Serie: El profeta

Te habla Jeremías, profeta

Autor: Adolfo Carreto

          

ENTRE NABOT Y JERUSALÉN

A los diecisiete años te tocó enfrentarte contigo mismo, Jeremías. Un muchacho. Sabías ya mucho del Templo. Tu padre, Jelcías, se empeñaba como sacerdote en el pueblecito de Anatot. Eres de la tribu de Benjamín, algo así como decir de lo más pequeño, pero también de lo más mimado. A estas alturas de la historia de tu pueblo, ¿tiene tanta importancia continuar hablando de tribus?. No fue una tribu la elegida por Yahvé, Jeremías; fue un pueblo. Y tú eres parte integral de ese pueblo que se llama Israel.

Tu pueblo geográfico, Anatot, quizá haya pasado a la historia únicamente por tu nombre. En realidad, lo que a ti te atraía era Jerusalén. Estaba ahí mismo, a un salto, unos seis kilómetros que hace costaba hacerlos a pie.

Anatot, como es natural, tenía vida de aldea. Jerusalén, no. Como cualquier ciudad, Jerusalén era la ilusión de vida para cualquiera del interior, aunque Anatot, más que ser el interior era algo así como la periferia de Jerusalén: un suburbio.

¡Qué diferencia la de ambos templos!. El de Anatot, en el que tu padre ejercía la función sacerdotal, era pequeño, pobre. El de Jerusalén era el Templo. Todo giraba, o debía girar, en torno a él. Algo así como una iglesita de aldea comparada con la catedral de la ciudad. Hasta en los atuendos sacerdotales se notaba la diferencia.


Tu padre no podía compararse a ese sumo sacerdote que ceremoniaba en Jerusalén. ¿Pero qué importancia puede tener eso?. ¿Es, acaso, el oro de las túnicas lo que cuenta?. ¿Se mide la importancia del tempo por la altura de sus paredes o por el nombre del arquitecto que lo construyó?. ¿Son mejores adoradores los habitantes de Jerusalén, con todo y presumir de sumo sacerdote y templo grande, que los de Anatot, que se inclinaban ante Yahvé en su pequeño santuario?.

No obstante, a ti te gustaba el templo de Jerusalén.

Por aquellos años mozos la grandiosidad todavía te hacía mella. Las calles empedradas de la ciudad marcaban mejor tus pasos. Y te dirigías a Jerusalén para entrar a orar en el templo. Aunque tu padre no fuera el oficiante. O quizá por eso mismo.

Te atraía además Jerusalén por ser asiento del rey y de la corte. Ciudad con corte es ciudad distinta. Distintas las costumbres, distintas las palabras, hasta distintas las intenciones. En Jerusalén se cocía la vida política de Judá. Por sus calles podían verse a los capitanes del ejército, a los escribas y doctores de la ley, a los alguaciles, a toda la parafernalia cortesana. En el mercado y las tiendas podías apreciar todos aquellos artefectos que no veías en Anacot. Allí acudías con grupos de amigos. Por los vericuetos de sus calles os escondíais para hacer de las vuestras. Era la edad. Las muchachas de Jerusalén era distintas a las aldeanas: más arrogantes, más donaire en el caminar, más sostenida la mirada, más tintineo en los collares, más de todo. ¿Cómo no iba a atraerte Jerusalén?.



TIEMPOS DE BONANZA

No fueron excesivamente malos estos tiempos. Los desastrosos días de Manases y Amón había pasado. Un rey, ahora joven, deseaba enderezar los caminos torcidos por su abuelo y por su padre. Las calles de Jerusalén se sentían otra vez bullangueras. El hambre parecía haber desaparecido. Josías estaba poniendo orden. Jeremías, cuando apostrofó a Joaquín, el hijo sucesor de Jocías, lo hizo con estas palabras:

- ¿Acaso serás tú más rey que tu padre con tener un palacio inmenso, adornado con maderas de cedro?. A tu padre Jocías, ¿le faltó acaso comida o bebida?. En embargo, se preocupaba de la justicia y todo le salía bien. Juzgaba la causa del desamparado y del pobre.

Así habló más tarde Jeremías contra el rey Joaquín, recordando estos tiempos de ahora, en los que la bonanza es obra de la justicia y en los que el pobre no le teme a los tribunales porque un rey bueno juzga la causa del desamparado.

- ¿Y cómo un rey, a la edad de ocho años, puede gobernar bien?.

