Serie: El profeta

Te habla Amos, Profeta I 

Autor: Adolfo Carreto         

AL SUR DE BELÉN

Belén es tierra de pastores. Lanas finas para finos ropajes salen de sus ovejas esquiladas para tejer las túnicas de los reyes de Judá e Israel, de los nobles de babilonia, Egipto y Asiria, de los sacerdotes del Templo, de los encargados del culto a Baal. También para confeccionar encajes y ropas de toquilla para las cortesanas.

Belén está cerca de Jerusalén, a escasos ocho kilómetros. Aunque es aldea pequeña, se la tiene en consideración por ser cuna del rey David, el elegido. Y si Jerusalén es, y es grande, lo es porque David, sucesor de Saúl, la fundó allá por el siglo diez antes de que en una cueva de su suelo de pastoreo naciera el Mesías. David, con su brazo fuerte de rey, y siguiendo las instrucciones de Yahvé, había derrotado a los filisteos, un pueblo asiático y guerrero asentado entre Siria, el Mediterráneo y la región de Jopé.

Jerusalén, cuando nació Amós, ya le había robado la fama a la pequeña aldea de belén. Pero los salmos salidos de las inspiración poética de David se recitaban ahora de memoria y eran parte de las plegarias que el pueblo elegido enviaba al Todopoderoso en tiempos de solicitar misericordia.

También los reyes de Judía, y los de Israel, sabían de memoria el salterio. Cuando emprendían batalla en nombre de Yahvé exhortaban al pueblo con esta canción, compuesta por David:
¿Para qué meten ruido las naciones
y los pueblos se quejan sin motivo?.
Se levantan los reyes de la tierra
Y sus jefes conspiran
En contra del Señor y su elegido.
¡Ea, vamos, rompamos sus cadenas
y su yugo quebremos.!

Pero igual que los ejércitos de Judá e Israel emprendía los caminos de la guerra rezando a Yahvé con canciones de David, también el pueblo llano había rezongado los mismos versos contra sus propios reyes cuando éstos se apartaron del camino recto.

¿Quién era, entonces, David, que había compuesto himnos válidos para todas las ocasiones?. ¿Había sido también un profeta, además del rey vencedor de los filisteos?. Profeta, quizá. Poeta, cierto.

AMOS NACIO EN TECOA

Amós no nació en Belén sino en Tecoá, pero tenía tratos con los campesinos y pastores de Belén y toda la comarca. A nueve kilómetros al sur de belén se encontaba Tacoá. Por eso conocía mejor los caminos de Belén y sus entornos y leía los mensajes de las estrellas en las noches claras con los mismos códigos que los de sus compañeros, pastores y labriegos, de la región.

Amós había construido un establo más allá de la última casa de la aldea. Una tenada servía de protección a las ovejas y otros animales domésticos en tiempo de heladas. Una cerca los protegía durante la noche. Y el sueño de él, al lado. Dentro del establo Amós almacenaba la paja y los piensos para los animales, y en una cuadra sin puerta especial que la protegiera guardaba los aperos, las albardas de los animales de carga, alguna cobija para las noches de más frío, azadones para cavar la tierra, tornaderas para recoger el heno y un sin fin de objetos indispensables para la gente del campo. 

Amós, más de una vez se había acercado hasta Jerusalén. Comprobó que era cierto lo que de la capital se comentaba: las gentes no vestían como las de Tecoá, el templo era grandioso y rico en candelabros de oro y plata, los palacios reales destacaban sobre las casas normales, y otros palacios, de gente que se había hecho con dinero, contrataban con los habitáculos de los humildes.

- Efectivamente, Jerusalén es distinta.

Pero en Jerusalén también veía a gente como en Tecoá. Personas que vestían túnicas confeccionadas a mano y no en los telares donde encargaban sus vestidos de fiesta los nobles, los jueces, los cortesanos, los comerciantes y mercaderes y los sacerdotes. Gentes que en los puestos del mercado ofrecían sus quesos y requesones, hecho con la leche de las ovejas de la región; vendedoras que mostraban verduras y frutos del campo cosechadas más allá de las murallas de la ciudad.

En el mercado de Jerusalén, y deambulando por las calles de la capital, Amós se veía reflejado en las caras de las gentes sencillas: las mismas arrugas producto de los fríos, vientos y calores; los mismos callos en las manos cansadas, causados por la rudeza de la azada y la empuñadura del arado... Jerusalén era eso: dos mundos compitiendo en grandeza y pobreza, en fasto y miseria, en elegancia y abarcas. Y un solo Templo. Uno y único para todos. Y un solo Dios. Porque los ídolos que se fabricaban con sus manos los habitantes de Jerusalén eran producto de costumbres extrañas que habían copiado de los asirios, babilonios y egipcios.

- ¿Y por qué el mismo Dios para todos si no todos rinden el mismo culto a Yahvé? –se preguntaba Amós.

Amós comprobaba cómo los ricos regateaban el precio de los productos del campo a los pobres, y cómo éstos tenían que ceder antes de que las verduras se les secaran o no sirvieran para el mercado del día siguiente. Observaba igualmente cómo los jueces siempre dictaban en contra del débil, y cómo los terratenientes cercaban terrenos que no eran de su propiedad, quitándoselos a los campesinos.

- Yahvé tiene que defender el derecho de los pobres –se decía Amós saliendo de Jerusalén, las murallas a su espalda, aupado sobre su borrico, camino de Tecoá.

LA CANCIÓN DE AMOS

Como todo pastor, Amós cargaba siempre una flauta de caña en el morral. Cuando el rebaño pacía tranquilo, sacaba la flauta y esparcía al viento melodías con cadencia triste. En más de una oportunidad se había propuesto un ritmo festivo, pero siempre el aire de la flauta se le convertía en música lánguida. Sólo acertaba con sones alegres cuando mentalmente seguía las estrofas de los salmos festivos del rey David:
El Señor es mi pastor, nada me falta,
En verdes prados él me hace reposar
Y donde brota agua fresca me conduce.
Aunque pase por quebradas muy oscuras
No temo ningún mal
Porque tú estás conmigo
Tu bastón y tu vara me protegen.
Amós sonreía tras la melodía, llena de confianza, e intentaba repetirla de nuevo, pero luego le venían a mente las escenas contempladas en Jerusalén y el ritmo se encaminaba hacia otro salmo:
Señor, escucha mis gritos
Atiende a mis clamores
Presta atención a mi plegaria
Pues no hay engaño en mis labios.
Y dejaba la flauta a un lado, y seguía recitando el poema de David, y lo hacía a voz en grito, porque no estaba dentro del Templo para susurrarlo sino a la intemperie, teniendo, como único testigo de su desgarramiento, al rebaño de ovejas y al perro pastor que, al escuchar los suspiros quejosos de su amo, erguía las orejas y olfateaba no sé qué por el viento del camino, quizá los rastros de algún merodeador.
Porque merodeadores había. Y también por los alrededores de Belén y de Tecoá: rabadanes contratados por gentes de la ciudad para que les cuidaron sus rebaño y robaran, si era menester, corderos casi recién nacido a los pastores de la comarca.