Serie: Los rebeldes de Santo Domingo

El primer rebelde: Domingo de Guzmán

Autor: Adolfo Carreto

          

En Castilla había un castillo. En el castillo, un torreón. En el torreón, una ventana. Tras la ventana, un mundo con sol y sombras, con caminos y largos horizontes, con gentes que vivían a ratos, y morían, a veces sin saber por qué habían vivido.

     Por esa ventana oteaba un muchacho y el mundo penetró por su mirada. Ya no quiso más castillo. Prefirió el camino, el polvo, el agostino sol, el viento de febrero y los carámbanos invernales. Y que alguien le diera, para alimentarse, un mendrugo y un cuenco con leche tibia. 

     Buscando a una doncella, apta para boda real, se encontró con la miseria, la espiritual y la otra. Aposentó su tienda en Francia. En el Languedoc templó su idea. A la sombra de un roble hizo una oración. En el polvo del camino escribió la palabra “veritas –verdad”. Ya no se acordó más de la doncella, ni se ocupó de nupcias reales, ni volvió la vista atrás, hacia palacio, ni pensó que de canónigo podía llegar a obispo, quién sabe si a más... 

    ¡Quién sabe si llamándolos, uno a uno, lo seguirían!. “Hay que dejarlo todo, hay que mendigar”. Esa era la propuesta. Los albigenses ya tenían en su haber fama de sacrificados, y el sacrificio propio es lo que más convence a los sacrificados forzados, a quienes la naturaleza, o las leyes, o las sociedades no les han procurado oportunidades para sonreír.

     “Hay que dejarlo todo; alforjas vacías, manos abiertas para dar y recibir”, era la propuesta. No sabía todavía si uno, dos o doce, castellanos o franceses, hidalgos o simples hombres de a pie, la aceptarían.

     Primero le dijeron ¡para qué tanto despojos?. Tuvo que contestar: para poder estar llenos. Las alforjas vacías siempre están prestas a recibir unas manzanas de los frutales, unjas espigas todavía no secas, o los higos de unas chumberas. Cosas no para almacenar, cosas para el camino. Al llegar a la aldea, las alforjas otra vez vacías enseñarían a las gentes el por qué del despojo voluntario.

     Los albigenses ya lo hacen, dirían en las aldeas, en las ciudades, ¡cuál es la diferencia?. La diferencia es aquella palabra que él les había ido enseñando por los caminos: la verdad, veritas.

     Y uno, dos, y doce, y luego más, y después muchos, entendieron cómo se podía estar lleno sin llevar nada en el bolsillo, cómo se podía dar con entera libertad lo que no se había comprado como propiedad; cómo, en una palabra, para poder estar llenos era necesario despojarse.

     Y uno, dos, y doce, y luego más, y después muchos, le entendieron. Y le siguieron. 

     En aquel tiempo la religión también se defendía con las armas. El papado tenía, además de responsabilidades espirituales, respo9nsabilidades de Estado. A Domingo de Guzmán le interesaban más las cosas del espíritu que las de gobierno.

-         Podrán ser vencidos por las armas, pero las armas no son la victoria última –pensó Domingo. Y cuando le insinuaron si quería formar un ejército para acabar con los albigenses, con los valdenses, dijo que si, pero que sus caballeros llevarían como arma la palabra; no la lanza, no la espada.

Al papa Inocencio III le llegó la noticia.

-         Los albigenses perturban a las gentes, ponen entredicho la autoridad del papado y de otras jerarquías eclesiásticas, niegan la validez de los sacramentos y condenan el culto externo.

     Domingo de Guzmán también sabía la noticia. Se había encontrado con ellos en plazas públicas, había escuchado sus quejas contra los abusos de ciertas autoridades religiosas, y había observado cómo las gentes quedaban encandiladas. Contra las púrpuras de los prelados, los albigenses exhibían sus propios harapos. Contra los rezos litúrgicos, los albigenses predicaban el arrepentimiento interior. Les había oído decir:

-         Las jerarquías eclesiásticas dicen lo que no hacen.

