La preocupación de un Cardenal I

Autor: Adolfo Carreto

          

Lo he dicho muchas veces y vuelvo a reiterarlo: sentí gran admiración por el cardenal español, Monseñor Tarancón. Sigo admirándolo. Continúo bebiendo en sus reflexiones Me parecen de una lucidez desbordante, siempre iluminadora. Me parece que dio en el clavo cuando puso en la mesa de discusión el interrogante de si el testimonio cristiano actual  era inteligible Y lo hizo racionalizando admirablemente la esencia del signo: “El testimonio, como todo signo, ha de ser “inteligible” para que sea eficaz. Los signos que no se entienden no tienen valor: pierden su carácter de signos”. Una muy acertada advertencia doctrinal para todos aquellos que utilizan el signo como medio de comunicación pastoral y utilizan la vida como signo de testimonio.

     Se habla reiteradamente sobre la increencia como signo negativo de estos tiempos, igual que se habla de la pérdida de los valores, y hasta de otras muchas prácticas religiosas que tenían sentido antes pero que ahora se ven desprovistas de él

     Lo que en los primeros tiempos del cristianismo identificaba, o signaba, a los cristianos era su forma de ser, su comportamiento social, su vida como testimonio. Tan identificables eran que tenían que recurrir a las catacumbas para no exponer innecesariamente sus vidas a manos de quienes los identificaban como distintos. Se mostraban diferentes, y en eso consistía su testimonio. Eran signos inteligibles

     Los practicantes del cristianismo han venido siendo identificados como tales más por signos materiales y externos que por auténticos signos de identidad cristiana. Es decir, había preponderancia de fachada más que de convencimiento, más que de propia identidad.

     Es posible que gran parte de la increencia se deba al rechazo de signos externos, carentes de auténtico valor, en nuestra sociedad, más que de otra cosa. Y es posible igualmente que el nombre de cristiano fuera más una costumbre aceptada desde el nacimiento, y por lo mimo, una estadística, que un convencimiento de todo lo que tal nombre implicaba.

     Para ser cristiano, por ejemplo, no es necesario ostentar poder político, aunque sí es verdad que el cristiano, como sujeto social, puede, y debe, influir en el quehacer de la política. Nunca ha dado buenos dividendos para la fe el que ésta sea defendida desde el poder político. Desde Constantino hasta Pinochet hay argumentos más que suficientes para dudar de le legitimidad de la defensa de la religión desde el poder. Pero como ha ocurrido, y no en contadas ocasiones, esto se ha constituido como un signo falso y, por lo mismo, ilegible, confuso, no testimonial.