causar el menor dolor. El milagro estaba ahí, Martín, y no en otro sitio; por eso, te asombrabas tanto cuando te hablaban de portentos que tú no habías ni visto ni previsto.

      ¿Cómo no te iba a conocer la gente de Lima?. La gente pobre te conocía por nacimiento, por correrías junto al Rimac, por picardías en los juegos y por acompañar a tu madre al mercado. La gente rica te conocía por referencia:

-         Es el hijo de don Juan de Porres.

     Los conocías a unos y a otros por intuición natural antes que por trato individual.

     Nunca te consideraste defraudado. A don Juan, tu padre, no le pediste más de lo que podía darte, pero tampoco menos. Su apellido como signo de nobleza lo llevaste a cuestas toda la vida y nunca dijiste que era un apellido opresivo. El de mamá Ana tampoco sonaba demasiado africano. Porres y Velásquez son apellidos de lo más castizo de Castilla y ni siquiera el color pudo mancharlos.

     Creo, Martín, que el truco de tu santidad no reside tanto en lo que hacías cuanto en cómo lo hacías. En el convento, otros harían como tú, otros tocaban las campanas, servían en el refectorio, cuidaban la huerta, daban de comer a los animales... No pasaron a la historia de la santidad porque no supieron distinguir el qué del cómo.

     Padres había en tu convento con muchas teologías en la cabeza y con muchas horas de coro y latines que se quedaron por siempre con ellos. No supieron distinguir el qué del cómo. Sigo pensando, Martín, que el secreto está en el secreto de la intención. Si no hay amor por medio, no hay santidad como fin.

     Hablaremos de esto, hablaremos.

 

  1. CONVERSACIONES EN LA HACIENDA

 

     Una quebrada que va a alimentar al Rimac la riega. La llaman El Limatambo y dicen por Lima que es la más cuidada y la más productiva de todas. Dicen igualmente indios y negros que no hay patronos como los frailes, que te curan cuando estás enfermo y te enseñan letras y números para que nadie les engañe.

     Es un campo con surcos derechos y frutales frondosos. Hay una casa amplia para descanso de los frailes ancianos del convento del Rosario, y para recuperación de los enfermos. Hay, a un lado de la casona, un corredor amplio con camas para cuidar allí a los indios y negros que padecen fiebres o que han sufrido mordisco de culebra. Casas más pequeñas y agrupadas, junto a la cerca, forman el pueblo de los trabajadores.

-         ¿Es una encomienda?.

     No. Los indios y negros que allí trabajan no lo hacen a fuerza de látigo. Aran y siembran, podan y recogen las cosechas y reciben salario por ello. Tienen horas de descanso. Los niños reciben clases de letras y de catecismo.

-         ¿Sería así como deseaba fray Bartolomé de las Casas?.

-         Así mismo.

     El hermano Gabriel de Jesús está al frente de la hacienda. Dicen los jornaleros que el hermano Gabriel es como ellos, monta a caballo cuando tiene que montar y abre las compuertas de las acequias cuando los surcos piden riego.

     Hasta la quebrada llegan los cantos de indias y negras que se afanan en las casas preparando la comida.

     Fray Martín ha ido a sembrar sus hierbas medicinales.

-         Fray Martín, usted es medio brujo. Usted debía ser indio –le ha dicho la india Asunción. Y le ha echado el cuento de cómo sus antepasados tenían dotes curativas, y cómo los brujos sabían de emplastos.

-          También entre nuestra gente hay brujos –ha corregido la negra Rosario.

-         Esto no es brujería, mujer. Esto es ciencia –ha dicho fray Martín. Y ha ido señalando mata a mata-. Esta, bien hervida, cura el lumbago; esta, machacada y envuelta con perejil, detiene las hemorragias; ésta, cocida y fría, alivia las torceduras de los tendones...

-         ¿Y no hay hierbas para el mal de amores? –ha preguntado la sonrisa de la negra Rosario.

-         También, también –asegura fray Martín-. Pero esas matas tienes que plantarlas tú en el corazón, negrita.

     La negra Rosario le ha dicho:

-         ¡Usted sí sabe, cará!.

     El hijo de Rosario le ha preguntado:

-         ¿Verdad, fray Martín, que un negro sí puede entrar en convento y un indio no?.

     Martín ha torcido los labios. Les ha dicho que el color no estorba para servir a Dios. Pero el negrito no ha quedado satisfecho y ha insistido:

-         ¿Puede el indio entrar o no puede?.

