Serie: El profeta

Te habla Jeremías II, profeta

Autor: Adolfo Carreto

          

¡AY DE TI, JOAQUÍN!.


¿Quién te has creído que eres, Joaquín? No eres más que un rey impuesto por el asesino de tu padre y carcelero de tu hermano. ¿Cómo les posible, Joaquín, que te inclines ante los dictados de un asesino extranjero y traiciones a tu sangre?. ¿Hasta dónde puede degradarse un hijo de Judá, de sangre real?. Compraste tu puesto en el trono con la plata y el oro del pueblo para dárselo a ese faraón Necao, asesino y pagano. ¿No ves que defiende a los asirios, que tantas tropelías han cometido contra nuestro pueblo?. Pero Asiria caerá, palabra de Yahvé, y Babilonia le dará su merecido.

Y ahora vendrá sobre ti y tus ejércitos el rey Nabucodonosor. Te arrasará. Te someterá. Yahvé mandará sobre ti bandas de guerreros caldeos, arameos, moabitas y amonitas. Y todos arruinán al país porque tú, nuestro rey, estás gobernando con precio de sangre comprada.


CONTRA JEREMIAS

En Jerusalén, los antiguos seguidores de Manases y de Amón, había vuelto a respirar. También los negociantes, los usureros, los fabricantes de ídolos, los jueces que cobraban por impartir justicia convirtiendo en injustos sus dictámenes, los que manejaban el negocio de la prostitución y las mujeres que buscaban un buen partido a costa de su honor. Todos ellos se encargaron de gritar por la calle:

- Este profeta, este tal jeremías, es puro viento.

- Profeta falso.

- Jeremías no quiere a nuestro rey y lo maldice.

- No quiere a nuestro pueblo y lo aconseja en falso.

- Subleva al pueblo contra la autoridad.


Se encaminaron al pacio. Cuchichearon al rey:

- Jeremías anda diciendo: en este pueblo todos, desde el rey hasta lo más bajo, son una cuerda de adúlteros, pandilla de traidores, estiran su lengua como un arco; es la mentira y no la verdad lo que prevalece en esta país. Sí, van de crimen en crimen; no hay confianza ni entre hermanos: el más joven trama suplantar al mayor.

- ¿Eso dice Jeremías? –se inquietó el rey.

- Eso ha dicho. Por ti, nuestro rey y señor, por ti lo dice.

- Yo no atenté contra mi hermano –tiembla en rey.

- Lo sabemos, señor...; pero como el faraón le quitó el trono a Joacaz para dártelo a ti...

- ¡Fueron cosas del faraón! –gritó el rey Joaquín.

- Jeremías dice que fue también componenda tuya. Y no es eso todo, mi rey; dice que somos un pueblo que nos hemos olvidado de Yahvé volviendo nuestro rostro hacia Balaan y Molok; dice que rechazamos a los profetas auténticos y que tu te adornas los oídos con los oráculos de los profetas falsos; dice que te has vuelto peor que Manases y que el templo se ha convertido en cueva de ladrones; dice que la injusticia es tu norma y que desprecias al pobre y a la viuda, y que dictas sentencia a favor de los tuyos y de tus intereses; dice que tu poder es corrupto.

- ¿Todo eso dice Jeremías?.

- Ahora está en la plaza, gritando. Puedes escucharlo.

El rey Joaquín se acercó a la ventana que daba a la plaza. No sacó del todo la cabeza, pero aguzó el oído. Le dijo a un lacayo:

- ¿Qué hay fuera?.

- Gente arremolinada en torno a Jeremías, señor.

- ¡Dejazme escuchar!.


Los sirvientes y lacayos se echaron hacia atrás. El rey acercó el oído a un lado de la ventana. Jeremías dirigió la mirada hacia el palacio. Alzó la voz. Gritó:

- ¡Familia real!. ¡Oigan lo que les dice Yahvé!: Hagan justicia correctamente, cada día; libren al oprimido de las manos de sus opresores, de lo contrario mi cólera va a estallar como un incendio y no va a haber nadie para apagarlo.

Jeremías se detuvo un momento. Indicó a sus oyentes, con el dedo firme, la ventana del palacio por la que penetraba su voz hasta el oido del rey. Gritó más fuerte:

- ¡Escucha, rey Joaquín!. ¡Escucha esta palabra que para ti me dicta Yahvé!. ¡Pobre de ti que estás construyendo tu casa con cosas robadas al pueblo, edificando los pisos de tu palacio sobre injusticias!. ¡Pobre de ti que te aprovechas del trabajador y lo obligas a edificarte tus mansiones sin pagarle su salario!. ¡Pobre de ti que no piensas más que en tu interés y en derramar sangre y en mantener la opresión y la violencia!. ¡Este es tu sistema político!. ¡Eso es lo que te gusta!. ¿Qué tipo de rey eres, Joaquín?.

El rey apretó los puños y se retiró de la ventana. Le siguieron sus aduladores. Se encaminó hacia su recámara. Solicitó que lo dejaran solo. Los lacayos le dijeron:

- ¿Apresamos a Jeremías?.

