El sentido de la vida

Autor: Adolfo Carreto

          

Esa famosa frase, “la vida merece vivirse” pareciera hoy abocada a un eslogan fatalista, apto únicamente para aquellos que realmente pueden vivir. A pesar del publicitado bienestar, y de la no menos exaltada abundancia globalizante, a pesar de los deslumbrantes artefactos, los cuales inducen al ser humano a creer en las facilidades que concede el progreso para vivir, a pesar del orgullo ante la tecnificación alcanzada durante los últimos años, a pesar de que el ser humano logró quebrar las fronteras de su habitat terrestre, remontándose hasta espacios hacía poco de ficción, a pesar de que la medicina ha encontrado sucedáneos para anestesiar enfermedades antiguas, a pesar de todos los esfuerzos de la inteligencia humana para procurar un mundo mejor..., la realidad  se presenta bajo otros contrastes: quizá hayamos logrado vivir más pero no mejor. Hemos avanzado en lo cuantitativo y hemos retrocedido en lo cualitativo. Hemos descuidado el auténtico sentido de la vida.

     El admirado cardenal Tarancón puso el dedo en la llaga en su oportunidad, al detectar que la moderna búsqueda de un sentido para la vida ha quedado fallida porque se asentó en el rechazo del sentido de pecado: “La pérdida del sentido de pecado es olvidar la raíz de la auténtica esperanza. Es cerrar los horizontes cuando, como tantas veces ocurre, se ceba el dolor, la desilusión, la tristeza en nuestra vida. Le quita a la vida humana su auténtica dimensión al olvidar la relación con el único que puede alentar nuestra esperanza”.

     Se ha perdido, ciertamente, aquella ilusión de los años sesenta, cuando, al menos, parecía la posibilidad de una puerta abierta a la esperanza. Los líderes habían logrado mantener la posibilidad de una utopía creíble. Por malo que aparentara el momento, el futuro brindaba una luz. La niebla se iba disipando en penumbra y, al fondo, el rayo esperanzador tendía sus manos. De entonces hacia acá la neblina se ha ido espesando y al rayo lo han cubierto los nubarrones. Hemos entrado en el largo y oscuro túnel de la pérdida del sentido de la vida.

     Es cierto que el ser humano siempre se ha planteado el interrogante sobre su futuro, a veces hasta agónicamente, pero da la impresión de que hemos entrado en el tiempo opuesto, ese que insiste en dejar de lado la proyección para apuntalar el presente, lo que ha llevado a un sentido de vida marcada por el egoísmo: por el egoísmo personal y por el colectivo. El nuevo sentido que quiere dársele a la vida es el de agotarla en el presente, principio que nos está llevando a un marcado desencanto. Y el desencanto empuja hacia la desesperación.