Recuperar la credibilidad

Autor: Adolfo Carreto         

 

¿Se puede desclericalizar a la Iglesia?. Pues no, yo creo que no. ¿Se puede laicalizar más a la Iglesia?. Pues sí, yo creo que sí. La Iglesia, como cualquier otra institución, necesita sus dirigentes, sus orientadores, lo cual no implica que éstos, necesariamente deban de ser clérigos. El hecho de ser clérigo no implica necesariamente ser defensor y propulsor de la fe, sabemos que muchos no lo han sido, igual que ser político no da garantías de ser amante y propulsor de la democracia, bien al contrario, en no pocas oportunidades se convierten en obstáculos. La historia, pasada y presente, está saturada de casos, aunque las instituciones a las que pertenecen siempre aducirán el argumento de que se trata de casos aislados, esporádicos, desadaptados, desequilibrados y qué sé yo cuantas cosas más. Cuando se pretende justificar la debilidad de las instituciones, todo es cuestión de excepción.

 

     He leído con asombro los datos aportados por el sacerdote Richard Sipe, profesor de la universidad John Hopkins, de Baltimor,  en los cuales aparece el siguiente resumen: dos por ciento de los presbíteros norteamericanos cumplen el celibato sacerdotal completamente, sólo el dos por ciento; el cuarenta y siete y medio por ciento lo cumplen “relativamente bien”, es decir, que se permiten alguna escaramuza, algún escarceo, alguna momentánea debilidad; pero el treinta y uno y medio por ciento del clero católico “vive una relación sexual activa, y en una tercera parte de ellos esta relación es homosexual”.

     Son datos de 1990. Desde entonces hacia acá se produjo el escándalo, con las nefastas consecuencias, inclusive, para la credibilidad de los feligreses en sus pastores. No quiero entrar a juzgar el proceder del clero norteamericano, mucho menos a condenarlo. Los abusos de pederastia sí, esos no tienen perdón de Dios. Pero uno necesita reflexionar en profundidad y preguntarse: ¿si la realidad es esa, por qué el empecinamiento institucional a un celibato forzado y forzoso, que es más una ley positiva que una ley natural, mucho más un capricho disciplinar y de la costumbre que una defensa de lo que verdaderamente es la esencia del cristianismo, cual es el amor.

     Hay que poner fe en la práctica de la fe, en la esencia de lo que se profesa, y no castigar, ya no digo al clero sino a los auténticos feligreses, a una distorsión de la creencia. No se acaba el cristianismo porque los curas puedan libremente contraer matrimonio, faltaría más, y sí nos ahorraríamos muchas falsas creencias, muchos tabúes.