La Lamentación de El Greco

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Se acabó la fiesta y la montaña quedó vacía. Terminó la función y cada quien a su cobijo, a buen recodo. Habían condenado a tres y se había ejecutado a los tres. Todo según el protocolo. No era la primera vez ni sería la última. Sí era verdad que se trataba un caso raro. Habían condenado a uno que la mayoría tenía como bueno en compañía de dos que todos tenían por bandoleros. Y esas cosas no cuadran. Cada oveja deba andar en su rebaño y no se puede llevar a una al matadero que no le corresponde.
Pero ya todo pasó. La muerte termina borrando casi de inmediato. Lo bueno o menos que era el muerto durará para unas lamentaciones de poca monta, porque mañana la vida sigue y cada quien debe andar su personal trecho. Así es que aquel a quien unos llamaban profeta y otros alborotador ya estaba, según las reglas de la ley, en el lugar que le correspondía.
Ni siquiera quienes más lo apreciaban, quedan. No es que se hayan dado a la desbandada, es que ya no hay sentido permanecer allí, junto a un cadáver que ya dio todo lo que ofreció. El enterramiento será a la hora señalada y quizá en ese momento retorne los más allegados. Siempre hay quien se acerca hasta el sepulcro, para darle el último adiós.
Pero la madre no puede desprenderse. La madre no se resigna a dejarlo de lado porque mientras ella permanezca la vida es posible. La madre lo es por eso, porque le ha dado la vida, y nadie puede quitársela sin quitársela previamente a ella. Los hijos siempre mueren después de las madres porque las madres, ni en la muerte se desprenden de los hijos. Es la única propiedad privada que perdura eternamente.
Pregunto a El Greco que por qué no ha pintado plañideras, si es lo que se usaba. El griego españolizado mi mira como miran sus figuras, con mirada hacia un más allá que muy pocos pueden precisar. ¿Te parece poco dolor en ese rostro? Todo el lamento está en el rostro de Maria, y ella tampoco desea que se desparrame. Juan permanece al lado, y es de agradecer, y también lo siente, pero el lamento es de ella, solamente de ella, porque se trata de la muerte del hijo. Por eso no es un lamento gritón. Como todo lo que el greco pinta, es un desgarrador lamento espiritual, es el alma a flor de semblante la que se expresa.
Están vacías las tres cruces y los nubarrones no acaban de desprenderse. No se quedaran en la montaña. Continuarán alzándose porque esos nubarrones son el lamento del alma de maría que mira hacia la eternidad.
Hay una ventaja en esta postración de Jesús ya sin vida: que la muerte no ha logrado dejarle mal semblante. Pareciera dormido. Está dormido. El dolor materialmente espiritual de María asegura que lo está. Es la madre y no puede pensar otra cosa.
Otros pintores han pintado otros lamentos, pero el Greco se ciñe a lo que de verdad duele, a ese llanto que va por dentro, a ese grito que estalla sin escucharse, a esa mirada que mira hacia el infinito para encontrar el consuelo, a esa soledad compartida de los que realmente aguantan a la muerte.
Tres cruces se recortan como si sobre ellas no hubiera habido cuerpos. Pareciera que lo que ya ha ocurrido todavía esté a punto. Pareciera que el pintor no se atreve a que el espíritu se desprenda de la materia por obra y gracia de su pincel. Este es un lamento callado de una madre con el hijo muerto en sus brazos.

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