Jacinta, la divertida (30 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Que sí, que la he visto andar por ahí, como andan todas las muchachas de su condición, a la pesca de cualquier diversión posible, porque los años se lo permiten, las ganas desenfrenadas de disfrutarlos, el dinero para no pensar en él porque hay en abundancia. Muchachas que andan echando el ojo a todo lo que se les antoja, sea en vitrina, sea en escaparate, sea de metal o sea de carne; que andan luciendo todo lo que tienen, y más, y que lo lucen con el desparpajo que concede la posición social, el apellido que se lleva, la alcurnia de donde proceden; que andan de flor en flor, de gusto en gusto, de fiesta en fiesta, de alterne en alterne; que son hijas de la noche y amantes de llegar a casa de madrugada, sin que nadie les pregunte, para irse a la cama, a descansar, hasta que llegue la nueva hora de la salida.


Que sí, que la he visto en la playa, luciéndose a sí misma en la playa, desafiando a todos en la playa, picando los ojos en la playa, volviendo de la playa con quien no acudió con ella a la playa. Que sí, que el celular, el móvil es una agenda en la que caben todos los antojos para el cuerpo. Que sí, que a esta tal Clarix, nombre que suena a lo que es, y no este de Jacinta que luego le endosaron, la veo en las páginas de sociedad, en las revistas del corazón, en los escándalos financieros, en las pasarelas, en los conciertos de Pavarotti y en los de música rock. Claro que he visto a esta Jacinta de Mariscotti, santa después, pero descompuesta, porque le daba la gana, antes.


Dicen que nació en Viterbo, Italia, en 1585, es decir, para iniciarse a la vida rocambolesca en los inicios del siglo XVII, tan dados a lo rocambolesco. Pero no, no nació allí. O también allí. Yo la he visto, la veo, justamente ahora y aquí, regañando con su madre, con sus hermanas, diciéndoles que la dejen en paz, que su vida tiene que vivirla ella, que a nadie le interesa si sale o no, menos a la hora que llega, mucho menos con quién va y con quieén viene. Así es que no solamente nació en Viterbo sino que es intemporal, en el tiempo y en el lugar, a las buenas y a las maduras.


Quisieron educarla religiosamente, pero eso era pedirle demasiado. Para Clarix no había más religión que la de su propio capricho y la de sus propias andanzas; y que nadie la apartara de ese altar. Y como capricho es capricho, terminó diciendo, por despecho: ahora sí, ahora me meto en el convento. Lo hizo por despecho y porque una de sus hermanas se casó con quien, muy posiblemente, deseaba casarse ella. Podía resultar, pero, qué va. Convirtió su celda en un camarín de mundana provocación. Y sembró el desconcierto en quienes habían acudido al convento con mejores intenciones.


Hasta que llegó el empujón. El empujón fue una enfermedad. Estas cosas ocurren. Cuando la cosa se ve fea, la cabeza se asienta, por el temor, por el por si acaso. Y todo se vuelve al revés. Lo que antes era derroche ahora es precaución. Lo que antes era carcajada ahora se torna meditación, lo que antes era despecho ahora es temor de Dios. A los treinta años le vino la llamada de la enfermedad y todo cambió. Rezos, confesiones, arrepentimientos, solicitud de perdón, escarnio público: se ató una soga al cuello y se exhibió así, por las mismas calles por las que antes se había exhibido de otra manera y con otras intenciones, para proclamarse ahora pecadora, para que las muchachas no siguieran sus pasos de antes. Bueno, pues algo así como un San Pablo en femenino que desde cualquier tiempo se proyectan en todos los tiempos.

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