     Fray Martín ha respondido:

-         Puede. Todos somos hijos del mismo Dios.

     El negro se ha quedado pensativo porque su amigo, el indio, le ha sacado la lengua.

 

  1. FALSOS MILAGROS

 

     Me contaron, fray Martín, que una vez hiciste el siguiente milagro:

-         ¿Qué hace usted ahí, fray Martín? –le preguntó asombrado el indio Juan.

-         ¿No ves?. Planto hierbas medicinales.

-         ¡Ahí no, fray Martín! ¡Es camino de paso de las vacas y se las comerán!.

-         Hablaremos con ellas.

     Dicen que fuiste donde las reses y las llamaste hermanas, y las echaste un sermón sobre la caridad y las buenas costumbres de los animales, y les rogaste que respetaran las hierbas, que también eran hijas de Dios, y que, además, servían para hacer remedios y quitar los males de los enfermos. <Dicen que las vacas hicieron sí con la cabeza, mugieron, y que desde aquel día torcieron el camino para que su tentación de rastrear la hierba con los hocicos no se convirtiera en acto. Y dicen que sonreías cada vez que veías al indio Juan, y que el indio bajaba la mirada, entre avergonzado y asombrado.

     Eso dicen, fray martín, pero yo no lo creo. Te siento santo, no tonto. No hay santo, pienso, que goce en contradecir a la naturaleza, sobre todo en cosas tan minúsculas como alterar el camino de las vacas por obra y gracia de milagros. Tampoco lo tuyo era desafiar la credulidad natural, y lógica, y sana, del indio Juan.

     El milagro, el verdadero, no quebrante la ley natural porque sí. Dejaría de ser milagro. Quien lo intentara tendría más vocación de brujo en decadencia que de santo.

     No tenías vocación de milagrero, fray Martín, aunque esa fama te haya ayudado a llegar a los altares. Tenías vocación de respeto: a las vacas, al indio Juan y a la naturaleza. Que ese es el auténtico milagro..

 

  1. DON MATEO, EL MILLONARIO

 

     Don Mateo luce en su mirada todo lo que tiene, que es mucho. Dicen que en Lima pocos más ricos que él. Se ha mandado hacer un palacio a su medida. Hasta el virrey le hace llamar para solicitarle préstamos para la corona.

     Don Mateo no es gordinflón, como suelen ser los tipos de esa especie, pero tampoco un flaco empedernido. Si hubiese vivido en el siglo XX será de contextura de uno setenta y cinco con ochenta kilos bien repartidos. Haría trote y gracias al sauna iría reduciendo las grasas que a ciertas edades se empeñan en pegarse a los tejidos.

     Don Mateo tiene la debilidad de dar de a poco, para que no se note demasiado en sus arcas. Las gentes pobres de Lima no lo admiran, pero tampoco lo desprecian. Si pueden sacarle algo, se lo sacan. Si no, se ríen de él hasta el día siguiente.

     Don Mateo, en ocasiones festivas, ha ordenado matar una ternera, la ha mandado cocinar y ha reunido en la plaza a cuanta gente de pelaje malo anda suelta para servirle caldo caliente y carne cocida. No la sirve él, claro, sino los suyos. Pero él observa, porque don Mateo quiere, sobre todo, que le den las gracias.

     Don Mateo pasea por la plaza en busca de saludo y le encanta alargar la mano:

-         Tome un peso.

-         Gracias, don Mateo.

     Los pobres de Lima le han agarrado el truco:

-         Buenos días, don Mateo –y el indio va con sombrero. Un peso.

-         Buenos días, don Mateo –y el indio va sin sombrero. Otro peso.

-         Buenos días, don Mateo –y el indio va con poncho. Otro peso.

-         Buenos días, don Mateo –y el indio va sin poncho. Otro peso.

-         Buenos días, don Mateo...

     Y don Mateo queda con la mano alargada y con el peso resbalándosele casi de los dedos al escuchar la risa de fray Martín.

-         Ay, fraile de los mil demonios –le ha dicho don Mateo, y fray Martín le echa la mano al hombro-. Igualito que tu padre eres, rapaz.

-         Quiero hacer un trato con usted –le ha propuesto fray martín.

     Don Mateo abre los ojos de asombro y dice:

-         ¿Qué trato voy a hacer contigo, mulato burgalés, si no tienes blanca?.

-         Le diré quién le estafa.

