Serie: El profeta

Te habla Jeremías III, profeta

Autor: Adolfo Carreto

          

Ya se encuentra Sedecías en el trono de Judá, luego de un breve reinado de tres meses de Jeconías. Jeconías se encontraba en el exilio, acompañando a muchos de sus ministros y allegados, y forzados por Nabucodonosor. Los habitantes de Judá han buscado a los culpables de cuantos males los acechan y han dicho que éstos son los son israelitas que yacen en el cautiverio, cuando la deportación del año 597. Nabucodonosor se vengó de los judeos deportando a Babilonia a buena cantidad de ellos, incluido el rey Jeconías.

- Los desterrados no son el verdadero pueblo de Dios –proclamaban por las calles los habitantes de Jerusalén y de toda Judea.

- Los desterrados se han hecho incrédulos e impíos; por eso Yahvé los separó de su pueblo. Son ellos quienes nos traen los males –gritaban.

Jeremías comprobó cómo la lección del destierro no había surtido efecto en los habitantes de Judá. Les dijo:

- ¿Por qué buscáis culpas si la culpa está en vuestros corazones?. No sois vosotros mejores que ellos. Es más, hasta a ellos los consideraré buenos –palabra de Yahvé-, los miraré con benevolencia y los traeré otra vez a su casa; ellos serán mi pueblo y yo su Dios si retornan a mi de todo corazón. Y para vosotros enviaré espada, hambre y peste si no os convertís. Porque vuelvo y repito: Nabucodonosor continúa siendo el verdugo de Dios, el rey extranjero que Yahvé ha utilizado para castigar vuestra dureza de corazón.


JEREMIAS DESERTOR

Fue en su propio pueblo, en Anatot:

- Ha llegado Jeremías, el hijo del sacerdote –comentaron.

- ¿Qué hace en nuestro pueblo un profeta falso que se ha equivocado cuando profetizó a favor de Nabucodonosor y ahora vuelve apostando en su favor?.

- Jeremías es un desertor de nuestro Pueblo.

- No le permiten entrar en el tempo donde oró su padre, el sacerdote.

- ¡Detengámosle y metámoslo en prisión!.

Y lo apresaron. Y lo condujeron ante el tribunal de Anatot:

- ¿Por qué te pasaste a los caldeos, Jeremías?.

- Mentira. No me he pasado a los caldeos.


No lo creyeron. Le hicieron azotar. Lo encarcelaron en casa del escribano Jonatán. En el calabozo del sótano paso mucho tiempo, hasta que lo llevaron a presencia de Sedecías, rey.

- Jeremías, entre tu y yo, y habiendo secreto entre ambos: ¿tienes algún oráculo del Señor?.

- Lo tengo, mi rey.

- Bueno o malo.

- Malo, mi rey.

- Deseo saberlo.

- Si te lo confío, mi rey, terminarás matándome. ¡Mira cómo me han tratado los de mi propio pueblo, encerrándome en su calabozo!.

- ¡Quiero saberlo! –insistió el rey.

Jeremías respiró profundo. Apartó su mirada de la del rey. Dijo:

- Yahvé, nuestro Dios, dice: Serás entregado en manos del rey de Babilonia.

El rey torció los labios, apretó los puños, meneó la cabeza, dio varias zancadas por la estancia, dijo:

- ¿No se trataré de un oráculo falso, Jeremías?.

- No lo es, mi señor.


Jeremías contempló la desilusión en los ojos del rey. Temió por su propia vida. Suplicó a Sedecías:

- ¿Qué delito he cometido contra ti o tus ministros, o contra este pueblo para que me encierren en la mazmorra?. Acoge mi súplica, rey de Judá; te ruego que no me conduzcan nuevamente a casa de Jonatán, en Anatot, no sea que me maten.

El rey sintió compasión de Jeremías. Lo miró, postrado ante él, demacrado por tantos días de calabozo y por tantos azotes sobre su cuerpo. Y le dijo:

- No temas, Jeremías.

Luego ordenó a sus guardias que lo custodiasen en el patio del palacio para que nadie se atreviera contra él, y que le diesen de comer una hogaza de pan al día, mientras hubiese para en la ciudad.

Pero Jeremías no recobró entonces su libertad.


LA CAIDA DE JERUSALÉN

Era julio del 586. Los babilonias, con todo su poder, habían cercado la ciudad. Nabucodonosor no quería aparecer nuevamente en ridículo, como la vez anterior, cuando tuvo que ceder el cerco y retirarse. Ahora la embestida sería total. Y si no quedaba piedra sobre piedra de Jerusalén, mejor.

Nabucodonosor ha oido hablar de Jeremías, profeta. Sus espías le han contado que ha recomendado al rey Sedecías que no se oponga a la invasión.

- ¿Es de los nuestros? –ha preguntado el rey babilonio.

- No es de los nuestros, porque es profeta de ellos, pero tampoco nuestro opositor.

- ¡O es de los nuestros o no lo es! –se queja Nabucodonosor.

