La sonrisa de Dios

Autor: Adolfo Carreto         

    

Eran aquellos tiempos cuando todavía la vida no nos había deparado tantas sorpresas. Cándholy, mi hija pequeña, a penas si sabía de Dios, aunque su hermana, pequeña también, pero con algún conocimiento, le mostraba estampas, crucifijos e imágenes. Aquella tarde Cándholy jugaba con el crucifijo de la alcoba, no el que cuelga en la pared, sino uno pequeño, apoyado en un diminuto pedestal de mármol. Mamá lo había colocado ahí, en la mesita, convencida de que el Cristo velaría nuestro sueño. Cándholy, que entonces no entendía de sufrimientos, ahora entiende de algunos, y menos de sufrimientos divinos, jugueteaba con el crucifijo, indiferente a que Jesús estuviera crucificado.

     Mama le dijo: “Con Dios no se juega, hija”. Y la pequeña lloró.

     Lloró, no porque no pudiera jugar con Dios sino, simplemente, porque no la dejaban jugar con lo que ella deseaba. Mamá, instintivamente, salió en defensa de Dios, y la niña, lógicamente, salió, escudada en sus lágrimas, en su propia defensa.

     Dios, a pesar de estar crucificado, o precisamente por eso, sonrió. Comprendía los tabúes de mamá, pero aceptaba, sobre todo, los juegos de Cándholy. Y Dios, con esa preferencia especial por la inocencia, susurró al oído de la niña: “Continúa jugando, pequeña. Mamá tiene razón, pero tú también la tienes. Los mayores tienen otros ojos para verme. Me ven aquí, clavado, indefenso, hasta muerto. Me ven eternamente postrado en este madero. Si me bajara de aquí, ya no me comprenderían. Y, lógicamente, toda esta forma adulta de mirarme no parece ser apta para el juego. Por eso te reprende. Pero yo no me enfado, Cándholy. Si los mayores, al verme ahí, me vieran no en lo físico sino en el por qué estoy ahí, se alegrarían. Fíjate que me clavaron y no se atreven a desclavarme. Por eso les asusta que tú, una pequeñita, se atreva a desclavarme, es decir, a jugar conmigo”.

     No sé qué le ocurrió a mamá, qué runruneo interno escuchó, que, de pronto, permitió a la niña continuar jugando con el crucifijo. Eso sí, le advirtió: “No me lo rompas, hija”.

     Era algo así como decir: no me rompas el símbolo, no me rompas la materialidad. Como si un crucifijo con su Cristo clavado pudiera ser destrozado más todavía.

     Me lo comunicó mi esposa por la noche, de vuelta a casa:

-         Algo ha ocurrido.

-         ¿Qué ha ocurrido?

-         Que Cándholy se pasó toda la tarde jugando con el Cristo.

-         ¿Y?.

-         Que me pareció que el Cristo, clavado y todo, sonreía.

     Me acerqué y lo miré. Efectivamente, al terminar el juego con Cándholy la cara de Cristo se había vuelto más niña.