Ildefonso, El Toledano (23 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Yo me imagino a San Ildefonso, el arzobispo, como lo pinta escribiendo El Greco: espigado y de pocas carnes. Me lo imagino igualmente inspirándose en quien se inspira, en esa Virgen a la que dedicó su pluma, su defensa de la virginidad, y todas las defensas que por aquellos tiempos, siglo VII, hacían falta. Eran tiempos de asentamiento de la fe en España, y Toledo era ciudad para semejantes asentamientos, y sin tropiezos.


Toledo, ya se sabe, es encrucijada de tres religiones, y todas han caminado a través del tiempo por sus calles angostas con buen pie. Todas han perpetuado en Toledo no solamente sus creencias sino también sus saberes y su arte. Así es que no cabía otro lugar más apto para este obispo toledano que tenía mucho saber en su mente y muchísimo empeño por defenderlo.


Ildefonso, luego de pasar su pasantía por la abadía, luego de ejercitarse en ordenar la vida de los monjes, luego de saber de la soledad y de las meditaciones nocturnas e ininterrumpidas, luego de aprender a defenderse contra todo tipo de tentación, tuvo que acceder a ocupar la sede arzobispal de la ciudad. No la quería. Pensaba que esa era una responsabilidad que escapaba a sus posibilidades. Pero el pueblo, que es también el que sabe con esa sabiduría innata que surge de la sencillez, proclamó que el obispo para guiarlos no podía ser otro que ese abad, del que se cuenta no solamente que es sabio sino que, además, es santo. Con semejantes credenciales, cómo no presionar para que guiara a la Iglesia.
Lo logró. Y lo logró sin grandes aspavientos. No se cuentan de él hazañas memorables sino únicamente cumplimiento del deber, que posiblemente sea la hazaña más memorable de la que podamos alardear; ya el pueblo se encargará de enviarla a los altares.


En los Concilios, que entonces se sucedían con frecuencia, alzaba su voz. Y la Madre de Dios era siempre la preferencia para su defensa. Mucho había escrito sobre Ella, sobre todo lo concerniente a la virginidad, y mucho habría que continuar diciendo. Es posible que lo de la visión que se le atribuye no sea más que el producto popular del conocimiento que había sobre el obispo y su devoción por la Virgen.


Cuentan que la Madre de Dios bajó del cielo, según el lienzo de Murillo, rodeada de todos los ángeles disponibles, pues no hay cuadro de Murillo sobre Vírgenes e Inmaculadas donde los ángeles no revoloteen. Cuentan que bajó la Virgen para entregar, y según el pincel de Velásquez, imponer también, la casulla ceremonial para que el arzobispo oficiase con la mayor de las devociones. ¿Quién bordaría ese ornato? ¿En qué costurero celestial? ¿Qué manos de monjas toledanas apostadas ya en el cielo, de esas que todavía existen, pusieron sus bordados en la casulla? Puede que todo esto sea imaginación, pero tampoco importa, y menos si es motivo para los pinceles de El Greco, Murillo y Velázquez.
Lo que sí sabemos es que el Toledo de San Ildefonso continúa siendo el Toledo de la espiritualidad de todos los pintores que tengan a bien, para su inspiración, posarse en la virginidad de la Madre de Dios.

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