     Inocencio III, el papa, había sentenciado:

-         Guerra contra los albigenses.

     Predicó una cruzada contra ellos. Los enfrentó con las armas. En una de las batallas murió el rey de Aragón, Pedro II. El Papa, cuando se enteró del fallecimiento del rey, preguntó:

-         ¿Era el rey Pedro albigense?.

-         No, su Santidad. Los defendía porque eran sus vasallos.

     Domingo se dio cuenta que ni siquiera las guerras de religión son religiosas, y que los contendientes llevan en las puntas de las espadas diferentes intereses, y que la verdad no puede ser fruto de la violencia.

     En 1224 acabó la guerra. Domingo no presenció el triunfo del papado: había muerto en 1221. Los albigenses fueron sometidos pero Domingo había pensado desde mucho antes que los derrotados seguirían negando la validez de los sacramentos, ridiculizando el culto externo y aceptando, si acaso, la autoridad temporal y política del papa, pero no la espiritual. La batalla definitiva deberían propiciarla sus compañeros de viaje, aquellos que entendieron que se podía estar lleno sin llevar nada en los bolsillos, aquellos que, de dos en dos, recorrían los caminos de Europa predicando la verdad.

    El papado había ganado una batalla, pero los hijos de Domingo sabían que no se había logrado la paz auténtica. 

     Se divulgó la voz:

-         La madre de Domingo soñó que llevaba en el vientre un cachorro con una tea encendida.

-         ¡Mal augurio!.

-         No fue pesadilla. Dicen que el cachorrillo era juguetón y travieso.

-         Cuando una está embarazada, sueña disparates.

-         A veces son profecías.

-         ¿Y qué profecía es esa?.

     Un perrito trotón y travieseo. ¿Y la tea?. Los sueños, ¿son sólo suelos, o son visiones?. Un cachorrillo para jugar..l ¿con qué fuego?.

-         La tea es un símbolo, mujer.

-         ¿Para incendiar al mundo?.

-         ¡Quién sabe!.

     Se comentó muchas veces. Como un perrillo trotón, Domingo se adentraría por los caminos, husmearía las incomprensiones de la gente, comería lo que le tendieran, alargaría la mano, miraría con ojos de perro agradecido, se colaría hasta la presencia de su Santidad...

-         Santo Padre, deseo la legitimación de este proyecto para trabajar por el bien de las personas.

     El Santo padre lo miró. Se dio cuenta que en la mirada llevaba fuego. La guerra contra los albigenses todavía no había terminado.

-         ¿Y con qué lucharán ustedes? –indagó el Pontífice.

-         Con la predicación, santo padre.

-         Ya predican los obispos.

-         Nuestro estilo será otro –dijo Domingo. Y no bajó la mirada de los ojos de su Santidad.

     El Papa no sabía que doña Juana de Aza había soñado, cuando estaba embarazada, que un cachorrillo con una antorcha prendida y sujetada por la boca, quería recorrer el mundo, iluminándolo.

     El santo padre dijo:

-         Prediquen.

     Y desde entonces, el cachorro vio más caminos abiertos y la antorcha se fue prendiendo en más bocas.

     Y nuevamente la mujer dijo:

-         La tea es un símbolo.

-         ¿Para incendiar el mundo?.

-         ¡Quién sabe!.

     Doña Juana de Aza siempre vio a su niño como un perrillo trotón, travieso. El papa también lo vio como un travieso canónigo, que quería suplantar el estatus de los señores obispos. Pero con otro estilo. Por eso el santo Padre dijo:

-         Prediquen. 

     Antes era la iglesia quien educaba. Ahora también, pero menos. Antes, los hombres de ciencia se formaban en los claustros, donde, entre pasillo y aula, entre recodo de escalera y pared abierta, cualquier artista dejaba presencia de Dios. Ahora los corredores de las universidades son ateos, y las aulas han entronizado teorías de “diferentes verdades”. Antes era distinto.

