Robinho, el fichaje

Autor: Adolfo Carreto

 

 

     No nos queda más remedio que andar por la vida pendientes de un fichaje. Pero no un fichaje cualquiera sino uno que tenga morbo, que sea apto para titulares continuados, que se le saque pasta dentro de la profesión y fuera de ella. Fichajes hay para todos los gustos y en todas las profesiones. Las grandes empresas se empeñan en los fichajes de los grandes planificadores, porque de eso trata el mandamiento de la prosperidad. Las universidades procuran investigadores y catedráticos de renombre, aunque luego el trabajo de hormiga, la investigación trabajosa, de laboratorio, sea trabajo de los subalternos. Las editoriales compran por anticipado los manuscritos de las novelas de los narradores que mandan, quienes aseguran no tanto la lectura de la obra cuanto el consumo de la misma, que cosa bien distinta es. Eso sí, con cláusula en el contrato papar la posible divulgación cinematográfica, audiovisual, o de cualquier otra especie. Los deportes ya no son espectáculo si previamente no vienen precedidos con el oropel del fichaje, que a veces prospera y a veces no, pero que siempre deja ganancias.
Ahora le ha tocado el turno a Robinho. El nombre lo dice todo: brasilero, futbolero, cara de niño pobre, pobreza que va para millonario, juventud y picardía en el rostro y malabarismo en las botas, eso no se puede negar.
Veo el rostro de este muchacho como antes contemplé el de algunos de sus predecesores brasileros y futbolistas. Lo veo con cara de lo que es: un muchacho con la vida por delante, esa que jamás sospechó, con vuelo de avión atropellado cuando jamás sólo más allá de una humilde bicicleta; con corbata en los protocolos, cuando lo suyo era andar descalzo y con calzón remendado por el barrio o sobre la arena de la playa. Veo a Robinho fuera de su hábitat natural y metido ahora enmarcado en la fotografía periodística y milagrosa del comenzar a ser otra cosa.
¿Qué voy a tener contra Robinho si me encanta verlo jugar, si me enloquece esa pícara manera que tienen los brasileños de jugar con la pelota como si se tratara del único juego posible? ¿Qué voy a tener contra este muchacho que luce, todavía, la humildad de su procedencia en el rostro y en la mirada? A este muchacho no se atrevieron a darle un lápiz y un cuaderno para hacer garabatos, que son los primeros driblins que se hacen en la vida, pero si le dieron una pelota de fútbol y supo aprovecharla. Y eso tiene mérito. Porque, digo yo, mientras ensayaba los malabarismo que ahora lo promocionan hasta la inmortalidad, no andaba en procura de otro sustento, como tantos otros.
Pero ya entró en el comercio del fichaje, lo cual implica que la vida ya nunca será la misma. Ahora ya no depende de el, o no tanto, sino de lo que diga el real Madrid o de lo que diga El Santos, que no son dos clubes de fútbol para el entretenimiento de fin de semana de quienes nos gusta ese entretenimiento, sino dos entidades financieras que se reúnen a puerta cerrada para fichar la vida comercial del resto.
No sé si Robinho terminará en el Real Madrid, me temo que sí, pero aunque no termine ya tampoco importa. Su vida se ha convertido en un fichaje en el que todos participamos. Muy a nuestro pesar.
Este niño pobre va a convertirse en millonario gracias al arte de dar patadas a una pelota, lo cual es siempre más ético que convertirse en lo mismo por obra y gracia de patear a otras personas. Que para eso están también los fichajes profesionales en otras profesiones: procurarnos al más diestro en patear a los demás.

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