Bruno, o el otro mundo (6 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Este tal Bruno, nacido en Colonia, Alemania, iba para hombre de mundo y se inventó otro mundo para poder seguir viviendo. Iba para intelectual, y lo fue. Iba para hombre de letras y de escritura, y lo fue. Pero terminó siéndolo a su manera, inventándose un mundo para salir de ese mundo en el que lo había colocado.
Después de sortear muchos entuertos, decidió la soledad, pero no como otros, antes que él, la habían decidido. Decidió una soledad en comunidad, posiblemente para no olvidarse de que la soledad no es cosa de uno sino argumento irrefutable para el buen entendimiento. Convenció a unos pocos y se largó del mundo a crear ese mundo que ahora conocemos como el de los cartujos, por haber encontrado un lugar donde refugiarse, una montaña llamada la Cartuja. Así es que el nombre a los cartujos no les viene de una revelación sino de un distanciamiento hacia la montaña.
Muchas cartujas hay, pero yo solamente conozco una: la de Miraflores, en Burgos. Es una cartuja castellano, de austeridad castellana, montada sobre una pequeña colina castellana, a solo tres kilómetros del bullicio de la ciudad: Burgos. No es una cueva, no es un lugar inhóspito. Es lo que han terminado siendo todos los habitáculos de los cartujos a los que genéricamente denominamos Cartujas.
Dicen que Bruno inventó la muerte para las personas mientras estaban en vida. Me opongo rotundamente. Inventó, eso sí, una forma de vivir muy distinta a la de entonces y muy escalofriantemente distinta a la de ahora. Una vida absolutamente silenciosa, para algunos terriblemente silenciosa, pues uno de los artículos para esa convivencia solitaria es el silencio absoluto, igual que otro es el de la oración y meditación ininterrumpida, de día y de noche, sin descanso; otro el de la frugalidad en el comer, nada de carne, y en el beber, nada de licor. A pesar de ellos, los cartujos, desde tiempo ha, pueden vivir gracias al licor que en sus cartujas se produce: el Chartreuse, elixir vegetal, licor divino. No lo beben, pero lo comercializan para poder seguir viviendo.
Son los cartujos monjes de hábito blanco, inmaculadamente blanco, de capuchón estirado, de mirada recogida, de muchas luces en la cabeza, pues el estudio campea también entre las prioridades. Copistas de libros, a ellos le debemos la perdurabilidad de la ciencia en forma de manuscritos.
Bruno, el fundador, era un tipo rico, bastante rico. Pero sus riquezas se quedaron en el mundo al que renunció para crear el mundo del silencio, la meditación y, a veces, la agonía. Bruno tuvo fama en su tiempo de hombre docto, y hasta el Papa, además de nobles, solicitaron sus servicios. Pero lo de él era la soledad, el recogimiento total, el hacer entender a los demás que para vivir en paz hay que refugiarse donde la paz se halla. Y hay que hacer notar que todavía hoy las cartujas compiten con los rascacielos, y las soledades de las huertas compiten con las avenidas citadinas, y las celdas de los cartujos con los salones de los hoteles, y los hábitos blancos de los monjes con las vestimentas de las playas en verano o de los abrigos para el frío, compiten, digo, para dejar constancia de que hoy, todavía hoy, y sobre todo hoy, se dan estos dos mundos: el natural, que ya existía en tiempos de Bruno, y el que supera al natural, que fue invento de este alemán de Colonia, que ha hecho estallar el silencio como aroma de vida y de entendimiento.