La boda

Autor: Adolfo Carreto

 

 

     Y uno se pregunta, ¿quién peco, ellos o sus padres?. Porque parece que de eso es de lo que va el asunto. La bella Diana no se sentía querida, de eso hay más que muestras fehacientes. El príncipe no la quería, y cuando no se quiere a una persona con la que hay obligación de convivir, cara a la galería aunque no sea en la intimidad de la alcoba, las cosas comienzan a complicarse.
Dicen que a Carlos lo obligaron a aquel fastuoso matrimonio, subido en carroza real y desfilando entre aplausos y delirios, pero dentro de palacio ya arreciaban los cuchicheos. Más de uno y de una se preguntaban hasta cuándo duraría el show, aunque presumiblemente duraría una eternidad, pues este tipo de sacramentos reales no es para deshacerlos así como así. De ahí que el menú estuviera servido aunque la comida comenzara a atragantarse.
Carlos, en su matrimonio oficial, nunca derrochó una sonrisa acorde con su rango y sus pretensiones. Parecía más bien un huidizo de sí mismo, un hombre dado a la resignación, un vestirse con una etiqueta que no le lucía, un farsante enamorado de una princesa bonita y popular. Las princesas y futuras reinas para ser populares tienen que ser bonitas, como Diana, porque si no, para qué las revistas del corazón y otros escándalos. Diana siempre tuvo carita de mosca muerta, de resignación maquillada con buenos trajes y elegancia, de princesa extraída de un cuento de hadas británico y con antecedentes. Cuando dijo aquello de que en su matrimonio había demasiada gente, ya lo había dicho todo: Camila era toda la gente que sobraba, que era el resto.
He visto a la nueva pareja sonriente, como si hubiesen ganado una medalla olímpica, como si hubiesen triunfado en un juego que todos apostaban a perdedores. Y no. Helos ahí dichosos, a edad supermadura, sin el futuro de las locuras de la juventud que anda en procura de locuras. Helos ahí gritando al mundo que quienes pecaron no fueron ellos, y que sus respectivos matrimonios de antes carecían de fundamento. Helos ahí, contra viento y marea palaciega, haciéndose nuevamente dueños del palacio, mostrando al mundo su semblante de vencedores contra todo pronóstico.
Qué se decían ambos enamorados en aquellos momentos de una clandestinidad que no era es asunto reservado. Por imaginarse, uno puede imaginarse de todo. Pero prefiero trancar mi imaginación para que el agua no se desborde. Qué es lo que dirán de ahora en adelante, pues esperemos. Lo cierto es que se les ve, al menos en la foto, reprochando al mundo entero que ellos son la perseverancia, y como quien no la tiene no la tema, ahí ellos para, de ahora en adelante, desafiar.
La boda está pautada para el ocho de abril. Una segunda boda protocolar ya no puede ser tan suntuosa. Pero tampoco importa. Lo que importa es que de ahora en adelante Carlos podrá besar a Camila a ojos vistas, sin escándalo oficial, y Camila podrá atusar la incipiente calva del futuro rey con la delicadeza que le mostraba a puerta cerrada, cuando se decían esas cosas que se decían.
Y es que hay que decirlo de una vez: las segundas nupcias ya no gozan del glamour de las primeras, suenan a equivocación, suenan para que no suenen demasiado las campanas, suenan a tiempo perdido, por más que se diga, suenan a enmienda fuera de tiempo. Aunque los enamorados juren que no fueron ellos los que pecaron sino sus padres, y que sean los padres quienes arreen con las consecuencias.

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