Conversión de San Pablo (25 de Enero)

Autor: Adolfo Carreto   

 

 

Caravaggio ha pintado el momento exacto en el que Pablo de Tarso, todavía no San Pablo, todavía no el Apóstol, se ve en el suelo luego de la cabriola de su montura. Puede que el caballo se asustara por un ruido inesperado, puede que por un relámpago de esos que te asaltan cuando menos lo esperas, puede que porque el jinete lo azuzó en demasía. Lo cierto es que la leyenda asegura que el caballo hizo un extraño y el jinete se vino al suelo. Caravaggio recoge exactamente ese momento con los detalles que al gran pintor italiano le gusta reforzar sus estampas.


Pablo, oficial del ejército, llevaba escolta, dato que no se le escapa al pincel de Caravaggio, a pesar de que el momento del espanto del alazán no es de mucha claridad. A Caravaggio, para estos temas, le encanta el contraste de la luz y de la sombra. Nos muestra los detalles del momento pero no hace excesivo hincapié. Prefiere que la luz se concentre en el protagonista. Y en esta ocasión el protagonista es un prepotente oficial joven, que no tiene empacho en lucir la musculatura desnuda de su cuerpo para que todos entiendan de qué hechura está formado.


El resto es de todos conocido: esa voz que no sabe de dónde procede, indudablemente de algún lugar inmaterial, y que increpa:
- ¿Por qué me persigues?
Pudo que fuera realmente una voz exterior, quizá la de un cristiano disfrazado, de la escolta; pudo ser una voz inmaterial que procede de la inmaterialidad real, de eso que denominamos metafóricamente cielo; puede que procediera del interior del jinete, de eso que denominamos conciencia. Muy posiblemente fuera de ahí y muy posiblemente por el escalofrío que inundó al jinete, se espantara el caballo y diera al suelo con el hombre. Tampoco importa demasiado de dónde procedía la queja, pues se trataba de una voz quejosa, de un lamento que implora, de alguien que no tiene cómo defenderse de un poder que alardea de fuerza y la muestra.


Caravaggio nos dice con el pincel que quienes secundan al jefe acuden rápidos en su auxilio. Algo le ocurre, pues ante percances así un soldado con garra de inmediato se aúpa. Este Pablo permanece postrado, sin fuerzas, y no pareciera por el golpe. Así es que los acompañantes se apuran.
- ¿Qué ocurre, jefe?
- ¿No han escuchado la voz?
- ¿Qué voz?
No, no la han escuchado, lo que indica que muy posiblemente haya salido de sí mismo o haya sonado solamente en su cabeza. Pero nadie duda que se trata de una voz. Así es que lo auxilian como pueden, en medio de esa noche que ha pintado Caravaggio para que la luz del milagro se centre únicamente en el jinete tendido, en el poder sin fuerza, en quien iba en pos de perseguir y ha sufrido la emboscada de una voz que le dice:
- ¿Por qué me persigues?
Y ahí, en ese momento, en el camino nocturno hacia Damasco, según el testimonio del pincel de Caravaggio, comenzó otra historia. Pablo carecía de respuesta para la pregunta que lo asaltó. A oscuras todavía, comenzó a buscarla. Hasta que la encontró. Si el de la voz le dijo: Yo soy ese a quien tú persigues, no había más vuelta de hoja. La decisión es clara: no se puede perseguir al inocente, no se puede atentar contra el desvalido, no se puede andar por la vida arrasando sin ton ni son.


Justamente en ese momento cuando el guerrero Pablo, defensor de un ejército perseguidor, se convirtió en el defensor de un ejército de perseguidos. Y tal empeño puso que también él comenzó a ser perseguido. Posiblemente por ser desertor. Y es que estas deserciones de la estructura del poder siempre se pagan, hasta con la vida.

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