-         ¡Rediez!. ¿Qué me estafan?.

-         Le estafan, don Mateo. Y yo le diré quién si acepta mi trato.

-         ¿A cambio?.

-         A cambio de conseguir un lugar apropiado donde los niños sueltos puedan educarse.

-         Ya sabía que tus imaginaciones no me traerían provecho alguno.

-         Si acepta, bien. SI no, me quedo con el secreto. Albergue para niños o revelación de los estafadores.

     Fray Martín fingió adelantar el paso.

-         Espera, hijo de tu padre. Me interesa el trato. Yo mismo supervisaré la sobras. Y ahora, el secreto.

-         Los muchachos –dijo fray Martín.

-         ¿Los muchachos? –protestó don Mateo.

-         Los muchachos, los pobres muchachos. Le dicen cuatro veces buenos días y le sacan cuatro pesos. El mismo muchacho con sombrero, sin sombrero, con poncho, sin poncho...

-         ¡Mal rayo los parta!.

-         Así que a construir el albergue.

-         ¿Para los estafadores?.

-         ¿Y por quÉ no, don Mateo?.

     Dicen que don Mateo y fray Martín se hicieron muy amigos.

 

  1. ACUSACIONES.

 

     En un convento, fray Martín, puede haber santidad. Puede haber también envidia. Y la hubo en el convento del  Rosario, en Lima. Algunos pensaban que era insoportable tu popularidad. Otros que era inaudito que los cristianos limeños prefirieran tus consejos a los de los predicadores. Algunos rabiaban porque tus caridades con los pobres era algo que no interesaba en el convento.

     Cuando, en el capítulo de culpas te acusabas de tus imperfecciones, tumbado en venia en el centro del coro, algunos sonreían maliciosamente. Y, a la hora de acusar, te acusaban:

-         Acuso a fray Martín de ser soberbio.

-         Acuso a fray Martín de mostrar distracción en la oración.

-         Acuso a fray Martín de ser demasiado extrovertido.

-         Acuso a fray Martín de mostrar más empeño con las gentes de fuera que con los propios hermanos del convento

-         Acuso a fray Martín de no haber respetado el tiempo de silencio profundo.

-         Acuso a fray Martín...

     ¿Quién no es soberbio en algo, distraído en la oración, extrovertido cuando los males de fuera acechan o descuidado con los que nada necesitan?. Aceptabas las acusaciones como ciertas. Hacías propósito de enmienda cuando lo que deseaban tus acusadores era que nunca te enmendaras. Siempre pasa eso.

     La envidia tiene mil formas para disfrazarse de caridad, fray Martín, aunque tú no te dieras cuenta de que tales acusaciones eran más producto de la envidia que de la fraterna caridad.

 

  1. LA MUERTE DE ANA LLEGA A PANAMA

 

     Panamá no es isla y, sin embargo, es tierra rodeada de agua por todas partes. En Panamá se estrecha un continente, tanto que lo han sajado por la mitad para mezclar el agua de las laderas. Panamá era punto neurálgico de los españoles en el siglo XVI. En 1513 el mismo Pizarro se instaló en Panamá y en 1524 se hizo a la mar nuevamente con una nave y ochenta hombres para explorar y conquistar las costas del Sur. Colón, en 1502 ya había surcado esas aguas. Las encomiendas y los encomenderos cabalgaban todavía a sus anchas en este ya avanzado siglo XVI por la geografía panameña. Don Juan de Porres había puesto sus primeros ojos en Panamá y ahora, nombrado por el Virrey, era gobernador.

     Abrió la misiva pensando en alguna nueva ley o en algún nuevo ordenamiento. Quizá en el anuncio de la llegada de algún valido de la corona. Abrió la misiva, leyó y cerró los cortinajes de la estancia para que los criados no le vieran los ojos. No pudo retener el dolor. Los criados le oyeron susurrar:

-         ¡No puede ser!.

     Los criados salieron de la estancia. Sabían que un hombre, gobernador o no, necesita estar solo en determinados momentos. Pero a don Juan le pesaba ahora más que nunca la soledad. Llamó a la negra Emilia:

-         Emilia.

-         Mi señor.

-         Ana ha muerto.

     Emilia derramó su cuerpo en el suelo. Estuvo así tanto tiempo que don Juan nunca pudo saber cuántos sollozos habían salido del corazón de la negra Emilia. Don Juan alzó a la fiel criada, madre por la ley de la crianza y de la leche, de Ana. Sólo pudo suspirar:

-         ¿Y los niños, don Juan?. ¿Por qué no se va usted a Lima y se trae los niños?.

