Angela, la mala de Foligno (4 de enero)

Autor: Adolfo Carreto   

 

 

No sé si era mala-mala, no se si era pecadora de verdad como dicen. Sé que era rica-rica, despilfarradora, amante de todos los lujos y de lo que ellos conllevan. La veo hoy nítidamente, deambulando por las páginas del corazón, sacando provecho a la publicidad mundana, desafiando como solamente saben desafiar quienes se creen con poder para desafiar. La veo envuelta en el oropel de las pasarelas, de las fiestas trasnochadas, de los dimes y diretes, de los amores clandestinos o no tanto. La veo enfrentándose a todo el que no compagina con ella. No es que tuviera mucho poder, que sí lo tenía, es que tenía mucho orgullo, mucha soberbia. Miraba por encima del hombro a quien no podía hacerle sombra, y a quien podía, también. Las amistades, ya se sabe: de la misma calaña, de la agenda farandulera, del título a flor de titular. No es que fuera una muchacha de hoy, era la muchacha de siempre, de la misma especie de siempre. No le hablaras de piedad, que eso no iba con ella. ¿Cómo compaginar una oración con un desplante? ¿Para qué una misa si sus celebraciones eran nocturnas y en capillas de alcurnia?. Cuentan quienes la conocieran que poseía riquezas, castillos, lujos, joyas, fincas, pero que nada de esto la hacía feliz. Yo lo dudo. La hizo feliz hasta que no aguantó, porque todo tiene su aguante.


Era una chica de ahora nacida en 1248, y ya vemos cómo el tiempo no marca tanto las diferencias. Se casó joven, cosa que ahora no se estila para no privarle el ritmo al cuerpo. Tuvo los hijos que se tenían entonces y como se tenían normalmente, dentro del matrimonio, que ahora semejante costumbre también se ha diluido. Pero nada. Todo eso no era impedimento, porque el orgullo no se le iba y la vanidad tampoco flaqueaba.
Hasta que un día se topó con lo que no pensaba Solamente tenía 35 años y la vida la asentó con la muerte sucesiva de su madre, su esposo y sus hijos. Sucesos así tienen que pegar duro. Y, como quien no quiere la cosa, entró en una iglesia y escuchó al predicador, un padre franciscano, que no se dirigía a ella pero ella pensó que sí. Y desde ese momento todo comenzó a cambiar.


¿Una conversión? Pues sí. Estas cosas ocurren más de lo que imaginar podamos. Desde Pablo de Tarso hacia acá muchos han sido los que cambiaron de estilo de vida. El franciscano le dio el consejo, el único que podía darle: vende todo y daselo a los pobres, ya verás como la vida cambia. Le hizo caso, a medias. Quizá todo fuera demasiado. Vendió casi todo pero se reservó un castillo, el de su preferencia. ¿No era suficiente? Pues no. Todo es todo. Y terminó vendiéndolo.
De ahora en adelante el resto es casi normal: de un tipo de vida a otro tipo. Del derroche y el jaleo a la abstinencia y el sacrificio. Y a la meditación. Dicen que su tema favorito fue la meditación en la vida, pasión y muerte del Señor. Ahora la llaman la Mística de la Pasión de Cristo. Y para que no nos llevemos a engaño, o quizá para que ella no se llevara a engaño, hizo su confesión pública en forma de autobiografía. Comienza así: “Yo, Ángela de Foligno, tuve que atravesar muchas etapas en el camino de la penitencia o conversión. La primera fue convencerme de lo grave y dañoso que es el pecado”. Y no es fácil llegar a este convencimiento llevando la vida que llevó. Pero quizá el mejor milagro en casos así sea uno que nunca mencionamos: el milagro del convencimiento.

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