El rey los miró uno a uno. Les lanzó un gesto de desprecio. A la par que cerraba la puerta de la alcoba, les dijo:

- Déjenlo con sus charlatanerías. Total, nadie lo cree. ¡Ya le llegará su hora!.

Los lacayos del rey interpretaron aquellas palabras como una amenaza contra el profeta. Y se frotaron las manos.


PARA PREDICAR... CONOCER

Desde jovencito, Jeremías conocía todos los recovecos de las calles de Jerusalén. Sabía distinguir entre la sonrisa malsana y la ansiosa de las gentes. Podía leer en sus ojos los odios ocultos, las avaricias escondidas. Había oído miles de cuentos. Había escuchado los chismes de los pobres. Había visto cómo unos medraban y cómo otros se empobrecía cada vez más.

No se explicaba cómo gentes sin ocupación fija aumentaban sus caudales y cómo sus mujeres e hijas exhibían diariamente atuendos sofisticados y perfumes traídos de lugares remotos. Tampoco cómo el derroche podía hacerse tan alegremente, mientras los menesterosos se sentaban al borde de los estercoleros y de los vertederos de desechos para hurgar y conseguir con qué trapo vestirse o qué manjar no terminado en los suntuosos banquetes podían llevarse a la boca..

Jeremías deambulaba por los barrios pobres, seguía el caminar incierto de los maltrechos por la fortuna, espiaba sus necesidades, comprobaba cómo entre ellos mismos se peleaban, disputándose los desperdicios.

Luego, Jeremías observaba a los trabajadores, sudados de sol a sol, con rostros descompuestos y miradas irritadas. Después contemplaba a las mujeres que realizaban menesteres para otras mujeres; notaba en sus miradas la envidia ante la presunción de la señora; igualmente chequeaba los rostros de los niños, unos rellenos y sonrosados, otros descoloridos, con mirada caída.

Jeremías elevaba los ojos al cielo, concentraba su pensamiento en Yahvé y percibía el oráculo:

- Sus crímenes y pecados alteraron el orden de estas cosas, privándoles a ustedes de estos bienes. En mi pueblo hay malhechores que colocan trampas como para atrapar pájaros, pero cazan hombres. Sus moradas están repletas con el botín de sus saqueos, como una jaula llena de pájaros. Así han llegado a ser importantes y ricos, y se ven gordos y macizos. Incluso han sobrepasado la medida del mal,, puesto que han obrado injustamente, no respetando el derecho de los huérfanos a ser felices. Los profetas anuncian mentiras, los sacerdotes buscan el dinero, y todo esto le gusta a mi pueblo. ¿Podré dejarlo pasar por alto sin castigo?.


A LA ENTRADA DEL TEMPLO

Era la hora de la oración. Las puertas del templo permanecían de par en par, para que cada quién pudiera llegar a la casa de Yahvé con sus penas interiores y también con sus alegrías, si las había.

Había, efectivamente, quien daba gloria a Yahvé por el aumento desproporcionado de sus riquezas; había quien lloraba ante el rostro oculto de Yahvé porque el borrico, que le ayudaba a acarrear el agua para ganarse el sustento, se había quebrado una pata; había quien le honraba porque el huérfano conseguido le realizaba el trabajo de todo un hombre, conformándose con el pago de una comida liviana; y había huérfanos que suplicaban un padre y una madre para reposar sobre su regazo el sueño del agotamiento. Miles de oraciones se pronunciaban corazón adentro en el templo de Yahvé.

Jeremías se ubicaba junto a las escalinatas. Observaba el pensamiento de quienes ascendían peldaño a peldaño. Pensaba que en el templo se colaban demasiadas oraciones falsas y que el rostro de Yahvé tendría necesariamente que taparse la mirada para no conocer la falsificación de las súplicas.

- ¿Qué oración vas a pronunciar tú, que utilizas al huérfano como si fuera un animal de carga?. Y tú, ¿qué súplica vas a ofrecer al Todopoderoso si te has enriquecido con el sudor del pobre?. ¿No veis que vuestro corazón está podrido y en vez de subir hasta el trono del Señor olor a incienso lo que asciende es hedor a estercolero?.

Pero no le hacían caso. Continuaban penetrando en el Santuario con su fardo de oraciones adormecedoras. Algunos le miraban de soslayo. Jeremías notaba odio en las miradas. Otros le increpaban:

- ¿Por qué no te callas de una vez, profeta falso?.

Los más atrevidos le acosaban:

Nuestra paciencia tiene un término, Jeremías. ¡Ándate con cuidado!.

Pero la voz del profeta salía inalterable. Se colaba por la puerta del templo:

- Escuchen, hombres de Judá, que entran por esta puerta a adorar a Yahvé. No manchen este lugar con sangre de gente asesinada. Dejen de oprimir al extranjero, al huérfano y a la viuda. Mejoren su proceder y sus obras. Hagan justicia. No roben. No ofrezcan sacrificios a dioses que no son de ustedes. Si practican esto que les digo, entonces sí me quedaré con ustedes en este lugar. Pero si no lo practican, no quieran engañarme con holocaustos y sacrificios pagadas con moneda robada. Yo solamente seré su Dios si ustedes de verdad quieren ser mi pueblo. Y para ser mi pueblo tienen que practicar cuanto les he dicho y cuanto seguiré diciendo por boca de los profetas. Entrar al templo no tiene valor si no se entra con corazón puro. No digáis: aquí está el Templo de Yahvé y nosotros acudimos a su Templo. No quiero que vengáis a mi casa con el corazón manchado. Quedas fuera, con vuestras oraciones falsas, que yo, Yahvé, no las escucharé.


