La palabra Dios

Autor: Adolfo Carreto

          

     Como tantas otras palabras, también la palabra “Dios” sufre la enfermedad semiológica de la contaminación, lo que significa que para algunos tal palabra causa recelo, como si tras ella se escondiera una trampa al acecho de cualquier humano incauto.

     No en pocas oportunidades se ha intentado reinventar a Dios como enemigo, reprochándole, incluso, su supuesta participación en las desventuras humanas. También últimamente a Dios lo han enfrascado en estas guerras modernas, en las que los intolerantes, en nombre de su Dios, se han convertido en fanáticos, esto es, en ateos. En definitiva, no se trata más que de justificar nuestras reiteradas torpezas. El ya famoso novelista y semiólogo italiano, Humberto Eco, ha tenido que salir al ruedo de este nihilismo para explicar que “lo que nos ocurre, el destino, el sino, es siempre la suma de nuestros comportamientos, de los cuales, sin embargo, no queremos admitir la responsabilidad”.

     La palabra “Dios” parece ser terriblemente acomodaticia: buena para los tiempos buenos e infecunda para los tiempos de pesadumbre.

     Ocurre que a la palabra “Dios” se la ha querido identificar con formas, más o menos institucionalizadas, con ritualizaciones más o menos exigentes. También con ideologías. También con prácticas religiosas, o más correctamente, pseudo religiosas. Y eso es lo que ya no funciona. Para sacarnos de este atolladero, el famoso teólogo Paul Tillich ha explicado: “Si tienes problemas con la palabra Dios, coge aquello que sea más lleno de significado en tu vida y llámalo Dios”. El equívoco parece residir en la palabra y su uso, no en el contenido. El teólogo, para aclarar que no se anda por las ramas, ha dicho que el significado de su vida es “el espíritu de servicio, el servir a las personas”.

     Ya lo había diagnosticado Agustín de Hipona en alguna oportunidad: “Ama y haz lo que quieras”. Ya lo dejó plasmado en su predicación sobre la Buena Noticia el evangelista Juan: “Dios es amor”. Lo que implica que todo lo que huela a odio, a inquina, a maltrato, a discriminación, a intolerancia, a injusticia, a guerra no entra, ni puede entrar, en la semántica de Dios. Tampoco en la palabra. Y es porque la manipulación de los significados atenta contra la esencia, contra la realidad. Por algo los hebreos tenían miedo a pronunciar la palabra Dios, para no contaminarla, para que nadie creyera que Dios es lo que no es.