Cristo en casa de Simón: Rubens

Autor: Adolfo Carreto 

 

 

   Ya se sabe que lo de Rubens es la ampulosidad. Para Rubens no hay cuerpo demacrado, no hay cuerpo al que le falten las carnes. Un cuerpo puede sufrir pero nunca por hambre. Y las mujeres de Rubens tienen que lucir su cuerpo, quiero decir, sus carnes, a como dé lugar. La excusa puede ser cualquier cosa. Y esto también lo vemos en este cuadro en el que aparece la Magdalena, postrada, como siembre, ante Jesús, perfumándolo, besándole los pies y dejando al aire parte de uno de sus senos. Es un detalle que jamás se le escapa a Rubens, y que en este contexto, evidentemente, no luce desacertado, porque la Magdalena, piensan los demás, aunque no lo piense el Maestro, es lo que dicen que es. El hecho de que Jesús le permita lo que le permite no deja de aparentar un desatino para los ojos de los presentes, y hasta un signo de contradicción para los sospechosos de todos los tiempos.
- ¿Por qué te empeñas en pintar estos detalles, Rubens?
- Para dejar constancia.
- ¿Pero no puede ser un desatino? ¿No puede convertirse en escándalo?
- Ahí está el maestro, que lo aclare.
Rubens es así. Le encanta el detalle. Le fascina poner las cosas en su lugar, inclusive los pliegues de las túnicas aptas con pliegues para lucir. Porque no todas las túnicas se han ideado para que luzcan, ni entonces ni ahora.
Rubens se ha acercado hasta la casa de Simón que, por lo que se ve, es personaje de consideración. Los detalles de su casa lo indican. Los rostros de los asistentes, también. Pero lo que los rostros de los asistentes muestran, eso es evidente, son los rasgos del escándalo. Está la mesa puesta, están los comensales a punto, están los sirvientes y las sirvientas acercando las vituallas y, de repente, entra esta mujer, se postra ante el Maestro y comienza a dar rienda suelta al rito de su personal ablución. Descalza a Jesús y Jesús se lo permite. Le unge la planta con perfume y Jesús se lo permite. Le besa el pie y Jesús se lo permite. Quienes no lo permiten son el resto, incluidos los apóstoles.
Simón, el anfitrión, muestra gesto de desaliento. ¿Cómo es posible que sus criados hayan permitido a esa mujer, que tiene una vida pública de todos conocida, que entrara hasta allí para protagonizar semejante espectáculo? Está empeñado en que la echen fuera, pero el gesto de Jesús parece detenerlo.
- ¿Simón, de qué te asombras?
- Hombre, maestro, no parecen cosas tuyas.
- ¿Qué son y qué no son cosas mías, Simón?
Y no le queda más alternativa al invitador que acceder a los deseos del invitado.
Pero esa comida no ha comenzado bien. Por más que se empeñe Jesús, el cuento correrá, y el prestigio de Simón no quedará a buen recaudo. Ha habido excesiva condescendencia. Posiblemente las prédicas del maestro amigo, sean menos creíbles desde ahora. Los fariseos encontrarán motivo para lanzar los rumores. Era preferible prevenir para luego no tener que lamentar.
- Rubens, ¿estás seguro de que esta estampa es aleccionadora?
- A mi pincel le ha parecido que sí –me responde el pintor.
- Pues a mí también qué quieres que te diga.
Y sonrío por esa picardía de Rubens pintando los escándalos.

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