     En las paredes de los conventos, repletas de símbolos en piedra, o repletas de silencio, porque también el silencio es significación, hay escrito todo un código de verdades trascendentes, que el alumno va aprendiendo a descifrar. Ahora,  la luz de fuera entra a borbotones, irrefrenable, con todos sus olores de teorías cambiantes.

     Y en Palencia se juntó el saber del tiempo. Pero también en Palencia se juntaba la picardía de la adolescencia estudiantil, la romanza juvenil junto al romance, la ronde y, a veces, hasta las sinvergüenzuras.

-         Los tiempos cambian –decían los estudiantes.

-         La moral no puede ser tan rígida como comentan los maestros en las aulas –se quejaban los intranquilos.

-         La vida da tiempo para todo: para rezar y para gozar –aseguraban a escondidas de los maestros.

-         ¿Vienes con nosotros, Domingo?.

-         Tengo que estudiar.

-         ¡Nos echamos unos cuencos de vino en el mesón!.

-         Hay gente que pasa hambre.

     Era tiempo de hambre en Palencia. Y, en invierno, frío. Un frío de esos que se cuelan por los poros y se retuerce, ya dentro, entre los huesos. Había también hogares que se habían quedado sin hombres, cautivos por los musulmanes. Había huérfanos. A veces, las estaciones no fluían al compás del tiempo, y las cosechas se helaban, o se secaban, o una tormenta a última hora las echaba a perder.

     Había hambre.

     En las escuelas eclesiásticas se notaba menos, pero en las callejas de Palencia, los mendigos se arrugaban en las esquinas, protegiéndose de un mal viento, pidiendo por caridad.

-         Dicen que en Cuenta el obispo Julián ha vendido todo su patrimonio para socorrer a los hambrientos –le comentaron a Domingo.

-         Y dicen también que como ya no tiene más que darles, él mismo se ha puesto a tejer serones, zurcir albardas y remendar alforjas.

-         Y dicen que no sólo les da limosna a los cristianos, también a los mozárabes, perseguidos por los almohades.

     Domingo se llevó varias veces la mano al estómago: no sentía hambre. En el refectorio servían un plato de primero y otro de segundo, buen vino y frutas. Y Domingo se preguntó:

-         ¿No hay en Palencia nadie como el obispo Julián?.

-         Nadie.

-         ¿Ni clérigo ni señor feudal?.

-         Nadie.

     La celda de Domingo era confortable: libros encuadernados en cuero, pergaminos envueltos, ropas y utensilios personales. Envolvió todo. Salió a la calle. Tres mendigos le tendieron la mano. Pensó darles un libro pero... ¿para qué?. Lo que contenía el libro, así fuera un comentario sobre las enseñanzas de la patrística, no les llegaría jamás al estómago. Todo lo más que pudo decirles, fue:

-         Esperen. Ya vuelvo.

     Torció a la izquierda, camino de la casa de empeño, propiedad de un judío converso. Aceptaba cuanto le llevaran: libros, ropas, lanzas, maderas talladas, lienzos, capas usadas... Los libros, en aquellos tiempos, eran joyas valiosas. Venderlos era prácticamente renunciar a volver a tenerlos. Eran manuscritos. Por lo mismo, escaseaban. Sólo los conventos y algún afortunado podían adquirirlos. Domingo los tenía en propiedad, lujo que muy escasos estudiajtes podían permitirse.

     El judío los ojeó. Dijo:

-         ¿Se cansó de estudiar, joven?.

-         Hay mucha hambre por las calles, señor.

-         Y qué quiere, ¿alimentar a todos?.

-         Alimentar a los que pueda.

-         A quién tu alimentes hoy, mañana no hará quien lo alimente –sentenció el judío.

-         Puede, pero será un día menos de hambre.

     Domingo dejó sus libros y sus enseres, tomó las monedas y comenzó a repartir limosna. Vio cómo los ojos de los mendigos adoptaban nueva luz. Vio cómo la madre dejó escapar una lágrima caliente sobre el rostro del pequeño ansioso. Vio cómo los rapaces se inyectaban de fuerza para ir a la tienda a comprar.

