La Verónica: El Greco

Autor: Adolfo Carreto 

 

 

Para sacar a esta mujer, la Verónica, de la circulación del Vía crucis, hay que prescindir del pincel de el Greco, y eso es imposible. Dicen que la Verónica, que a ciencia cierta nunca se ha sabido quién fue, es una invención religiosa, piadosa, de última hora. Es posible. Lo que sí sé es que muchas mujeres, desde entonces, se han apropiado de su nombre, y muchos pinceles le han dado perpetuidad en sus lienzos. Para mí, este de el Greco es de los que me emocionan.
La verdad es que se trata de una mujer puntual: así como apareció, desapareció. Antes, si acaso, era del montón. Después quedó relegada al mismo anonimato. Así es que lo más seguro se trate de lo que dicen: una invención para dejar constancia de cómo las mujeres protagonizaron el camino hacia el Gólgota, inclusive con más persistencia que los hombres.
Sin embargo, se me antoja que no es eso lo que intenta perpetuar el pincel de el Greco
El pincel de El Greco siempre ha sido muy discreto en eso de las anécdotas, y en esta oportunidad continúa siéndolo. Esta es una Verónica que no está en otro lugar sino en sí misma. Es una mujer que muestra lo que solamente ella posee. Es una mujer desligada del resto, que ha logrado su trofeo y que ahora lo exhibe en la más conflictiva intimidad. 
- ¿Qué yo no existo? ¿Y esto, qué es?
Es precisamente lo que nos dice el pincel de el Greco. Esta mujer existió desde que el pintor la inventó así para que existiera. Esta mujer existió en el contexto de un conocimiento colectivo que permanecerá. Ocurre, eso sí, que aunque fuera una del montón ha comenzado a ser la Verónica, y que ya todos sabemos cómo es y por qué es como es.
Y ese rostro de Jesús, estampado en su pañuelo, es como ella quiere que sea, como se lo guardó para sí, como Él mismo se lo entregó. Se trata, para decirlo con el lenguaje de ahora, de un autógrafo, el más preciado, del que no se desprenderá por nada del mundo.
Muestra su pañuelo, el suyo, el de su propiedad íntima, como el trofeo inconseguible. Es posible que más de una la envidien por eso, por haber logrado lo que ella sola supo conseguir. Ese rostro que ha quedado plasmado ni siquiera parece un rostro de los que apetece pintar a el Greco. O sí, como los que le encantan a el Greco, porque tampoco se trata del rostro justo en aquel momento en el cual la mujer se acerca en el camino del calvario para enjugar al ajusticiado. No es un rostro de dolor. Tampoco un rostro cansado. Es un rostro de frente, con la mirada de frente, para que nadie se olvide de esa mirada serena cuando el reo cierre los ojos. Ese es el rostro que la Verónica quiso y que conserva, a pesar de que la mujer, físicamente no existiera. Y eso nunca se sabrá. Si hemos de dar crédito solamente a aquello de lo que tenemos constancia firmada mucho es lo que se nos queda fuera. Sobre todo se nos quedan fuera las cosas del espíritu, y eso es precisamente lo que no consiente el Greco. Por eso su pincel, para dejar constancia de lo que no deja constancia la historia, de lo que se pasa por alto y de lo que, no obstante, es más fuerte y consistente que la misma palpable realidad.
La Verónica de el Greco no mira al espectador, su Cristo, sí. La mirada de la mujer se desvía a un lado, y no para que no se la veamos sino para que sea su Cristo el que nos mire.
Estos detalles solamente pueden acercárnoslos el pincel de Doménico Teotocópulos, el Greco, quien, para mí, es el más encumbrado santo del pincel.

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