JUICIO CONTRA JEREMIAS

Se rumoreaba por las calles de Jerusalén que había intrigas en palacio con el fin de acabar con jeremías. Ni siquiera el pueblo lo veía con buenos ojos. El profeta había predicho que Judá no sería libre y que Nabucodonosor era el rey elegido por Yahvé para castigar los desmanes del pueblo. Las acusaciones contra jeremías arreciaron:

- Ahora nos ordena, en nombre de Yahvé, someternos a un rey extranjero.

- Eso es lo que siempre hicieron los profetas falsos.

- Si nosotros somos el pueblo elegido, ¿por qué dice ahora que nuestro Dios nos ordena someternos a Nabucodonosor?.

- ¿No es, acaso, fuerte el brazo de Yahvé para derribar a nuestros enemigos?.

Los amigos de jeremías le aconsejaron:

- Andan tramando contra ti porque dicen que te has metido en política y convences al pueblo para que no se rebele contra el rey babilonio.

- Yo sé que eso comentan –les respondió Jeremías-; pero no dicen por qué lo digo. Y lo digo porque este pueblo ha alejado su corazón de los mandatos de Yahvé y está adorando a dioses extraños. ¿No se ha convertido este pueblo en extranjero en su propia patria?. Lo digo porque han degradado el Templo de nuestro Dios y lo han convertido en cueva de ladrones. ¿No usan sus sacerdotes los sacrificios rituales para cobrar el precio de los animales sacrificados?. Lo digo porque no se practica la justicia, y donde no llega ésta el corazón se ha tornado ateo. Pero eso se lo callan en las acusaciones que contra mí levantan.

Sus amigos insistieron:

- Escóndete, Jeremías: ¡planifican para matarte!.

- La vida y la muerte de un profeta está en manos de Dios –respondió Jeremías.

Salió de la casa. Se dirigió al templo. Se detuvo en el patio de la casa de Yahvé. Gritó:

- Escuchen, duros de corazón, esta palabra de Yahvé: ustedes no me hacen caso ni andan según mi Ley. Y si ustedes persisten en no escuchar a los profetas, trataré a este templo como traté al de Siló, destruyéndolo. Y la ciudad será reducida a la nada.

Los sacerdotes, los profetas del Templo y demás autoridades religiosas dictaron sentencia contra Jeremías:

- ¡Estás detenido detenido!. ¡Eres reo de muerte!

- ¿Cómo te atreves a profetizar, usando en vano el nombre de Yahvé, que su templo será destruido?.

- Sí. Mereces la pena de muerte. ¡Has profetizado maldiciendo a nuestra ciudad!.

- Defiéndete si puedes.

Jeremías no tenía más pruebas que darles que las de su propia conducta, cómo administraban el templo y cómo dirigían la ciudad. Agachó la mirada ante los sacerdotes y ante los falsos profetas, que eran quienes más insistían en su condena. Creyeron que Jeremías tenía miedo. Les dijo:

- Hagan de mi lo que les plazca. Estoy en sus manos. Pero la palabra que sale de mi boca es la que Yahvé me dicta. Y si ustedes me matan, cargarán con sangre inocente, la cual caerá sobre sus cabezas, sobre la ciudad y sobre los vecinos.

- ¿Lo ven?. ¡Todavía nos amenaza!.

- Pues que caiga su sobre sobre nosotros, si es inocente.

Alguien intentó poner orden. Fuera del templo las gentes que seguían los dictados de Jeremías se arremolinaban. Gritaban su inocencia. Uno de los del tribunal se levantó y dijo:

- Un momento, sacerdotes y profetas de Judá. ¿Escucháis al pueblo fuera?. Dicen que este hombre no merece la muerte; dicen que ha hablado en nombre del Señor, nuestro Dios, dicen...

- ¿Puede hablar en nombre de nuestro Dios quien profetiza contra su templo?.

- Es palabra de profeta la cual grita lo que Yahvé ordena.

- ¡Es palabra falsa de profeta falso! –atajó un falso profeta.

Y el sacerdote que había salido en defensa de jeremías, insistió:

- El pueblo todavía recuerda la muerte del profeta Urías, cuando el rey Joaquín lo mandó traer del exilio de Egipto, donde se había refugiado, y ordenó ajusticiarlo, arrojando su cadáver en una sepultura común. El pueblo no quiere la muerte de los profetas.

Discutieron más. Algunos otros se ubicaron del lado de Jeremías. Por fin decidieron no condenarlo a muerte. Pero Jeremías continuó hablando de la suerte dictada por Yahvé contra todos los que no respetaban sus mandatos.