-         ¡Está loco! –dijeron algunos compañeros.

-         Con ese dinero podíamos haber gozado de veinte mozas –dijeron otros.

     Y otros dijeron:

-         Ya no tendremos libros que nos preste para alimentarnos de las verdades sagradas.

     Le oyeron solamente este comentario:

-         No quiero estudiar sobre pieles muertas mientras los hombres mueren de hambre. 

     Los mendigos seguían tendiéndole la mano. Las madres continuaban mostrándole a los niños de pecho, huérfanos de pecho. Los muchachos no encontraban trabajo en las caballerizas de los señores porque éstos andaban tras el moro en tierra de moros.

     Las campanas de las iglesias de Palencia tocaban a “horas”. El hambre se amontonaba a las puertas de los templos, solicitando una limosnitas por el amor de Dios.

     Domingo no quiere salir a la calle: ya no tiene nada que ofrecer. Pero sale. Una mujer se le cuelga al brazo:

-         Mi hermano ha caído en manos de los sarracenos, mi hermano ha caído en manos de los sarracenos...

-         ¿Cautivo?.

-         Cautibvo.

-         ¿Y qué piden por él?.

-         Rescate. Con el hambre se nos ha acabado todo. Piedad, piedad...

     Domingo se toca los bolsillos, pero no hay milagro de monedas dentro. Los haberes de sus libros y enseres se han agotado: “una persona no puede remediar el hambre de todo un pueblo”, como le había dicho el judío.

-         Pero una persona puede remediar la vida de otra persona –dijo Domingo diciéndoselo a si mismo.

     Y se puso en venta: se convirtió en esclavo con el fin de rescatar al prisionero.

     Pero nadie largó monedas por él. 

     Treinta caballeros llevaba en el séquito el obispo Diego. Una recua de mulos transportaban viandas y otros enseres. Los atuendos de los caballeros eran de malla y capa larga. El obispo Diego se vestía con los ornatos de su investidura jerárquica, Domingo con los hábitos de canónico.

     Diego le dijo:

-         Domingo, por estas tierras los albigenses tienen poder.

     Domingo calló. Se habían topado en varias aldeas con albigenses y habían observado cómo las gentes los apreciaban. También se había dado cuenta de que las gentes, aunque fingían inclinaciones al paso del séquito obispal, no los miraban con buenos ojos.

     El obispo Diego insistió:

-         Domingo, nuestra Iglesia está perdiendo la partida por estos lares.

     Domingo dijo:

-         ¿Se ha fijado cómo nos mira la gente?.

-         Nos reverencian.

-         Fingen reverenciarnos, pero en sus miradas hay odio.

-         ¿Y por qué nos odian?.

     Domingo extendió la mano, alargó la mirada, torció la rienda del caballo, se puso a un lado de la calzada, dijo al obispo que hiciera lo mismo, pasó toda la comitiva, respondió:

-         Por esto, señor obispo.

     Don Diego comprendió. Los albigenses no solamente predicaban pobreza, sino también simulaban pobreza individual. Con frecuencia vestían de harapos. La gente de las aldeas no les negaban una taza de caldo, ni un mendrugo d pan, porque los veían indigentes. Decía la gente de los burgos que los albigenses se parecían más a nuestro Señor que los obispos y predicadores jerárquicos:

-         Son pobres –decía la gente.

-         El único poder que tienen es la palabra –insistían.

-         No tienen lugar fijo donde reclinar la cabeza –se compadecían.

-         Y mira cómo vienen los jerarcas, con sus comitivas, sus mulos cargados de viandas, sus capas y sus caballeros en son de ataque.

     El obispo Diego meneó la cabeza. Dijo:

-         Nos ganan en credibilidad.

-         Nos ganan –corroboró Domingo.

     Desde aquel día el obispo de Osma decidió reducir al máximo la comitiva.

