Bendita, Benita, Benedicta

Autor: Adolfo Carreto   

 

 

Llamar a una mujer “bendita” es un piropo sin igual. Todo nombre de mujer es un piropo único, personalizado, y ni aún la más santa puede despreciar esa gracia, porque de gracia precisamente se trata, y de gracia santificante. El nombre, además, es un indicativo, parte de la identidad, más de la espiritual que de la física, una señal que distingue, a veces también que altera, siempre que diferencia. Decir un requiebro bien dicho a una mujer es ofrecerle un ramo de flores espirituales, tenderle una sonrisa imperecedera, hacerla bajar la mirada, complacida, o forzarla a voltearla, tímida e ingenuamente, también complacida.


A estas mujeres, por mujeres y por bienaventuradas, comenzaron a llamarlas Benedicta, Benita, Bendita. Y no se trata de un femenino robado al masculino Benito o Benedicto, sino con personalidad propia, con identidad natural, sin copia. Se sabe que al menos cinco de las santas que lucen este bendito nombre son anteriores a San Benito de Nursia, de donde pareciera proceder el femenino. Pues no. Bendita es nombre de mujer desde el paraíso terrenal y muy posiblemente fuera Dios quien así bautizara a Eva o a sus descendientas.


Tengo ante mí a tres o cuatro mujeres con esta designación y no sé si son todas la misma o son diferentes modalidades. Me da igual. Lo cierto es que todas son la misma bendita y por la misma razón: porque hicieron de su vida una bendición, porque pasaron por la vida bendiciendo y porque no dieron motivo para que nadie las tachara de lo que no eran.
Bendita es también la “bien dicha”, que si nos ponemos a fantasear equivale a la bien puesta, a la bien estar en su sitio, a la de buen ver en todos los sentidos de la mirada, esto es, a la que no tiene desperdicio. Y todas ellas concuerdan igualmente en estas apreciaciones. Así es que llamarse Benedicta, Benita o Bendita es una auténtica bendición.


Dicen que la primera santa Benita o Benedicta o Bendita que se conoce, por orden de aparición, es española, zaragozana para más señas, y oriunda del siglo primero. Así es que comenzamos bien. Dicen que esta muchacha tampoco era del montón, pues la aristocracia corría por sus venas. Y dicen igualmente que desde Zaragoza se encaminó a Roma, y que allí se produjo su conversión al cristianismo y que, por semejante desfachatez, allí fue sometida al martirio por su tozudez en no abandonar la nueva creencia. Roma era altar de dioses y en sus panaceas no cabía uno más. Así es que ese intruso judío, que iba desplazando a los creyentes del imperio, debía ser desterrado, y a sus seguidores escarmentados. A la zaragozana le tocó este honor. Era el siglo primero. El origen de todo.


Esta otra Benedicta, la del 14 de enero, pues anduvo por los mismos senderos, corrió también con la misma suerte. No era el siglo primero sino ya el cuarto pero las condiciones para estas benditas mujeres no habían cambiado: o se renegaba de la nueva fe o se sufrían las consecuencias. Y las consecuencias no eran otras que el dichoso martirio. A esta Benita, compañera de San Prisco y de San Prisciliano, mártires por idéntica razón, la acuchillaron primero y luego la decapitaron. Y otra del mismo nombre, otra bendita, pero por los lados de la Galia, fue también decapitada.


Así es que este piropo femenino no solamente suena a santidad sino a martirio. De ahí que todas las mártires sean de la misma procedencia bendita, y estén todas en el mismo altar santificado por esa singular belleza. Aunque la primera Benita fuera española éste es ya nombre de piropo universal y de altares esparcidos por todas las creencias.

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