- Efectivamente, Jocías tenía solamente ocho años cuando el pueblo le puso en el trono una vez asesinado su padre. Ni siquiera era un muchacho. Solamente un niño. Y resulta raro, porque el rey asesinado había seguido al pie de la letra los desmanes de su propia padre, el rey Manases. Tan malo era Amón que hasta sus propios oficiales lo odiaron. Se conjuraron contra él. Le dieron muerte en su propia casa. Pero el pueblo no perdona a los criminales. A su vez, mataron a los asesinos del rey. Y nombraron a su hijo Jocías , un niño de ocho años, como el nuevo rey de Judá. El juicio que sobre él ha quedado escrito en el Libro de los Reyes, es: El hizo en todo lo que es recto a los ojos de Yahvé, y siguió las huellas de David, su padr, sin desviarse para ningún lado”. Un juicio que, como ves, coincide con el de Jeremías.

Y el pueblo de Judá vivió días de felicidad.



JEREMÍAS APLAUDE AL REY 

Los pregoneros del rey salieron a la calle. Las gentes se arremolinaron para escucharlos. Muchos cuchicheos. Se divulgó la sospecha de que algo bueno estaba acaeciendo en palacio.

Pero no todos se mostraban contentos. Quienes vivían de los sacrificios ofrecidos en los altares paganos, temían. Quienes se dedicaban al negocio de la prostitución, al estilo como se hacía en la religión de Asera, se reunieron para ver cómo justificar su prostíbulo principal y sus sucursales, esparcidas por todo el reino de Judá. Proliferaban prostíbulos de hombres y mujeres. Los afeminados eran quienes más se oponían a la supresión. También los cambistas examinaron sus haberes y discutieron hasta dónde podían bajar los intereses para que el rey no se metiera con ellos.

Las trompetas de los alguaciles sonaron. Las gentes, fuera de sus casas, prestaron oido:

- Esto dice nuestro rey Josías: que todos me acompañen a la casa de Yahvé. Hombres y mujeres, niños y ancianos, jornaleros y amos, sacerdotes y profetas, todo el pueblo ha de estar en la casa de Yahvé porque lo que Dios ha hecho por nosotros es grande.


Jeremías espiaba la reacción de las gentes. Vio cómo unos torcían el entrecejo, cómo otros se frotaban las manos, de contento, cómo algunos se comunicaban secretos y cómo otros daban vítores al pregón de los alguaciles. Vio cómo las madres tomaban a sus pequeños de la mano para encaminarlos hacia el templo, cómo las viudas avanzaban con la mirada alta, sin temor a que los de siempre les dijeran impertinencias, cómo las doncellas se quitaban las ajorcas de sus tobillos para no hacer ruido dentro del templo.

La gente fue entrando. Contemplaron al rey, de pie, junto a la columna. Tenía la mirada fija en un atril sobre el que descansaba un enorme pergamino. Jeremías se había quedado atrás. Observaba cómo las gentes prendían la mirada en el rey y en aquel atril que siempre habían contemplado vacío.

Josías dijo:

- Que se lea el libro de la ley en presencia de todo el pueblo.

Y el principal de los sacerdotes, Helquías, leyó. El pueblo escuchó la palabra de Yahvé contenida en el libro, los mandamientos que el Señor les ordenaba cumplir y las costumbres que tenían que seguir. El sacerdote leía:

- No añadirás nada a lo que yo te mando, ni quitarás nada, sino que guardarás los mandamientos de Yahvé, tu Dios, tal como te lo ordeno. No tendrás ídolos; no tomarás el nombre de Yahvé, tu Dios, en vano; cuida de santificar el sábado; honra a tu padre y a tu madre; no matarás; no cometerás adulterio; no robarás; no darás falso testimonio contre tu prójimo; no desearás la mujer que no sea la tuya; no codiciarás la casa de tu vecino, ni su campo, ni su servidor, ni su sirvienta, ni su buey, ni su burro, ni cosa alguna suya.

Jeremías vio cómo los cambistas se intranquilizaban, cómo las viudas, los sirvientes, los labradores, las doncellas pobres se alegraban; cómo los efebos y los afeminados y los que se dedicaban al negocio de la prostitución apretaban los puños; cómo los falsos profetas, que habían pronosticado a favor de los dioses de otros reinos, bajaban los ojos; cómo los que tenían dos mujeres procuraban no dirigir la mirada a la ilegítima, para no verse descubiertos; y cómo los pobres, en general, sonreían, porque comprendían que la palabra de Yahvé estaba de su lado.