     Al finalizar el camino, ya en la posada, y antes de tenderse en los camastros, el obispo Diego y Domingo se juntaron para rezar. Domingo abrió el Evangelio de San mateo. Leyó: “Id proclamando que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, lipiad leprosos, expulsad demonios: De gracia lo recibisteis, dadlo de gracia. No toméis oro, ni plata, ni cobre en vuestras fajas, ni alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón, porque el obrero merece su sustento”.

     Cerró el libro. Mientras ambos meditaban, relincharon, en las cuadras, los caballos de la comitiva obispal. 

     Cuentan las historias que aquella noche Domingo no podía descansar. Dicen igualmente que el hospedero se asomó veinte veces por la puerta de la posada, que contó una y otra vez los caballos de la comitiva, que riñó cinco veces con cinco caballeros porque exigían más heno para los caballos, que se enfadó otras tantas porque pedían más alradas para que los mulos pudiera abrevar. Cuentan que el cantinero iba de un lugar a otro con un candil, iluminando sombras nocturnas y espantando no sé qué espíritus malignos que se metían entre las patas de los caballos y los hacían cocear.

     Domingo bajó del aposento, se apoyó en el dintel de la puerta y esperó a que el hospedero iluminara la estancia con la luz del candil.

-         ¿No descansa vuestra señoría? –preguntó el hospedero.

     Domingo captó el tono. La palabra “señoría”  había sido pronunciada por el hospedero con retardo.

-         No puedo dormir mientras haya gente que cree en las enseñanzas de los albigenses –contestó Domingo.

     El hospedero colgó el candil de un clavo mientras decía:

-         Yo creo en la doctrina de los albigenses.

     Ambos se sentaron y comenzaron a discutir. Domingo fue aceptando muchos reproches, diciéndole que era peligroso confundir las costumbres de algunos hombres de la iglesia con las enseñanzas de la verdad. Le dijo que no era oro todo lo que relucía en la predicación de los herejes, y que si en algunas cosas tenían razón, fallaban en lo fundamental.

-         ¿Y cual es lo fundamental? –desafió el hospedero.

-         El amor.

     Domingo lo dijo de forma tal que el hombre tardó en reaccionar. Luego reaccionó. Hablaron sobre la verdad de los Evangelios y sobre los falsos evangelizadores, que en todo tiempo han sido. Hablaron de los sacramentos, los cuales eran negados por los albigenses, y cómo los sacramentos eran fruto del amor de Dios a los hombres. Hablaron de que los desmanes de algunos clérigos....

-         De muchos, de muchos –insistía el hospedero.

-         ... de muchos clérigos –aceptó domingo- no eran los desmanes de la iglesia.

   La noche fue pasando entre discusión y lectura del Evangelio de San Mateo.

     Aseguran los cronistas que el hospedero terminó aceptando los razonamientos de Domingo y solicitó perdón. Y dicen que Domingo también amaneció “convertido”, y aseguran que aquella mañana, antes de subir al caballo para proseguir camino, abrió el Evangelio de San mateo y leyó: “Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego... El os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga”. 

     Los cumanos viven allá, lejos. Vienen desde Siberia y se adentran hasta el Danubio. Vienen en son de guerra. Hay temor en los pueblos europeos cuando se corre la voz:

-         Parece que andan cerca los cumanos.

     Son paganos. Pero son mucho más: son sanguinarios. Hungría sabe mucho de sus ataques y las noticias llegadas desde allí dicen que los cumanos se ensañan sobre todo en los cristianos.

     -Sólo pueden ser malos quienes no han recibido el mensaje de amor y pan –han oído decir a Domingo     Y le han oído decir también:

-         Quiero ir a evangelizar a los cumanos.

-         Es ir a la muerte –le han asegurado.

    El ha respondido que a la muerte segura va cualquier evangelizador, que el predicador de la verdad no puede ir protegido por la fuerza de las armas, que si Jesús hubiese sido rey, como pretendían, su Padre hubiese enviado ejércitos celestiales para hacerle frente al imperio. Ha dicho a los suyos que Jesús conocía que existía la cruz como tormento antes de que lo atormentaran, y que sabía que existía la injuria antes de que lo injuriaran.

