Cristo de los Dolores: Durero

Autor: Adolfo Carreto 

 

 

   Me cuenta Durero que ha este Cristo lo ha pintado porque lo ha visto cantidad de veces tal cual, así, con la mano sobre el rostro, pensando lo que ha ocurrido y lo que está por ocurrir. Me ha dicho Durero que la primera vez que se topó con él fue en un parque, y que no lo reconoció como Cristo sino como mendigo, casi como uno de esos borrachitos que han perdido el tino y que se recuestan en cualquier lugar para que el tiempo pase porque el tiempo ya no transcurre para ellos. Me asegura Durero que este Cristo es lo más humano que ha conocido, y que resulta difícil contemplar en Él esos rasgos de divinidad que otros pintores le otorgan.
Ha dejado Durero en el haber de este Cristo humillado y sin tino dos joyas de las que no quiere desprenderse: un alijo de ramas, con el que le han azotado para que de su cuerpo se deslicen esos chorros de sangre que se niegan a desaparecer. También le ha permitido conservar esa especie de báculo simbólico y la corona de espinas con los que, burlonamente, lo proclamaron rey. Y lo que vemos en este Cristo no aparenta, ni con mucho, realeza. Aparenta, eso sí, burla, ¡y de qué manera!.
Tiene la mirada este Cristo perdida en no se sabe qué recuerdo. Puede que vaya repasando, retazo a retazo, los pormenores de su existencia, desde que era chaval y tuvo que emigrar hacia Egipto, pasando por las tentaciones del desierto y ahora por todos los acontecimientos de estas últimas horas. Es nostálgica esa mirada, como nostálgica es la mirada de quien se sostiene en un banco, en cualquier calle, en cualquier jardín y a solas, en cualquier rincón. Se trata de una mirada que se pregunta a sí misma qué es lo que está ocurriendo, y que si lo que ocurre había de ocurrir, por qué no sucedió de otra manera.
Pareciera que no se vislumbran perspectivas para la suerte de este hombre mancillado, dejado al capricho de la soledad, rumiando su desconsuelo. Pareciera que lo que han hecho con él, eso parece pensar, carece de sentido. Y muy posiblemente es lo que piensan todos los de su condición cuando se topan con el momento supremo de pensar el por qué.
Pareciera éste de Durero un Cristo prohibido, un Cristo no apto para la devoción, si acaso, para la compasión. Está a punto de alargar una mano para que le concedan la limosna de auparlo de su soledad. Cuando un mendigo alarga la mano al transeúnte no es tanto para que le conceda una moneda cuanto para recordarle que todavía está ahí porque todavía existe. Persistir en la existencia es la mejor muestra de la existencia, así el cuerpo no luzca para proclamarla.
Este Cristo de Durero es, francamente, desolador. No se puede expresar más dolor interno a solas, que es el dolor más persistente. Y a este Cristo, me dice Durero, lo ha pintado porque lo ha visto y continúa viéndolo acurrucado en nuestro tiempo. Y yo también.

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