Angela, la siempre niña (27 de enero)

Autor: Adolfo Carreto   

 

 

Aquello de “dejad que los niños se acerquen a mí” lo tradujo al femenino una mujer nacida en Italia, en el ya lejano año de 1474. Ahora las estampas nos muestran a esta dama vestida de monja rodeada siempre de niñas, ella con libreta de primaria en la mano, las muchachas con libreta de aprendices. Se me antoja mucho a mi primera maestra, a la que me enseñó a leer, escribir, contar primero con los dedos y luego con un ábaco de bolitas de madera que todavía perduran en mi tacto. Tengo que decirlo: se llamaba doña Patrocinio, para nosotros doña Patro y para mí siempre santa, aunque nunca vistiera de monja, pero casi. Conservo el recuerdo de doña Patro prendido como la estampa que de ella nunca he podido conservar. Así es que, para mí, mi maestra primera es mi primera santa de las letras, y también de las oraciones, pues no había lección que no comenzara con el Ave María y en el nombre del Padre...


Así es que ya sé cómo fue esta Ángela de Mérici, italiana, y por qué llegó a santa. Me cuentan que era de baja estatura, como doña Patro, y a veces he llegado a sospechar que se trata de la misma, si no fuera por el tiempo y por el lugar. De Italia a Salamanca, en mi época, había demasiado trecho. Lo que tampoco es impedimento, porque en eso de enseñar lo primero que hay que aprender, y que te sostiene luego en la vida, el tiempo no existe.


Esta Ángela quedó huérfana de padre y madre muy temprano, lo que es, sin duda, motivo para su vocación: que las niñas, a aquellas edades, no perdieran lo que ella perdió tan de madrugada. Quedarse sin padre y sin madre cuando uno comienza los primeros pasos por la vida no es un percance, es una desnudez, es quedarte a la intemperie. Me dicen que, cuando ya era jovencita, este mismo reproche se lo lanzó a Dios, aunque luego se arrepintió por la osadía.


He llegado a entender que durante el trayecto de la vida de uno, de cualquiera de nosotros, vamos topándonos con todos los santos habidos y por haber, pero no nos percatamos de que lo son porque están hechos de nuestro mismo material. Me he referido ya a algunos de mis santos vitales, esos que de verdad me pusieron la mano sobre la cabeza, de muchacho, o me enmendaron las intenciones, de joven, o me empujaron en el camino hacia delante, cuando era de necesidad defenderse por uno mismo. A todos esos santos habrá que canonizarlos algún día, cada cual a los suyos. Yo, a los míos, ya los tengo en mi altar.


Esta Ángela de Mérici, de extracto campesino, tuvo la osadía de fundar una congregación, que fue la primera, exclusivamente para educar a las muchachas, para no dejarlas al borde del camino, para adelantarse a que alguien, que siempre son los demonios con los que también nos topamos, les diera el primer desafortunado empujón. Me dicen, igualmente que, además de pequeña, era simpática, agradable en el trato y de buena conversación. No es para menos. Y que solamente alcanzó honores de educación primaria. ¡Hay que ver con qué tan pocos diplomas didácticos se puede ser tan doctor o doctora!. Porque a esta mujer acudían, ¡asómbrense! gobernantes, obispos, hombres de letras, sacerdotes... para pedirle consejo. Dicen que siempre acertaba recomendando lo que se debía hacer en un momento de conflicto y lo que se debía evitar. Y claro, estos consejos de alerta nunca caen mal ni a gobernantes, ni a obispos, ni a doctores ni a sacerdotes.


Es decir, que esta mujer fundó a las Hermanas Ursulinas y con eso está dicho todo.

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