Arcadio y el Rehen (12 de enero)

Autor: Adolfo Carreto   

 

 

Entre un Arcadio y otro hay casi dos mil años de distancia, aunque el tiempo es insignificante cuando las cosas coinciden. Y la verdad es que, lo único que coincide entre un Arcadio y otro no es otra cosa que el rehén. Y coincide también que ambos ofrecieron su vida por el rehén:
- Que lo suelten a él. Yo ocupo su lugar.
Así dijeron los dos. Arcadio, el santo, tuvo menos suerte que Arcadio, el pecador. Al santo lo descuartizaron. El pecador quedó a salvo porque, en el pelotón de fusilamiento, un cabo dijo:
- ¡No disparen!. ¡A ese lo conozco yo, y es bueno!.
Coinciden también los dos en que eran buscados por los militares, el primer Arcadio por los militares del emperador Diocleciano, el segundo Arcadio por los militares de una España que había ganado una guerra y que querían hacer limpieza santa. Ambos militares, el emperador y el caudillo, pretendían salvaguardar una fe que ambos creían la única e insustituible. Y nada mejor para tales propósitos que el escarmiento. El escarmiento a base de torturas, a base de muerte, de cuchilladas, del paredón.


Arcadio, el de mi pueblo, luego de su casual salvación, se pasó la vida rachando troncos. Los hacía todos iguales. Los colocaba bajo la tenada, aguardando el invierno. Los que no necesitaba, los regalaba. Decía que, al fin y al cabo, la leña no era suya sino del monte, y el monte era de todos.
Sabía mucho del monte porque en él se refugió cuando alguien, en el bar, le dijo:
- Te andan buscando.
En aquella época, cuando buscaban a uno ya se sabía para qué. Y como cuando fueron a buscarlo se encontraba en el monte, tomaron como rehén a su hermano. Exactamente igual que ocurrió con el Arcadio de Diocleciano: como él se había escondido en las cuevas porque lo andaban buscando por cristiano, secuestraron a su hermano. Y ambos Arcadios pensaron que cada cual tiene que morir por lo que es y que no es válida la sangre de los demás para proteger la propia sangre. Así es que bajaron del monte, de las cuevas, de los escondites, de la seguridad, y dijeron:
- Aquí estoy. Mi hermano no es yo.
- Pero si te arrepientes, todavía podemos salvarte.
- ¿Arrepentirme de qué?
- Pues que no creas en lo que crees.
Era demasiado pedir a cualquiera de los dos Arcadios.
- En lo que creo, nadie me lo puede quitar. El resto, que sea lo que Dios quiera.


A Arcadio, el de Diocleciano, lo descuartizaron con garfios, le cortaron, pedazo a pedazo, dedos y brazos; le aplicaron carbones encendidos por el cuerpo; le doblaron el espinazo con bolas de plomo. Por fin, lo decapitaron.
A Arcadio, el de mi pueblo, lo salvó un cabo porque dijo que lo conocía y que era hombre de bien, que se dedicaba a rachar troncos para que la gente se calentara en invierno, y que no le cobraba a quienes no tenían con qué pagar.
Dos mil años de distancia para similares martirios.

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