Francisco de Sales, El creído (24 de enero)

Autor: Adolfo Carreto   

 

 

A Francisco, el que nació en un castillo, el de Sales, en la Saboya, no me lo imagino joven del siglo XVI sino de hoy. O quizá no, quizá joven con pretensiones de todos los tiempos cuando tienen motivos materiales para las pretensiones.
Nacer en aquel tiempo en un castillo dice tanto como nacer hoy donde todos sabemos, y quienes en esos sitios nacen suelen nacer marcados por el camino que le colocan nada más venir a este mundo. Que luego el camino se enderece o se tuerza más, es otro cantar, y en uno y otro caso habrá que achacarlo a la pericia del caminante, que es, a la postre, quien va haciendo su propio y personal camino. Por eso no tengo que recurrir a aquel tiempo para imaginarme a Francisco, el rico, el de buenas universidades, el de contactos sociales, el de poder ir a donde se le antojara, muy diferente a muchos de los que hoy conozco.


Me cuentan que tenía muy mal carácter. Tampoco es necesario abundar en detalles. Ese mal carácter podemos achacarlo a su condición. Mal carácter, en este caso, quiere decir que pretendía siempre tener la última palabra, que nadie se le podía cruzar en el camino, que sacaba a relucir su condición cuando no había otra razón para lucir. Y cada quién saca a relucir su condición según el estilo: unos a golpe de coches de última generación, otros sobre la base de títulos universitarios en tal universidad extranjera, otros dándoselas de escaparates vivientes, otros aduciendo porte, compostura, delicadeza en el trato, dejarse ver, sobre todo dejarse ver, porque quien no se deja ver es como si no existiera.


Así es que el muchacho se las traía. Tenía muy mal genio y no se preocupaba en controlarse, hasta que comenzó a ocuparse. Y eso es ahora lo que interesa: que de peleón sin causa puede uno convertirse en componedor con causa; que del grito injustificado podemos pasar al susurro convincente; que de la patada se puede ir hacia la caricia. Y estas son las dotes que más adelante, cuando entró en eso que se llama “uso de razón social”, pudo exhibir. Y hasta pudo aconsejar.
A mí, el milagro que más me interesa de Francisco es el milagro de la pluma, quiero decir, de la buena pluma. Y una pluma jamás será buena si anda a gritos, si insulta, si se apoya en palabrería, si se documenta en chismes, si hace de mentiras, o de medias verdades, una verdad para imponer. Decían que escribía como un ángel, que es el mejor piropo que se le puede lanzar a quien ha hecho de la pluma una especie de segunda vestimenta. Escribir como un ángel no solamente se refiere a la metáfora de escribir bien y correctamente, sino de ser bueno y correcto lo que se escribe. Es decir, que la gramática no solamente ha de ser aplicada en la forma sino igualmente en el fondo. Ha pasado a ser patrono de los periodistas, y no solo porque, según cuentan, escribiera pasquines y los introdujera por debajo de las puertas de las viviendas, sino porque lo que escribía era consistente, que no es virtud de todos los días, aún entre el gremio.


Y hasta sospecho que no poco de aquel mal humor inicial, de aquel genio de perros, juvenil, de aquellos desplantes a los que acostumbraba, fueron, si no resueltos del todo, al menos aminorados por el pluma. Y es porque la pluma se convierte en terapia, en milagro personal para todo aquel que se sienta, con humildad, a exponer su opinión teniendo de frente las opiniones del resto.


Es con lo que me quedo de este Francisco, el que nació en Sales, el del mal genio curado milagrosamente por el autodominio de la pluma y de otras cosas. Se construyó un camino que en nada se parece al que comenzó a andar. Y ese es un milagro que no todos sabemos realizar.

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