-         Ya no son niños, Emilia. Son ya hombre y mujer.

-         Ahora son más niños –contestó Emilia.

     Cuando la madre muere, todo hombre se convierte en niño indefenso, pierde la vida de adulto y necesita una canción de cuna para sobrevivir.

     Y don Juan dijo que sí:

-         Iré a Lima. Tengo que decirle algo a Ana, aunque sea en el camposanto. Ella me entenderá.

-         Ella siempre lo ha entendido, niño Juan.

     Emilia estaba haciendo nuevamente de madre. El gobernador se estremeció: “Niño Juan, niña Ana, niño Martín, niña Inés”

-         ¡Cuánto se han querido ustedes...! ¿Por qué el destino no les ha permitido vivir juntos?.

     No era una pregunta de la negra Emilia para poder ser contestada, era un reproche a la vida, a la insensatez, a la soledad del amor.

     Juan pensó que no era el destino sino las leyes, los cargos, las clases sociales, el color, la nobleza, las miles de tonterías que inventan los hombres para ser cada vez menos felices.

     De Panamá a Lima, de Lima a Guayaquil, de Guayaquil a Panamá nuevamente y nunca Ana siguiendo el mismo camino.

-         ¡Tú serás siempre mi mujer –le había prometido Juan de Porres.

     Y Ana sabía que nunca le había mentido. Era la protesta del caballero español contra sus propias leyes, contra su propia vida: “Si no me caso con Ana, no me caso con nadie. Mis hijos serás míos y de Ana, de nadie más. Martín e Inés sabrán siempre que su padre  y su madre se amaron, juntos o en la distancia. Ana ha sido más grande que todas las tierras de la corona juntas, y no he sabido apreciarlo!”.

     Don Juan se convirtió en preguntas, pero Ana ya no estaba para sonreírle, ni para esperarle cada vez que encontraba excusas para ir a verla.

-         Manda a acomodar mis cosas. Mañana mismo parto para Lima.

     La negra Emilia pensó: “Cuánto se han amado, cuánto. Cuánto se han amado sin haber podido disfrutarlo del todo”.

 

  1. NO HAY MILAGROS EN ESTOS CASOS.

 

     No pudiste, Martín, hacer el milagro de salvar a tu madre. ¡Siempre ocurre lo mismo!. Los milagros no salen jamás para favorecerse uno mismo sino para favorecer a los otros. Viste cómo ella se te iba de las manos con una sonrisa blanca en los labios y con un recuerdo para tu padre.

-         Cuando lo veas, Martín, dile que siempre lo amé todo lo que pude.

     Tú ya lo sabías, Martín. Lo sabía el mundo entero. En palacio y en el barrio se sabía. Aunque en el barrio pobre las malas lenguas señalaban a mamá como la mártir de un caballero español, ella nunca se creyó tal. El amor es felicidad, no martirio, a no ser cuando el martirio se sufre por amor. Entonces todo se conjuga y aunque el dolor sea agudo, el amor lo dulcifica.

-         ¿Por qué no la lleva a Panamá?.

-         Mira, la negra, la mujer del gobernador blanco.

-         Y su hijo en un convento, de esclavo, porque ni siquiera le han dado el hábito de hermano lego. En donado lo han dejado.

-         ¿Ya te mandó el sustento el gobernador?.

-         Ni a la mujer ni a los hijos quiere. ¿Por qué no se los llevó a Panamá si allí es él quien manda?.

     Este fue el martirio de tu madre, Martín, aunque ella jamás soltara prenda. El martirio de la lengua envidiosa, el martirio de la murmuración fácil, el martirio de la envidia inquina humana que no se instaura en ninguna clase social, en ninguna raza, ni en color de la piel alguno sino en cualquier corazón corrompido.

-         ¡Qué peso se le habrá quitado de encima a don Juan! –dijeron en palacio cuando Ana murió.

     Mentira. Tu padre, Martín, sintió un desgarro interior, un vacío inmenso, una soledad definitiva. Una mala jugada os había dado la vida a todos. Pero... ¡quién sabe si para bien!.

     El prior del convento te consoló porque te vio desconsolado. Fray Barragán quiso hacerte un chiste para desanublar la tristeza de tus ojos, y el pobre hermano gordinflón no acertó. Hasta los gatos, los perros y los ratones hicieron menos trastadas aquel día. Los pobres de Lima querían darle una limosna, a ti, fray Martín, y sólo pudieron darte lo que tenían: una oración.

