Serie: El profeta

Te habla Miqueas, profeta

Autor: Adolfo Carreto

          

EL CAMINO DE LOS EJÉRCITOS.

Moreset Gat: aldea. Treinta y cinco kilómetros al Sur Oeste de Jerusalén. Allí nací.
De pequeño vi cómo los ejércitos de Asiria y Egipto cruzaban nuestro suelo y arrasaban con todo. Mi padre me llevaba al campo, a escardar la tierra. Mis manos, muy tempranamente, se hicieron duras y callosas, y mis espaldas fueron amoldándose a la curvatura lógica de estar inclinado sobre el surco. De vez en cuando, al enderezarme para que la espalda se desentumeciera y los ojos no se me volvieran del color de la tierra, veía, a lo lejos, una polvoreda como de remolino de viento avanzar hacia nosotros, ocultando parte de la llanura.
- Padre, ¿qué remolino es ese?. Parece como de tormenta, de huracán.
- Son los ejércitos extranjeros que vienen de nuevo a oprimir a nuestro pueblo.

Yo era pequeño, diez años a lo más, y ya apretaba con furia la azada, y ya manejaba con destreza la hoz, y ya apuntalaba con el martillo los clavos para sujetar las tablas de los establos.
- ¿Y no tenemos ejércitos para defendernos, padre?.
- No tenemos reyes dignos que sepan guiar a nuestros ejércitos.
- Cuando yo sea grande, ¿podré ser soldado, padre?.
- Antes que defender a la patria hay que defender al pueblo. También estos reyes de Judá son nuestros propios enemigos.
Me extrañó lo que dijo mi padre y no entendí entonces cómo nuestros reyes podrían ser traidores. Luego, andando el tiempo, me dí cuenta de que la traición la lleva el hombre en el corazón, y que la palabra “pueblo” podía tener tantos significados cuantas intenciones hubiera en la mente de los poderosos.

EL INSOMNIO DE MIQUEAS

- Mañana hay que madrugar –dijo mi madre-. Cuando despunte el alba tienes que salir con tu padre para comenzar la recolección. Si no descansas ahora, mañana te costará despertarte.
Hice caso a mi madre: me retiré a la alcoba. Apagué el quinqué para que mi madre creyera que mis ojos se habían entregado ya a la oscuridad del descanso. Y los cerré, efectivamente. Pero el sueño no me venía por dentro. En la mente se me amontonaban ejércitos numerosos, y en los campos de batalla muchos israelitas muertos, porque no tenían fuerzas para oponerse a los asirios.
- “¡Será tan difícil vencer a los enemigos?”.
Debí gritarlo fuerte porque mi madre entró precipitadamente a mi alcoba y me dijo:
- ¿Qué te pasa, Miqueas?. ¿Tienes fiebre o es una pesadilla?.
Oí la voz de mi padre, que dijo:
- Es una pesadilla.
Sentí la voz de mi madre, que corrigió:
- Es fiebre. Mira qué sudor le corre por la frente.
Mi madre entreabrió la ventana y chocaron contra mis ojos algunas motas de estrellas. Mi madre introdujo un paño blanco en la jofaina, exprimió el agua y me lo colocó sobre la frente. Oí cómo le dijo a mi padre:
- A lo mejor es demasiado niño para esos trabajos tan duros.
- Y si no me ayuda él, ¿cómo hacemos? –contestó mi padre, pero no era un tono de voz de mando sino de excusa, de que tiene que ser así porque no puede ser de otra manera.
- Soy un hombre –dije yo.
Sentí cómo la mano de mi madre me deslizaba el paño mojado sobre la frente y cómo tembló la llama del quinqué que sostenía mi padre, levantada la mano a media altura para iluminar el quehacer de mi madre con el paño sobre mi frente. Vi también cómo se miraron. Luego mi padre dijo:
- Sí, eres un hombre, Miqueas, pero no para ser soldado.
Y me preguntó:
- ¿Has visto ejércitos en sueños?.
- Los vi, padre.
- Y has visto israelitas muertos, ¿cierto?.
- Los vi, padre.
- Yahvé, Dios, nos dará la victoria –me consoló mi padre.
- ¿Pero si nuestros reyes nos traicionan? –dudé.
- Yahvé, nuestro Dios, jamás traiciona a su pueblo.

