Fructuoso o el día que llamaron a la puerta (20 de enero)

Autor: Adolfo Carreto   

 

 

Era invierno y hacía frío. Era enero y en Tarragona, a pesar del Mediterráneo, el frío ocupa su lugar. No se puede andar así como así por las calles. Hay que arroparse. Por eso, el día que tocaron a la puerta de Fructuoso, obispo, este creyó que se trataba de algún necesitado, y para tales urgencias no se necesitan atuendos especiales.
Llamaron a la puerta y el mismo entreabrió. Los agentes miraron a sus zapatillas. No parecía indumentaria correcta para un obispo, aunque los agentes, pues se trataba de agentes, como los de ahora, ya que los agentes de todos los tiempos son los agentes de todos los tiempos, no creían en la fe de Fructuoso.
Los agentes del poder solamente creen en la fe del poder, en la obediencia ciega a la fe del poder, en la ejecución presta a lo que el poder les ordena. Eran agentes del emperador Valerio y de los Cónsules Baso y Emiliano. Es decir, los brazos ejecutores de la orden emanada desde el trono.
- ¿Qué se les ofrece?
Fructuoso no los vio con cara de necesidad sino con semblante de no muy buenos amigos, pero eso no importaba. La fe que él predicaba era creencia para todos, pero sobre todo para quienes aún no la practicaban. Ese era el empeño de Fructuoso, obispo de Tarragona: que todos los terraconenses, desde los cónsules hasta los hombres de a pie, desde los que andan por las aguas hasta los que se adentran en los escampados, todos, sin distingos, acepten la nueva noticia. Y era, en verdad, noticia nueva, aunque muchos no la aceptaban como buena. No la aceptaba el poder romano, vale decir, el emperador, y ese era motivo suficiente. Así es que Fructuoso miró a ambos agentes e insistió:
- ¿Qué se les ofrece?
- Que venga con nosotros.
Es lo que dicen todos los agentes: acompáñenos. No hay que preguntar el por qué, porque en situaciones así el por qué, si existe, da igual.
Fructuoso los acompañó. No sabía dónde lo llevaban, aunque lo suponía. Se llevaron con él a dos de sus seguidores.
- Está acusado de sedición.
Y él no negó, pues sabía ya de qué se trataba.
- Entre ahí.
Era el calabozo y él no se negó, porque sabía de qué se trataba.
- Los jueces decidirán.
Y él sonrió amargamente, porque sabía qué decidirían los jueces del emperador, es decir, del poder, cuando el arresto viene por orden de la superioridad.
Lo condenaron. Los condenaron. Por intentar propagar una fe, una ideología, un modo de entender la vida, una forma de entender la eternidad que no se acoplaba a la forma del poder. Condenado a muerte. Condenado al escarnio público. Condenado a la hoguera.
- ¿A la hoguera?
Así dijeron los jueces. Prendieron la pira en el centro del circo romano de Tarragona y ante el aplauso de los seguidores del régimen, los quemaron.
Es, más o menos, la historia de todos los tiempos, y aunque aquel era el año 259, los titulares de hoy parecen haberse estancado en el tiempo. Todo pasa, pero también, todo queda.

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