     No pasó desapercibida la muerte de tu madre en Lima. Hasta el Virrey te envió recado para expresarte sus condolencias. Tú tenías agarrotado el corazón, pero el seño te consoló aquella noche al ver, vestida de luz, a tu madre, en un cielo incoloro.

 

  1. LA SOBRINA DE FRAY MARTÍN

 

-         En Lima tienes un tío, ¿quisieras conocerlo?.

-         Quiero conocerlo, madre.

-         Te pareces mucho a él. Era revoltoso como tú, cuando pequeño. Vivíamos en Guayaquil., con tu abuelo, y Martín no hacía más que escaparse al campo, espiar a los pájaros, cuidar ardillas. Tan loco era que hasta criaba ratones en jaulas. Los criados de la hacienda le decían que los ratones eran malos, y que transmitían enfermedades, pero tu tío no hacía caso y les daba de comer. Más de una vez faltó queso de la despensa. Cuando los de la casa lo notaban, Martín decía: “Se lo han comido los ratones”. Y era verdad: él se lo había llevado a los ratones para alimentarlos.

-         ¿Eso hacía mi tío?.

-         Y en Guayaquil aprendió muchas cosas. Conocía de plantas medicinales y aprendió a manejar el bisturí para cortar las heridas ponzoñosas y los tumores.

-         ¿Mi tío es galeno?.

-         Casi –dijo Juana de Porres.

-         ¿Y dónde vive ahora? –indagó la niña.

-         En Lima. En el convento del Rosario.

-         ¿Dice misa?. ¿Predica?.

-         Ya lo verás, hija.

     Juana de Porres había quedado sin marido y con una niña. Era joven, elegante y bonita. Había heredado de su padre el paso firme y la gracia en la mirada; había heredado de su madre una delicadeza inocente que a veces parecía timidez.

     Juan logró casarse bien. Un caballero español la hizo esposa y don Juan de Porres los ayudó a triunfar. Pero al caballero español un mal día se lo llevó la muerte y ella quedó sola, y con una niña en Panamá. Don Ju8an de Porres había recibido órdenes de que tomara embarcación hacia España.

-         Perú es mi tierra, hija. En Perú nací y en Perú está lo único que nos queda, tu tío Martín

     Juana tocó la campana de la portería del convento del Rosario de Lima y preguntó por fray Martín.

-         Anda con sus pobres –la informó el hermano portero. Y añadió: -Pero usted se le parece.

-         ¿Y qué hace con los pobres? –preguntó la niña.

-         Les da de comer, les cuida las heridas, les enseña la doctrina cristiana...

-         ¿Entonces, mi tío es bueno?.

-         Pregúntale a la gente de Lima –contestó el hermano portero, y acarició la cabellera de la niña.

-         ¿Y cuida ratones?.

     El hermano portero sonrió:

-         ¿Quién te ha contado eso?.

-         Mamá.

-         Cuando era muchacho tenía esa afición –aclaró Juana.

-         Cuida a los ratones y a los perros y a los gatos y a cuanto animal encuentra.

-         ¿Y lo conoce todo el mundo? –insistió la niña.

-         Desde los barrios bajos hasta el palacio del Virrey.

-         ¿Entonces mi tío es muy importante?.

-         Más de lo que te imaginas –sonrió el hermano portero.

-         Deja de molestar. Mas tarde vendremos –se excusó la madre.

-         ¿Si ustedes quieren pasar?. Nunca se sabe cuando fray Martín aparece y desaparece –dijo el hermano.

-         ¡Aparecí! –gritó martín.

     Levantó en vilo a la niña. Abrazó a su hermana. Dijo:

-         Estas son. No pueden ser otras. Juana y Catalina. Catalina y Juana. Igualita que tú cuando niña. ¿Te acuerdas de Guayaquil?.

-         Tío, ¿es verdad que cuidabas ratones?.

     Fray Martín sonrió. Mimoseó a la niña:

-         ¿Ya te echó el cuento tu madre?.

-         Y también el hermano portero. Me ha dicho que ahora también cuidas ratones. ¿Me los enseñarás?.

-         Te los enseñaré. Vamos, pasen adelante. Que este hermano portero es muy curioso y luego chismea todo lo que oye –y dio una palmada de amistad sobre los hombros del hermano portero.