Había seguridad en su tono. Mi madre exprimió nuevamente el paño blanco y dijo que como que la fiebre me estaba bajando. Se asomó por la ventana, levantó los ojos hacia las estrellas, se fijó en la luna, redonda y clara, sacó de su boca un suspiro hacia fuera y comentó:
- Es que la noche no es nada fresca.
No sé cómo ni cuándo me quedé dormido, ni si mi madre veló toda la noche mi sueño. Sé que al despuntar el alba, madre no tuvo que despertarme. Yo mismo fue al establo y ordeñé la vaca. Yo mismo cocí la leche y migué luego las sopas. Yo mismo le dije a mi padre:
- Es bueno que seguemos la mies antes de que los ejércitos nos la quemen.
Mi padre contestó:
- No te preocupes por el sueño. A veces los sueños se terminan con el amanecer.
Yo, para tranquilizar a mi madre, contesté:
- Claro, los sueños solo son verdaderos por la noche; el sol hace todo distinto.
Pero mi padre sabía por qué lo decía.

LOS REYES JOTAN Y AJAZ

Jotán, rey de Israel, no era del todo malo. Su padre Ozías había llevado la prosperidad a Judá. También le había dado victorias. Jotán le sucedió en la paz. Pero los ejércitos asures habían puesto los ojos en el reino de Judá y no cesaban de instigar. Jotán duró en el trono dieciséis años, y en todo este tiempo no se atrevió a quitar los altares de las lomas, dedicados a los dioses extranjeros y permitió que las gentes les quemaran incienso. Esto fue lo malo que hizo a los ojos de Yahvé. Pero no complicó a Judá en batallas y las gentes, en Jerusalén, vivían relativamente tranquilas.
Los campesinos, como siempre, sin mayores alteraciones: atados a sus tierras. Pero al menos, durante este tiempo, no tenían el fantasma de los ejércitos asolando sus sembradíos.
Los reyes quedaban en la capital y las gentes de las aldeas se contentaban con sus cosechas; siempre era preferible poco que la nada que les traían la ira de los ejércitos sobre sus campos.
Jotán dejó de reinar y le sucedió Ajaz, hijo, pero Ajaz ya no fue tan bueno a los ojos de Dios, aunque los aduladores ciudadanos y los comerciantes, y los jueces, y las prostitutas que hacían negocio en los bosques sagrados, y los sacerdotes que recibían dineros por las ofrendas sobre los altares, le tenían en buen ver. Yahvé no. Y los profetas verdaderos, tampoco. Uno de ellos, con cara de sabio y descendiente de la nobleza, de nombre Isaías, ya había avisado a Ajaz, rey:
- No tiembles como una mujer por la amenaza que contra Judá han hecho el rey de Arán, y Pejac, rey de Israel. No lograrán poner en el trono de Judá al hijo de Tabel. Tú eres rey de Judá y como rey de Judaá has de comportarte. Eso si, si no confías en Yahvé, y te portas como una mujerzuela asustada, día vendrá en que tampoco permanecerás.
Pero Ajaz no caminó el sendero recto. En vez de agradar a Yahvé lo enfureció. En vez de rendirle culto auténtico hizo pasar a su propio hijo por el fuego, como se hacía en el culto a los dioses extranjeros. Incorporó a su reinado, en su palacio, y hasta en el templo, las prácticas odiosas de otras naciones. Ofreció él mismo sacrificios en los santuarios de las lomas y pactó, en detrimento del pueblo, con Teglatfalasar, rey asur. Se entregó al rey de Asiria como siervo y le envió este recado:
- Soy tu siervo y tu hijo, sey Asur. Ven, pues, y sálvame de las manos del rey Aran y de las manos del rey de Israel, que me hacen la guerra.
Ajaz no confió en la palabra de Yahvé, dicha por boca de sus profetas, sino que se humilló ante el rey asur. Y humillándose él, humilló al pueblo, e hizo que la plata y el oro que había en la Casa de Yahvé fuera a parar a las arcas del rey de Asiria. Esa plata y ese oro que antes pertenecía a Yahvé ahora se utilizaba para costear las francachelas de los asirios y para ofrecer sacrificios y quemar incienso a sus ídolos.
Miqueas estaba al tanto de esta historia.