-         Hay que ser precavidos, padre Domingo.

-         Hay que ser evangelizadores.

     La muerte lo agarró demasiado pronto. Cincuenta años no obstante fueron suficientes para hacer lo que hizo. Pero no le dio tiempo para ir a los cumanos. El título de martirio, con el que alguna vez soñó, se quedó en título de confesor de la fe. Y todo buen confesor de la fe, en última instancia, es un mártir. 

     En Segovia hay un acueducto que hicieron los romanos para que la ciudad no se quedara sin agua. En Segovia hay unas murallas almenadas porque Segovia es ciudad guerrera, y dentro de ella los hombres se preparan para las batallas y desde las almenas otean el horizonte por ver si el invasor llega.

     En Segovia dice la gente:

-         Ha llegado un predicador que predica en nuestra lengua. No lo hace en latín, como los otros.

     La gente de Segovia teme al hambre. Domingo habla de Dios en sus sermones y habla también de la lluvia:

-         El Señor les dará agua en abundancia –dice-. Y continuó hablando de las bondades de Jesús de Nazaret para con los pobres.

     El cielo comenó a oscurecer, a pesar de ser medio día. Las nubes se fueron apoderando de la ciudad y las primeras gotas refrescaron el espíritu de los segovianos. Alguien dijo:

-         ¡Qué bien entiende el tiempo este predicador!.

     Otro dijo:

-         Es un milagro.

     El aguacero arrecia. El sermón termina. La gente se va a sus casas, penden los candiles. Comentan:

-         ¿Será un milagro?.

     Y están contentos. 

     En Segovia, además de muralas, ríos que se cruzan, temple guerrero, sequía, acueducto romano y nobles engreídos, hay también una cueva. Se encuentra cerca del río Eresma y se abre en plena roca viva.

     En Segovia, por las noches, hay jaleo en las tabernas, y los caballeros, cuando no andan en busca del moro, beben vino y hacen juergas. Por las noches, en Segovia, Domingo ha encontrado la cueva y se va allí a vigilar.

     Domingo es un hombre del mundo. El retiro eremitano no le va. Su proyecto es para que los frailes se mezclen con las personas. Domingo no es hombre de rocas solitarias, ni asiduo a tratar con animales salvajes. Pero en Segovia hay una cueva abierta en roca viva y Domingo, por la noche, se refugia en ella. Hace oración. Flagela sus carnes. Un cilicio le acompaña siempre. A fray Buenaventura le recorrió un escalofrío por el cuerpo cuando, al quitarle el hábito una vez ya muerto, para amortajarlo, vio cómo las púas del cilicio se hincaban en las carnes de Domingo.

     En Segovia, todavía hoy, hay un acueducto romano y, todavía hoy, hay una cueva. 

     Para que no haya guerras, porque los hombres atiendan más a los llamados de Dios que a los intereses de los hidalgos, para que los campos den frutos, y se alejen las pestes y la disentería no haga estragos en los cuerpos de los niños y los guerreros no dejen viudas y huérfanos. Para que en los conventos haya sosiego, en las casas de los poderosos haya misericordia, en las casas de los humildes haya paz y en la ciudad entera haya reposo. Para que la alegría no se aparte de los jóvenes y las sombras no se apoderen de los ancianos. Para que los mozos oigan el llamado de Dios más que el llamado de las armas. Para que la orden se extienda por todos los rincones del orbe y los frailes y monjas lleven en sus cuerpos el atuendo de la verdad...

     ... había rezado aquella noche Domingo. 

     Huele mal en Bolonia en estos días de agosto. En el foso se han estancado las aguas y las del río Aposa están quietas, sin corriente. Hace calor y huele mal. Por la ventana del convento se cuela la atmósfera podrida. Los frailes no se había percatado. Sólo ahora, cuando Domingo está encendido en fiebre, cuando el hábito raído se le pega a las carnes empolvadas de tantos caminos, los frailes se dan cuenta de que por las ventanas del convento entra esa atmósfera enrarecida y nauseabunda.

