El Lamento de Giotto

Autor: Adolfo Carreto           

 

 

Este es un lamento de todo el cielo y de toda la tierra reunidos ante el cuerpo yaciente de Jesús, recién descendido de la cruz. Este es un lamento de mujeres y hombres, de esas mujeres orladas ya con la corona de la santidad, corona absolutamente dorada, y con rostro de terrenal dolor. Este es un lamento sobre la incomprensión: una persona joven, treinta y tres año según se dice, desnudo según se muestra, despojado de todo, porque la muerte, aún si nos acecha vestidos, nos deja tal cual. Y en esto no hay que diferenciar a la muerte del nacimiento: nos vamos como vinimos; nada traemos y nada nos llevamos. Eso sí, la diferencia es la alegría y el dolor. Cuando este mismo cuerpo yaciente nació, la música y la alegría explotaba desde el cielo y se expandía por la tierra. Ahora es desde la tierra desde donde el dolor sube.
Aquel proyecto de vida solamente duró treinta y tres años, y eso es lo que no pueden entender estas plañideras, estas mujeres sumidas en la soledad, porque eso es lo que, en principio, y hasta que no se demuestre lo contrario, anuncia la muerte: el desgajamiento, la soledad, el qué hacer de ahora en adelante. Si estas mujeres lo tuvieran claro, si estos hombres que Giotto acerca al grupo también, quizá el dolor no fuera tan manifiesto, o se demostraría de otra manera.
Me cuenta Giotto que su pincel se empeñó en un dolor sagrado, y no lo dudo. Es más, lo percibo. Todo dolor es sagrado, y si es desgarrador, también. El mismo Jesús, cuerpo descendido, cuerpo en el suelo, cuerpo aparentemente derrotado, cuerpo sostenido, lo había presumido momentos antes, en el huerto. En el enfrentamiento con los tribunales, no. En el huerto sí. Allí lo asolaron preguntas e incomprensiones. Allí imploró por una justificación, esta misma que ahora, las mujeres de Giotto están implorando a gritos. Ese por qué que nadie sabe responder, esa incongruencia que es el sustento de un dolor sin trabas.
Giotto ha descendido del cielo a los mismos angelitos que otro día trajo cuando este cuerpo comenzaba a la vida. Han pasado treinta y tres años y los ángeles son los mismos, sin crecer, perpetuados por el pincel y por la eternidad. No producen ahora algarabía. La música se ha esfumado. El contento se ha refugiado en el espacio.
Lloran los ángeles de Giotto. Tampoco ellos entienden. Y es que ante fenómenos así el entendimiento es imposible. A Pedro se le nota cansado. Es presumible adivinar lo que piensa. En pocas horas ha transcurrido un mundo, una vida. Ha habido gestos de valentía y de cobardía. Es como si el momento de la muerte nos trajera todo de sopetón. Como Pedro todavía no intuye lo que está por venir, puede que se le derrumbe el mundo. La muerte hace que todo se derrumbe porque todavía no se atreve a abrir la puerta del futuro. Habrá que esperar. Habrá que dejar a las mujeres que se enjuguen las lágrimas. Habrá que dar sepultura al amigo. Los ángeles, lucen derrotados, como si toda su alegría primera también hubiera desfallecido.
Este lamento extraído del pincel de Giotto es el lamento de siempre cuando no se comprende ni el como ni el por qué de muertes así, que no suenan a natural.

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