EL PECADO ESTA EN LA CIUDAD

Y Yahvé me ordenó que hablara al pueblo, que llevara su mensaje hasta la ciudad, que dijera en sus calles lo que el campo ya sabía, que gritara en sus oídos lo que los árboles y los arroyos y los surcos y los animales y los campesinos ya sabían: “el pecado está en la ciudad”.
- Ten cuidado con lo que hablas –me alertó mi padre.
- Ser profeta no es ser soldado –dijo mi padre.
- Ve y habla –me instó Yahvé.
Era más fuerte la orden de Yahvé que el miedo de mi madre y la prudencia de mi padre. Mi madre insistía:
- Miqueas, hijo; en la ciudad están los que saben. Allí se encuentran el rey y sus ministros, y los letrados, y los sumos sacerdotes, y los jueces, y las gentes que hacen negocios...
- Por eso, madre...
No se lo dije para importunarla. Dejé escapar una leve sonrisa para que ella perdiera el miedo, para que comprendiera que yo sabía con quiénes había de vérmelas.

LOS REMORDIMIENTOS DEL PROFETA

En honor a la verdad, tengo que confesar que las palabras de mi madre me habían dejado intranquilo. Ciertamente la ciudad no era como la aldea, y muy posiblemente las cosas que ocurrían en la ciudad no se pudieran juzgar con los mismos criterios y a como estábamos acostumbrados a juzgar los acontecimientos en el pueblo. Aquí todos nos conocíamos, y nadie se atrevía a poner los ojos ni en cosa ajena ni en mujer del prójimo. Cualquier desliz de quien fuera era comentario seguro de los demás. Y repulsa.
Además, nosotros seguíamos con nuestra cultura campesina, si así podía llamarse; una cultura más pendiente de los acontecimientos de origen divino que la cultura de la urbe. Nuestra relación con Yahvé era más directa, quiero decir, que no necesitábamos acudir a escribas y comentaristas de los preceptos entregados por Yahvé a nuestros antepasados en el Sinaí para ponerlos en práctica, como sí ocurría en la ciudad. Tampoco nosotros estábamos tan influenciados por costumbres de otros pueblos, como ellos. ¿Tendríamos, entonces, que ser tan despiadados con los habitantes de Jerusalén?.
Nuestras casas de adobes y piedra contrastaban con los lujos de las edificaciones de Jerusalén y Samaría, pero ¿necesitábamos nosotros esos lujos?. ¿No era nuestro sino andar entre surcos, y no era el lugar de nuestros animales de labranza el sitio de nuestra propia casa?. ¿Necesita el campo murallas para defenderse?. Sólo necesitan murallas quienes temen. Pero nosotros, ¿de quién íbamos a temer?. ¿Qué lujos encerraban nuestros hogares que pudieran ser causa de tentación para los salteadores?. Quizá nuestras mujeres, pero ni siquiera. Las de Jerusalén tenían otro semblante en el rostro, otro color de tez, otro tipo de sonrisa, otro donaire al caminar, y quizá ellas sí necesitaban jaulas para protegerlas.
Solamente los ejércitos nos tenían en jaque. No porque vinieran contra nosotros sino porque nos encontraban de paso, en su camino hacia la ciudad. Si hubiésemos estado en otro lugar ni los ejércitos se hubiesen dignado reparar en nosotros. Pero cuando llegaban arrasaban a su paso con nuestras cosechas y con nuestros animales de cría. Pero, ¿tendríamos necesidad, por lo mismo, de cercar nuestros campos de mieses y las cuadras de nuestros animales con murallas para cuando pasaran los egipcios, asures y babilonios en sus caballos?. Y si edificábamos murallas, ¿qué ejército colocaríamos dentro?. Lo nuestro no era encerrarnos sino vivir campo adentro, al son del estío o del invierno, adornándonos con viento, con lluvia o con calor, sorteando las estaciones. Era mejor construir acequias que murallas; mejor brazos de arado que lanzas para picas. Sabíamos defender nuestras cosechas de las langostas, cuando no eran demasiadas, pero nadie nos había enseñado a empuñar una espada. No lo necesitábamos.
Dos mundos distintos, sí, que no pueden ser regidos por las mismas leyes. Quizá nuestra condición de campesinos fuera siempre la de mantener a los que viven en las ciudades. ¿No es Yahvé Dios de todos?.