-         Esto no puede hacerle nada bien –dicen.

-         Enviemos a un hermano para que los benedictinos de Santa María in Monte nos acepten a Domingo por unos días.

     Los benedictinos dijeron que si. Santa María estaba en el monte y allí el aire sabía defenderse de la contaminación del agua estancada del foso y del agua quieta del río.

     Y lo llevaron en andas. 

-         Me muero –les había dicho Domingo.

     El aire semifresco de la colina no había sido lo suficientemente milagroso.

-         se muere –dijeron los frailes, y derramaron lágrimas.

     El les dice:

-         No lloréis. Os seré más útil y provechoso después de la muerte que lo fui en vida.

     Los hermanos benedictinos cantan gregoriano en el coro por la salud de Domingo.

-         Si se muere aquí, su cuerpo nos pertenece –han dicho-. Lo enterraremos en nuestra iglesia.

     Se ha corrido el rumor. Los frailes dominicos se lo sisean unos a otros: “Si muera aquí no nos lo dejarán llevar”.

-         ¿Qué siseo es ese? –pregunta Domingo.

     Hay recelo en las miradas. Domingo insiste:

-         ¿Cuál es el secreto?.

     Fray Buenaventura se inclina y le confiesa:

-         Estamos inquietos, Domingo. Los benedictinos dicen que si mueres aquí, aquí te enterrarán.

-         No permita Dios que yo sea enterrado en otra parte que bajo los pies de mis frailes. ¡Llevadme fuera, aunque muera en el camino, para que podáis enterrarme en vuestra iglesia!.

     El corazón de fray Buenaventura se ensanchó y Domingo hizo ademán con los bvrazos para que se apuraran. 

     Lo subieron sobre una parihuelas y fueron bajando la colina. El silencio eran tan sofocante como el calor de aquel seis de agosto bolonés. Algunos frailes rezaban y prendía la mirada en el suelo. Otros se atrevían a escuchar el respirar casi imperceptible de Domingo.

-         No respira –se atreve  a comentar uno.

-         Todavía respira –le contestan.

     Han bajado de los hombros las parihuelas y le han visto los ojos cerrados.

-         Está rezando –vuelven a susurrar.

     Fray Buenaventura se tropezó al cruzarse con una rama seca y todos sintieron un vuelco dentro. Fray Buenaventura hizo señas y se apuraron para llegar rápido al convento. 

     Dicen los testigos que no se notó un rasgo de dolor en su rostro. Dicen que la mirada, abierta hasta el último momento, desprendía una llama de paz y una sonrisa de descanso. ¿Sería la llama que vio Juana de Aza, cuando todavía lo llevaba en el vientre?. Dicen que se confesó ante todos los sacerdotes, y dicen que los confesores no hallaron en él culpa. Dicen que sí le confesó a fray Buenaventura un remordimiento:

-         Fray Buenaventura, no hice bien en decir a los frailes que en toda mi vida jamás mancillé la virginidad.

     Dicen que en sus recomendaciones finales les había hablado de conservarse libres en la pobreza porque las posesiones atan a las personas y no las dejan en libertad. Les había hablado del amor que se deben los unos a los otros, como hermanos que son, y del amor que deben, incluso, a los enemigos. Les había hablado de las mujeres.

-         Sean cautos, sobre todo con las jóvenes. No que no las traten, no, sino que no se afanen por ellas. ¡Es tan agradable hablar con las jóvenes!. Por eso sed cautos en el trato.

     Dicen que les habló una y mil veces de Dios, y hablándoles de Dios se fue a estar eternamente con El.

     Y murió en su propia casa. Las campanas de Santa María in Monte doblaron a luto cuando los benedictinos se enteraron de la muerte de Domingo, el castellano.

     Toda Bolonia se encaminó al convento de los dominicos. En toda Bolonia se sabía ya que había muerto un santo.