Culpa sin sentimiento

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Pretender ser conciencia de la humanidad es uno de los principales deberes de la Iglesia, de las Iglesias. Un deber que obliga a poner en crisis, esto es, en cuestionamiento radical, el devenir del ser humano, tanto en su contexto individual como en el social.

Se acusa con frecuencia a las Iglesias de no aportar soluciones prácticas, limitándose únicamente a enjuiciar. No es poco práctico el enjuiciamiento, siempre y cuando éste surja de la más sincera intención y del más objetivo deseo de corrección para que se enmiende lo enjuiciado.

La Iglesia, las Iglesias, no pueden obligar a nada, ni siquiera a creer. La misma teología, la más tradicional, enfoca el asunto de la fe como un don gratuito, ni comprado ni vendido ni impuesto. Por lo mismo, ajeno a cualquier tipo de manipulación. La única obligación debe imponérsela el individuo; por ende, la sociedad. Y esa obligatoriedad de acción debe surgir del convencimiento real de cada cual, sobre los presupuestos predicados (expuestos) por las Iglesias.
No es poco que el centro del mensaje anunciado se apoye en la más profunda de las aspiraciones humanas: el anhelo de salvación, el reclamo hacia la conquista de un estado original de felicidad perdido, no míticamente sino en el contexto de las más recientes realidades humanas. De ahí que la Iglesia, las Iglesias, insistan, hoy más que nunca, en hacerse portadoras de una voz, que es la voz de la necesidad hacia la libertad.

Si realizáramos un recuento apresurado de la insistencia del mensaje “moderno” de la Iglesia, de las Iglesias, nos percataríamos de que, en efecto, los ímpetus de la predicación se centran en detectar las lacras individuales y sociales, y en amonestar “moralmente” a quienes no se preocupan lo suficiente por hacer de la vida común una vida en común.

Voceros de la Iglesia católica venezolana han vuelto a insistir sobre acontecimientos que parecerían haber sido relegados al olvido, con todo lo que de “perdición” individual y social puede provocar tal olvido. Pero estos reclamos de la Iglesia, que van radicalmente dirigidos hacia la conciencia social, pegan contra la pared de otras realidades que no parecen encontrar la barrera que impone una seria y no escrupulosa moralidad.

Ciertamente, la ética y la moral “dañan”, pero es un daño que hay que asumir para que la sociedad no se derrumbe del todo. Desgraciadamente no es mucho lo que hemos aprendido en los últimos tiempos. A lo más nos hemos empeñado en buscar sofisticadas razones para anular los primeros e inevitables sentimientos de culpa.