LA FUERZA DE LA LLAMADA

Pero cuando Yahvé me encargó de ir a predicar no me dio razones. Me dijo:
- Ve y dí.
Y aquí estoy, sin otra alternativa.
Yahvé me dijo que no aguantaba más tiempo el encierro en su propio santuario, que los techos del templo le pesaban como losas y que las paredes lo aprisionaban más que los barrotes que se usan en las prisiones.
- Voy a salir de este templo porque tan escondido estoy dentro de él que me han olvidado.
Y yo fue a Jerusalén y dijo:
- El Señor, Yahvé, sale de su palacio santo para someterlos a ustedes a juicio.
- ¿Y dónde se va a aposentar, en los altares de las lomas? –me contestaron. Y se reían de mi. –En los altares de las lomas moran los baales y allí se lo pasan bien con las prostitutas, y no creemos que Yahvé tenga mucho interés en respirar el incienso que se le quema a los dioses extranjeros.
Al oir esto me entraba en el cuerpo un escalofrío de lumbre y notaba que la sangre se me convertía en ira, y que a la garganta me llegaban palabras calientes, y no podía detener ese impulso interno, y gritaba:
- Pues yo les digo que Yahvé ya está saliendo de su santa morada, y que sus pasos ya caminan y bajan por las cumbres de la tierra.. Todo retumba ante la pisada de Yahvé. La fuerza del pie de nuestro Dios es como un ejército completo, más potente que el de Asiria y el de Babilonia y el de Egipto juntos. A su paso se desmoronan las montañas, y los valles se hunden como cera delante del fuego o como el agua que se escurre por la pendiente.
Se reían de mi y me decían:
- Son visiones de campesino.
- Cuida tu sementera para que la pisada de Yahvé no te la hunda.
- Amaestra a tu mastín para que ladre y asuste los pasos de Yahvé.
- Vete a predicar a los de la ladea para que cuiden los frutos de sus árboles de los vientos que salen por las narices de Yahvé.
- Nuestro Yahvé está en nuestro santuario, y en él le ofrecemos sacrificios, y en él reposa, tranquilo, y no se anda ni escalando cumbres ni saltando quebradas.
- Tus visiones de campo no son para nuestros ojos de ciudad.

LA IRA DE YAHVE

Yahvé me empujaba con más fuerza a que les respondiera.
Yo había oido hablar ya del trato hecho entre Ajaz y el rey asur. Yo había visto cómo se movilizaban los ejércitos de Israel y Aman para cercar a Israel, y yo había observado cómo, al no poder quebrar la seguridad del ejército de Jerusalén, en su retirada, se habían vengado de nuestros campos y de nuestras campesinas. Y había discutido con mi padre.
- Yahvé no envía ejércitos para vengarse de los pobres. El culpable de esto, padre, es el rey que ha vendido a nuestro Dios, entregándole a los asirios los dineros del pueblo.
Y me fui a Jerusalén y grité delante del palabcio de Ajaz:
- ¿Sabes, oh rey, cuál es el delito de Jacob?. ¡Samaría!. ¿Y sabes cual es el delito de Judá!. ¡Jerusalén!. ¿En Samaría de los israelitas del norte y en Jerusalén de los israelitas del sur se esconde el pecado!. ¡En vuestros palacios y en vuestros templos se encuentra el mal, y no en nuestras chozas campesinas!. Por eso, Yahvé tiembla de cólera y me dice que te diga: ¡¡Haré que Jerusalén quede como un campo derruido que no sirve más que para viñas. Echaré a rodar sus piedras por el valle y así quedarán a la vista sus cimientos!. ¡Desnuda quedará Jerusalén, como quedará Samaría, enseñando todas sus vergüenzas, igual que la mujer sin ropas!. Todas sus estatuas serán hechas pedazos, y sus ídolos serán tirados al fuego, porque los compraron con el salario de sus prostitutas, y pasarán a ser salario de prostitutas!.