ABAJO LOS IDOLOS

Cuando el sumo sacerdote Helquías terminó la lectura, un silencio sagrado inundó al Templo. El rey permanecía de pie, junto a la columna. Levantó la mirada. La paseó por el recinto. Dijo:

- Ninguno de los mandamientos de nuestro Dios se está observando. Mi padre y mi abuelo Manases, reyes de Judá, convirtieron nuestra tierra en altar para dioses extraños, y en vez de seguir los consejos de Yahvé, nuestro Dios, impusieron la práctica de las torpezas de Baal y otros ídolos. Yo, rey de Judá, ante Yahvé y en presencia del pueblo, quiero restablecer la alianza con nuestro Dios y me comprometo a seguir, guardar y respetar sus mandamientos. Y esto digo: saquen los objetos que se han hecho para Baal, para Asera y para todos los astros del cielo; quémenlos fuera de Jerusalén, en las tierras baldías del Cederrón, y arrojen sus cenizas a la sepultura común del pueblo.

Luego el rey posó la mirada sobre el grupo de los afeminados y de los que llevaban el negocio de la prostitución, y gritó:

- Derriben las casas de los afeminados. ¡Pero destruyan antes que nada este recinto de prostitución que los negociantes han instalado dentro de la casa de Yahvé!. ¡Y que las mujeres no tejan más velos para Asera!. Y todo lo que quiero que se cumpla en Jerusalén, que se cumpla igualmente en el resto de las ciudades del reino de Judá, porque sólo Yahvé es nuestro Dios.

Cuando las gentes salieron del Templo, una tarde clara y con brisa refrescante corría por las calles de Jerusalén. Algunos comentaron:

- Yahvé nos ha visitado de nuevo.

Otros, como los cambistas, apretaban las monedas en sus faltriqueras. Jeremías observó cómo los pobres y menesterosos se metían en sus casas llenos de contento.



LA MUERTE DE JOSIAS

Te dolió mucho la muerte de Josías, Jeremías. Tú, profeta de Yahvé, no habías tenido necesidad de martillear contra los oidos de las gentes con oráculos amenazantes. Josías se había empeñado en reformar al pueblo, aunque nunca las reformas son totales, sí logró al menos que se respetara la justicia y que se respetara el nombre de Yahvé y sus mandatos. ¡Que no es poco para los tiempos que corrían en Judá!. ¿Y qué menos se le puede pedir a un rey?. ¿Qué menos puede exigir un profeta?.

Te llegó la noticia de la muerte de Josías antes de que sus soldados entraran con la carroza mortuoria en las calles de Jerusalén. Algo te decía el corazón: con aquellas muerte se iniciaría un período de perversión, una vuelta a las andadas, a los tiempos de manases y Amón.

Y quedaste helado cuando se iniciaron los funerales del rey. Miraban a la cara de su hijo Joaquín y veían en sus ojos un brillos de ansias de poder desmesurado, un celo desordenado. Por más que te fijabas en Joaquín no aparecía en él el temple de su padre. Sospechabas que en la sangre de este hijo de Josías bullía más el temperamento del abuelo que el del progenitor. Y no te equivocaste. Con la muerte de Josías, Jerusalén se vino nuevamente a pique.

Era el año 609 y los babilonios, que ya apuntaban a convertirse en el gran poder, minaban continuamente las fuerzas del reino asur, una nación caracterizada por oprimir sin tregua y sanguinariamente al pueblo israelita. El faraón egipcio temía más el auge de los babilonios que al poder sirio, ya en decadencia, y se propuso la estrategia política de ayudar a Asiria contra Babilonia, olvidando las rivalidades que antes habían enfrentado a asirios y egipcios. Era la estrategia política del poder.

Pero para lograrlo tenía que incursionar por Judea. Y Josías se opuso con su ejército al avance del faraón. No tuvo suerte. El ejército egipcio, infinitamente más numeroso y mejor preparado, aplastó al ejército judeo, y en la refriega perecía Josías, el gran rey de Judá.

Se hizo cargo del poder su hijo Joacaz, un joven de 23 años, pero sólo duró tres meses en el trono: no era del agrado del faraón vencedor, quien lo apresó y lo deportó, encadenado, a Riblá, en el país de Jamat. En su lugar puso en el trono a Joaquín, hermano de Joacab, para que gobernara según los dictados de la política de Egipto. E impuso a Judá una contribución de cien talentos de plata y diez de oro.

Judá, otra vez, estaba bajo el yugo extranjero y jeremías comenzaba ya a oir la voz profética que le dictaba Yahvé.