Se queda mirando a los espías. Les interroga:

- ¿Sería capaz ese tal jeremías de tomar la espada y unirse a nuestro ejército?.

- No sería capaz, mi señor.

- Entonces, ¿por qué nos defiende?.

- Dice que habla inspirado por Yahvé, su Dios.

Nabucodonosor lanza una carcajada. Algunos interpretan que se trata de una carcajada nerviosa. Es el día anterior de la invasión programada y Nabucodonosor, aunque no teme, sabe lo que significa asaltar una ciudad amurallada. Y esta carcajada se le va diluyendo en una especie de temblor en los labios cuando interroga:

- ¿Qué el Dios de los judeos está de mi parte?. 

Nabucodonosor ha enviado para que le traigan a sus oráculos y ha ordenado sacrificar animales sobre los altares de sus dioses. Ha preguntado a los oráculos:

- ¿Qué semblante tiene el dios de los judeos?.

- Su dios no tiene semblante, señor.

- ¿Y cómo se manifiesta, si no pueden verlo?.

- Por medio de los profetas.

- ¿Y cuando no tienen profetas?.

- Los judios siempre los tienen.

Nabucodonosor no comprende la posibilidad de un dios sin semblante. Sin semblante no hay poder. Pero le ha dejado intranquilo este profeta jeremías. Desea conocer más sobre él-

- ¿Qué dice a la gente sobre mí ese jeremías?.

- Que Yahvé, su dios, te ha utilizado para que les hagas penar sus faltas.

- ¿Y cómo reaccionaron?.

- Lo tildan de embaucador, de vendido.

- No me gustan esos oráculos de Jeremías –se intranquiliza Nabucodonosor.

- ¿Por qué, señor?.

- Porque según él mi victoria no sería mía, ni debido a mi fuerza, ni tampoco victoria de nuestros dioses sino que tendremos que agradecérselo a su dios.

- ¿Y qué más tiene si lo nuestro es arrasar a Jerusalén?.


El rey no puede dormir. Sus guardias se asustan al verle salir de la tienda. Mira hacia las estrellas. La noche no es de presagio. No obstante Nabucodonosor la siente pesada, como si todo el firmamento pendiera de una mirada somnolienta, esperando el momento del parpadeo pesado del sueño para que el firmamento se desprenda. No realiza comentarios con los guardias. Tampoco se aleja demasiado de las tiendas. Las hogueras prendidas en el campamento son atizadas continuamente para que los centinelas que Sedecías tiene apostados en las murallas de Jerusalén no piensen que el ejército babilonia se entrago al sueño.

Nabucodonosor piensa en la grandeza de su pueblo, en toda la cultura desarrollada desde antiguo. También piensa en sus dioses, que son legión. ¿Por qué los israelitas se contentan con un solo dios?. ¿Tal es el poder de Yahvé que se basta él solo para manejar todas las actividades naturales y humanas?. Ellos tienen a Belo, el dios del aire; a Ea, el dios de los abismos; a Sin, el dios lunar que ahora ilumina su campamento permitiéndoles observar cualquier movimiento de los habitantes de Jerusalén si se atreven a traspasar las murallas; a Samos, el dios solar, que mañana les abrirá los ojos para hacerse con todo el botín de la ciudad; a Istar, la diosa del amor y de la guerra...

Amor y guerra patrocinados por un solo dios, por un dios femenino, porque nada mejor para el amor que la delicadeza de la mujer, y nada mejor para la guerra que el odio escondido en el corazón de la mujer. ¿Y Yahvé, qué es?. ¿Dios o diosa?. Si es dios, ¿cómo un pueblo puede gobernarse sin diosa?. Ellos, los babilonios, son gentes de astros. Nadie como ellos han llegado a dividir el tiempo en doce estaciones. ¿Podría Yahvé contra todos sus dioses?. ¿O es verdad lo que Jeremías está aconsejando a su pueblo, que no intenten hacer frente a Nabucodonosor?. ¿Será él mismo más poderoso que Yahvé, y Jeremías lo sabe?. ¿O será, quizá, que han llegado hasta Jeremías noticias de su pueblo, de sus antepasados, de sus costumbres, de su grandeza, de su arte, de su ciencia astrológica, de su arquitectura, de la hermosura de sus jardines, y sobre todo, de la fuerza de su ejército, ya comprobada por su padre Nabucodonosor I al vencer a los persas, y ha comparado todo esto con lo realizado por el pueblo israelí, y se ha avergonzado de ese pueblo que no tiene en su haber más que caminatas por el desierto y rechazos de su propio dios?. Si Jeremías es inteligente, como parece, ¿cómo no desertar de un pueblo que ha llevado siempre sobre sus espaldas el oprobio del cautiverio?.

Nabucodonosor llamó al comandante de la guarida:

- Cuando entres en Jerusalén, tengan cuidado con Jeremías; no le hagas ningún daño, antes bien trátalo como él te pida.

Así se hizo

Cuando los ejércitos de Nabucodonosor entraron a fuego y espada en Jerusalén, Sedecías y los suyos huyeron, atravesando las puertas de la muralla, camino del Jordán; pero las tropas de los caldeos los atraparon en los llanos de Jericó. Apresaron al rey de Judá y a sus ministros y los llevaron ante la presencia del rey de Babilonia.

