Lucia

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Murió Lucía, Sor Lucía. Murió, a los 97 años, la niña que vio a la Virgen. Y murió de niña. Cuando se ve a la Virgen a los diez años la edad ya no avanza la edad. Toda la vida de Lucía ha sido esa edad, esa encina resplandeciente, esa mujer sobre la copa de la encina, ese vestido blanco de la mujer, esas palabras, esas recomendaciones, esos secretos. Murió Lucía, la pastorcilla que nunca dejó de serlo, porque esa fue una de las recomendaciones: no perder la inocencia que se tiene a los diez años de entonces, que ahora la inocencia a los diez años ya ha perdido años.
Lucía es de las pocas supervivientes a las apariciones que han tenido que avanzar en la vida hasta los 97 años. Normalmente los videntes se marchan antes con sus visiones al lugar de las visiones. Así les ocurrió a sus dos primos, Francisco y Jacinta. Dicen que fue uno de los secretos encomendados por la visión, que los dos hermanos durarían poco. Y así fue. Ella quedó para contar, que no es tanto lo que ha contado, porque el famoso secreto guardado durante tanto tiempo no aparenta ser el secreto guardado. Quizá algún día sepamos la verdad sobre esos secretos, si es que se puede.
Murió Lucía como había vivido, sin alharaca. Fue mujer de encerrarse en el convento desde 1948, a los veinte, veintiún años, y permanecer en él enclaustrada, viviendo su visión. Las meditaciones que allí haya tenido solamente ella las sabe. Las nuevas apariciones, esas que se recrean en las meditaciones, también son de su incumbencia. No tenía más que una palabra que predicar, paz, y la predicó una vez para que fuera suficiente. El primer secreto, dicen, se refería a la Guerra Mundial, y después de aquella guerra otras igualmente mundiales han proseguido. Así es que el anhelo de la Virgen, la paz, no ha sido acatado como debió serlo.
El papa Juan Pablo II ha realizado más publicidad de Fátima que la protagonista Lucía, quizá porque también el Sumo Pontífice se ha sentido protagonista de aquella historia de apariciones reiteradas en 1917. Dicen que precisamente el tercer secreto durante tanto tiempo guardado tenía relación con Juan Pablo II, su intento de asesinato por el turco Afga. No creo que la Virgen confiara a los tres pastorcillos el nombre del Pontífice, quizá con lo de Pontífice, el que fuera, fuera suficiente. Lo cierto es que Juan Pablo II achaca su salvación física a la intervención de la Virgen de Fátima, posiblemente también mediante una aparición que desconocemos.
Ha muerto Lucía en el anonimato, en su convento, en los días en los que el Papa también andaba en procura de su personal resurrección. No quiero sugerir absolutamente nada con esta coincidencia cronológica, pero ya que estamos en esto, pudiera ser. Ha muerto una pastorcilla cercana a mi pueblo, compañera mía desde la infancia y que gracias a ella y a sus dos primos yo conservo a esa Virgen portuguesa como de mi personal y exclusiva veneración. La Virgen se ha llevado a Lucía pero Lucía nos ha dejado a la Virgen tal como ella la vio en su visión.
No puedo decir que siento esta muerte, quizá porque estas muertes no pueden sentirse, porque uno presiente que se ha marchado al lado de su visión eterna, que es la que le corresponde. Sus primos estarán esperándola, y quizá le pregunten cómo andan las cosas por aquí. Nada halagüeño que contarles. Quizá por ello volverán a recorrer aquellos campos de encinas, riachuelos y grutas para volver a decirnos que la Virgen continúa diciéndonos lo mismo: que recemos por la paz.

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