Las juderías de entonces

Autor: Adolfo Carreto     

 

 

     Estoy repasando nuestra historia, lo que fuimos, quizá para entender lo que queremos ser. Es un ejercicio que vale. Y me he detenido en las juderías. No en todas sino en aquellas por las que me he paseado. Me refiero a algunas de las juderías castellanas.

     Las juderías castellanas no son clandestinas, tampoco suntuosas. Más bien barrios de la periferia, aunque se encontraran bien ubicadas dentro de las murallas de la ciudad. Las juderías castellanas son calles angostas y estiradas, como para que por allí no transitara más que la imprescindible, comercio incluido y creencia incluida. Las juderías castellanas eran la fe casera y protegida en sí misma. No eran Ghetos. No eran geografías urbanas de exclusión. Tampoco eran aislamiento. Aunque sí, aislamiento puede que sí.

     Los judíos castellanos eran tan castellanos como los árabes castellanos, como los castellanos de pura cepa, de esa cepa pura de la ribera del Duero que alegra el corazón una vez convertido el fruto en vino, como dicen versos de la legislación judaica. Los judíos castellanos eran sefardíes, que es una variante muy autóctona del judaísmo español.

     Los judíos españoles quizá nunca creyeron que podían ser expulsados, como tampoco los árabes, pero cuando vislumbraron los rostros católicos de los Reyes Católicos se convencieron de que sí. No importaba el tiempo habido por estas tierras, ni siquiera las finanzas acumuladas, ni las edificaciones construidas, ni las costumbres arraigadas, ni la literatura embellecida en códices impresos, ni los apoyos económicos a reyes católicos de este reino o del otro, a duques, a marqueses. Los Reyes Católicos, una de Castilla, el otro de Aragón, promulgaron el edicto y desde entonces los sefardíes comenzaron a ser clandestinos.

     Por eso, igual que las juderías florecieron antes de la Reconquista, floreció después su destrucción. No la física, que eso perdura, sino la del contenido, la espiritual, la sospechosa. En Burgos florecieron las juderías de Arriba y de Abajo; en Palencia terminaron asentándose en Martín Calleja; en León, la aljama fue habitación de curtidores, tejedores, sastres, zapateros, orfebres, cirujanos y prestamistas. No había sociedad judaica castellana sin prestamistas. Prestamistas  al mayor y al detal. Prestamistas para potentados y para gentes de menos pretensiones. Prestamistas para financiar empresas bélicas o para construir catedrales. El dinero no discrimina, aumenta su caudal. La aljama zamorana se aventuró con una de las primeras y más importantes imprentas hebreas para divulgar incunables. En Salamanca los sefardíes se estrechaban en la calle de Libreros. En Ávila dos juderías apartadas se daban la mano. En Valladolid, sinagogas varias, porque eran muchos los creyentes. En Segovia tuvieron más convivencia que en otros lugares, ocupando gran parte de la ciudad y en Soria era lugar obligado la calle de la judería.

     Así les que no podemos desprendernos de este legado. Paseo por estas calles y luego me miro al espejo para detectar qué me queda de judío, igual que cuando paseo por Córdoba, por Granada, me adentro en las mezquitas y me pregunta qué me queda de árabe, además del color aceitunado de la piel. Quiero decir, que aquella historia no pasó por estas tierras sin dejar huella, sin que esa huella continúe reflejándose en mi espejo vital.

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