Nabucodonosor miró a Sedecías, a sus hijos, a sus lacayos y a sus ministros. Contempló en sus miradas una enorme cobardía. No sintió aprecio por ellos. Pensó que Jeremías tenía toda la razón profetizando castigos contra ese rey cobarde que no ha hecho frente a sus ejércitos sino que escogió una puerta falsa de la muralla para escaparse, dejando a los habitantes de Jerusalén a merced del saqueo. Y dijo a los suyos:

- Degüellen a los hijos de Sedecías y a los nobles de Judá. Aquí, ante mis propios ojos. Quiero que sepan que ese es el castigo que su propio dios len anunció por boca de su profeta Jeremías. Cuando un pueblo no cree en sus dioses no es digno de tener vida propia.

- ¿Y qué hacemos con el rey Sedecías?.

- Envíenlo encarcelado a Babilonia, pero antes sáquenle los ojos, que no es digno de ver la belleza de nuestros jardines.

Y así se hizo. Jeremías aceptó quedarse en medio de los pobres de su pueblo, los únicos a los que el rey Nabucodonosor respetó. Y aquel primer año, después de la caida de Jerusalén, tuvieron buenas cosechas de pan y pudieron pisar la uva en sus lagares y escanciaron vino en honor a Yahvé.


Y EN EGIPTO FUE EL FIN

Pero este pueblo no aprendió. No quisieron quedarse en Judá, arando campos, sembrando y segando las mieses, cosechando el aceite y las uvas. Suspiraban por Egipto, por sus dioses y sus costumbres, por sus deslumbrantes riquezas y su amancebamiento. Yahvé, siguió amonestándolos, pero cerraron los oídos y se fueron en pos de los faraones y de los altares paganos.

Y llegó la ruina.

Yo, Jeremías, profeta del Señor, me cansó de exhortarlos. Utilicé lenguaje duro para que su corazón se ablandara, los amenacé con plagas y exterminio, con aguas envenenadas y con invasión de langostas; pero se negaron a escuchar la palabra de Yahvé pronunciada por mi boca.

Y se acabó el reino de Judá.


LA VOCACIÓN DE JEREMÍAS

Poroque yo, Jeremías, natural de Anatot, un pueblecito cercano a Jerusalén, hijo de sacerdote del templo, de la tribu de Benjamín, sentí la mirada de Yahvé un día sobre mi cabeza. Y sentí su voz que me llenó de espanto, su voz que dijo así:

- Antes de formarte en el seno materno ya te conocía; antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones.

Así sono la voz de Yahvé cuando yo tenía diecisiete años. Me asusté mucho. Tanto que hubiese preferido no escuchar esa voz porque mi padre, sacerdote de Anatot, me había ilustrado sobre la vida de los profetas de nuestro pueblo. Sesenta años antes el profeta Isaías había recorrido los caminos alertando y destapando la cera de los oídos del pueblo, pero el pueblo tampoco le hizo caso. Yo tenía diecisiete años cuando Yahvé me habló. Y le dije:

- ¡Ay, Señor, Yahvé!. ¡Cómo podré hablar yo, que soy solo un muchacho!.

- No me digas que eres un muchacho. Irás donde quiera que te envíe, y proclamarás todo lo que yo te mande. No tengas miedo a nadie porque estaré contigo para protegerte.

Y vaya si Yahvé estuvo conmigo. Miles de razones tuvieron nuestros reyes para mandarme a la muerte. Y los ministras de los reyes, y los jueves de Judá, y los traficantes del templo, y los del negocio de la prostitución, y los sacerdotes y falsos profetas..., todos tuvieron miles de razones para enjuiciarme por lo que Yahvé me ordenó que sobre ellos dijera. Pero la protección de Yahvé siempre estuvo sobre mi. Hasta en Anatot, mi propio pueblo, que fue donde me encerraron en el calabozo y me azotaron. Yahvé me tendió la mano por compasión del rey Sedecías. ¿Quién lo diría?.

Pero era mi obligación continuar con el mandato de Yahvé, porque El, cuando tenía diecisiete años, me había dicho:

- Arrancarás y derribarás; perderás y destruirás; edificarás y plantarás.

Y tuve que arrancar y derribar, y hacer perecer y destruir, y en algunas ocasiones hasta edificar y plantar, porque Dios me puso en medio de un pueblo infiel, aficionado a prostituir su fe con dioses extranjeros. Y como este pueblo rechazó la misericordia de Yahvé tantas veces anunciada y prometida, tuvo que ejercer justicia castigando su maldad porque le abandonaron para quemar incienso a dioses extranjeros.. Pero no se ha perdido todo. Un pequeño resto ha quedado y Yahvé ya nos anunció el cumplimiento de la esperanza por boca de Isaías, su profeta anterior a mi. Y de ese resto vendrá el Mesías que salvará definitivamente a este pueblo.

¡Si se deja salvar, claro!