Muletas para la Iglesia

Autor: Adolfo Carreto              

    

Es tema de moda y tema de preocupación: no hay vocaciones sacerdotales. Y algunos obispos todavía se preguntan el por qué, y lo que es peor: qué hacemos si se acaban los curas.

     La jerarquía eclesiástica siempre ha insistido en la necesidad de que el laico participe en la vida de la fe de la iglesia. Y, paradójicamente, ahora más que nunca el laico “exige” (es su derecho) que la jerarquía eclesiástica le conceda oportunidades para participar más activa, más directa y más comprometidamente no sólo en la puesta en práctica de su fe sino en el manejo de las estructuras que pretenden encauzar esta vida de fe.

     ¿Existe contradicción en este planteamiento?. Por supuesto que no. Un distinguido católico, Alberto Rodríguez Gracia, señaló en su momento muy acertadamente que “una Iglesia sin laicos activos es una Iglesia minusválida”. Tal aseveración puede ser firmada desde la ortodoxia más firme del Vaticano hasta la práctica más liberal de las comunidades de base. El problema reside en qué entienden unos y otros por “actividad”.

     Los laicos, o el pueblo de Dios, no pueden ser pasivos en el desarrollo de su fe, cierto; lo que implica que necesitan al menos un mínimo de libertad para que esa fe pueda desarrollarse en todas las instancias mundanas. Si el laico, como hombre de fe, pierde terreno en la sociedad, esa pérdida es achacable a todo el pueblo de Dios.

     Cualquier integrante de este pueblo tiene derecho a velar por sus instituciones y tiene derecho a que le permitan ejercer dicho derecho. En otras palabras, la opinión pública dentro de la instancia religiosa es parte de la evangelización de la misma Iglesia puertas adentro.

     En no muy pocos aspectos del contacto de la vida de fe con el mundo contemporáneo los laicos están mucho mejor preparados para llevar adelante las instituciones eclesiásticas que los mismos eclesiásticos… Pero como los laicos se sienten sin “autoridad oficial” para actuar en nombre de su Iglesia, terminan optando por hacerlo al margen de la institucionalidad, aunque no al margen de la fe. Y en no pocas ocasiones ha llegado el conflicto.

     Se me ocurre pensar que es hora también, en este momento de la necesidad de la reevangelización, echar mano del valor profundamente teológico de los sacramentos con el fin de sacarles, pastoralmente, todo el jugo que contienen. Si todo bautizado pertenece ya al pueblo de Dios, en qué momento va a considerársele adulto, esto es, confirmado, para que su práctica de fe sea creíble y libre?