El desierto

Autor: Adolfo Carreto

 

 

  Aunque las naves espaciales, los transbordadores y demás artefactos aeronáuticos andan buscando lugar habitable por el espacio, lo cierto es que el suelo, nuestro suelo-tierra, continúa siendo nuestro recurso de primerísima necesidad. Llegará el tiempo en que no nos baste, es verdad, de ahí que andar indagando otros posibles escondrijos no es nada fuera de lo normal. Pero por ahora, nuestro suelo es nuestro hábitat, nuestra necesidad vital, y no solamente porque en él pisamos, es decir, nos sostenemos, sino, y sobre todo, porque es la tierra madre que nos alimenta, es nuestra cuna, es nuestra identidad.

     Nuestro suelo tierra es germen, es vientre, es fuerza vital que nos sustenta. En él está la savia que hace madurar el fruto, que es vida vegetal para convertirse luego en sustancia humana

     Pues mire por dónde, estamos acabando con nuestro propio suelo, esto es con nuestra propia vida. Nos estamos suicidando. Cito textualmente a Edward Kormondy, Vicepresidente para Asuntos Académicos de la Universidad de california, y distinguido Biólogo: “El suelo, como el agua y el aire, se ha considerado un recurso ilimitado. Se le ha empleado también como basurero de los productos de residuo de la actividad del hombre y se ha visto perjudicado por malas prácticas de cultivo. Entre las consecuencias más perniciosas de esto último está el aumento de las zonas desérticas en los últimos ciento setenta años. Todos los años los desiertos aumentan en unos ochenta kilómetros cuadrados a costa de suelo anteriormente cultivable... De seguir la tendencia actual, el área total amenazada de una futura  desertización está en torno a la de Estados Unidos, Rusia y Australia juntos”.

     Estamos matando al suelo. Nadie de nosotros se va a dar por aludido, por criminal, por autodestructor, pero entre todos lo estamos matando. Convertir suelo fértil en desierto es ir autodestruyéndonos.

     No nos llevemos a engaño, ni pensemos en los desiertos más allá de nuestro territorio geográfico: cada vez que ponemos fuego al monte más cercano o a cualquiera de las zonas aptas para la vida vegetal y animal de nuestras simpar geografía, estamos añadiendo kilómetros de terreno baldío a nuestro mundo.

     Puede que no nos percatemos, pero podemos lograr hacer de nuestro país un cruel e inhóspito desierto, una tierra resquebrajada, ajada, sin vida, sin identidad. Podemos estar cavando la fosa de la autodestrucción. Y sin darnos cuenta, que es lo peor.