La incredulidad: Caravaggio

Autor: Adolfo Carreto     

 

 

    Si hay mirada que retrate la incredulidad en su estado máximo es ésta de Tomás ante lo absolutamente evidente. Y es que Caravaggio ha dotado a su pincel de la gracia de plasmar lo que nos negamos a reconocer.
Un dedo, introduciéndose en la hendidura de una llaga producida por una lanza, puede continuar haciendo daño, dejando mella, revolviendo el dolor. No es este el caso. No hay violencia que se preste a ello. La llaga de Jesús, aunque abierta, permanece curada. La mano de Jesús anima a la mano del apóstol: Introduce el dedo, sin miedo, Tomás, te aseguro que no me haces daño. Sobre este cuerpo ya no cabe el dolor. Todo el dolor quedó en el Gólgota. Lo único que permanece son los rastros, los estigmas cicatrizados, la evidencia de que lo pasado no fue un mal sueño sino una mala realidad, pero que las realidades, por malas que sean, también pueden pasar al estado de la gracia.
Caravaggio no tiene reparo en que veamos lúcidamente ese torso del cuerpo de Jesús desnudo, pero ya sin las huellas de los latigazos, y sin las costillas marcadas por el estiramiento sobre el madero, y de la frente perforada por las espinas verdaderas de una falsa corona real.
- ¿Te costaba creer, Tomás?
- Pues sí, maestro.
- Pues palpa, si no te basta la fe.
Y Jesús no tiene empacho en forzarlo a que toque, a que se convenza, a que desaparezca la duda de ese cuerpo que todavía no comprende.
- Es verdad, es cierto.
Caravaggio me alerta:
- Este es el primer milagro de Jesús, una vez resucitado.
- Una vez resucitado Jesús ya no realizó milagros –lo corrijo.
- Eso es lo que tu crees. Este fue el primero. El enterrar la incredulidad, el resucitar una verdad que todos creían sepultada.
No me queda más remedio, tengo que aceptar el argumento del pintor.
La mirada de Tomás dice eso y mucho más. Los compañeros que están junto a él, también. Lo que indica que la sospecha, que siempre es el abono de la incredulidad, no era alimento exclusivo del apóstol considerado el incrédulo sino de todos, porque ¿quién iba a desmentir lo que sus ojos habían constatado: una muerte cruel y definitiva?
La luz del pincel de Caravaggio reposa, ufana, diamantina, exultante, en ese lugar de la evidencia. ¡Es increíble!, parece insistir Tomás. Pero, una vez auscultado el lugar, las apariencias se desvanecen y la realidad prospera.
Este es un cuadro absolutamente didáctico, esta es una escena en la cual los amigos se encuentran para aclarar desmentidos. Esta es una lección de teología para quienes no terminan de comprender que la fe es un real lugar teológico y que sin ella el futuro seguirá sometido al sepulcro, a la oscuridad, a lo efímero.
Cada pintor tiene su estilo, eso es evidente, pero no sólo un estilo personal en el uso del color, en la composición de la escena sino también en la plasmación de las verdades teológicas. Caravaggio es de los que prefieren el detalle material, el Greco es de los que se aferran al detalle espiritual. Y eso se percibe de inmediato. Hasta en el color.
Este cuadro de Caravaggio es para creyentes e incrédulos de todos los tiempos, y para creyentes e incrédulos de todas las realidades. Y el apóstol Tomás es la evidencia de que ni siquiera la amistad puede convencer de la realidad de la fe: se trata de una experiencia personal que es la que, en definitiva, convence. Al menos, eso dice el pincel de Caravaggio.

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