-         Tío, ¿dónde dejaste a tus pobres?. El hermano portero, que es amigo mío, nos dijo que andabas con tus pobres.

-         Mis pobres ahora sois vosotros.

-         ¿Y qué caridad vas a darnos? –sonrió Juana.

-         Lo que tengo. Besos, muchos besos.

     Y las besó. Luego vino el resto: hablar sobre el padre, sobre mamá, sobre el cuñado muerto...

-         Mi papá está en el cielo, tío. Me lo ha dicho mamá. Y me ha prometido que algún día volveremos a encontrarlo.

-         Sólo si te portas bien ¿eh?. Claro que sí. Yo te ayudaré a que aprendas el camino para ir a donde está papá, y donde está abuelita.

-         ¿Están juntos?

-         Juntos. Riéndose ahora de nosotros. ¡Si vieras cómo nos miran!.

-         ¿Y desde el cielo se ve todo?. ¿Nos ven?.

-         Todito se ve. Lo bueno y lo malo. Así que ya sabes.

-         Vaya, Martín –dijo Juana. Y suspiró.

-         Vaya, Juana –dijo Martín. Y suspiró.

     El mismo se encargó de buscarles acomodo aquella noche.

 

  1. DICEN, DICEN, DICEN...

 

-         Dicen que cuando el terremoto de 1609 fray Martín salvó a muchos de entre los escombros.

-         Dicen que a los pecadores los adivina los pecados antes de cometerlos y los advierte.

-         Dicen que le robó a la muerta a muchos que la muerte ya los había agarrado.

-         Dicen que cuando las fiebres malignas fray martín los curaba sólo poniéndoles las manos o con unos sorbos de agua destilada.

-         Dicen que una mujer que padecía hemorragias le tocó el hábito al pasar a su lado y nunca más se le ha derramado sangre.

-         Dicen que hasta los corregidores, el obispo y el mismísimo Virrey le piden consejos espirituales.

-         Dicen que en el convento, el padre Prior y los frailes lo censuran porque malgasta los alimentos en los pobres.

-         Dicen que no quería ser hermano lego sino simple donado, porque no se consideraba digno de vestir el hábito de los frailes.

-         Eso dicen, pero el padre prior y los hermanos, en Capítulo, decidieron que era más digno y le convencieron para que aceptara ser dominico del todo.

-         Dicen que a fray Luis tenían que cortarle una mano a causa de la gangrena, pero que fray Martín le lavó la herida con agua de hierbas y ahí mismo se le curó.

-         Dicen que no se puede saber de dónde saca tanta comida para repartir entre tanto pobre.

-         Dicen que lo han visto en distintos lugares al mismo tiempo

-         Dicen que hay menos perros sarnosos en Lima desde que fray Martín se hizo amigo de ellos.

-         Dicen que cuando no puede librar a alguien del mal de la muerte lo libra del miedo a ella.

-         Eso es más milagro que librarlo de la misma muerte.

-         Dicen que cuando su sobrina Catalina le anunció que deseaba contraer nupcias, fray martín solicitó para ella una pequeña dote y el Regidor le envió 1.500 pesos y una pieza de tela, el Virrey le envió 2.500 pesos, don Crespo tres cortes de tela, las mujeres que venden frutas en el mercado reunieron para Catalina otros 1.000 pesos, el barbero Utrilla, don Juan de Villareal, el doctor Zúñiga, los pobres del barrio bajo recolectaron enseres para catalina.

-         Tío, ¡esto es demasiado!.

-         ¿Si lo hago con los demás, por qué no voy a hacerlo contigo?.

     Catalina lloró-o. Fray Martín dijo:

-         Si lloras, se te van a desfigurar los ojos, y no va a quererte tu prometido. Vete a casa, que ahora tengo que seguir recolectando para los otros pobres: en la enfermería ya queda poco y la despensa está medio vacía; hasta la carpintería se nos ha derrumbado...

-         Dicen que sanó al arzobispo de México a su paso por Lima, cuando ya todos lo veían muy mal.

-         Y dicen que el señor arzobispo lo llamó a su presencia para darle las gracias, pero fray Martín no apareció.

-         Y dicen que hasta en países donde hay guerra lo han visto curando a los heridos en medio de la batalla.

-         Pero si fray Martín no ha salido del Perú desde que llegó a Lima con su padre, desde Guayaquil...

-         Dicen que lo han visto.

     Cuando a fray Martín le comentaban estos decires, sonreía.