Zacarías e Isabel (5 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

¡Vaya pareja de dos! O, si preferimos, ¡vaya pareja de tres! Porque estos dos, Zacarías e Isabel, son los padres de Juan, el bautista. Una familia pintoresca, por donde se la mire. Una familia que ha trascendido por ser familia de otra familia, la de José, María y Jesús, que si nos ubicamos en el tiempo, pues, también, ¡vaya pareja de tres! Y es que si las comparamos, pues vaya lío.
Zacarías, culto, sacerdote del templo, cercano al tabernáculo, sesudo, hombre de influencias. Seguro que en sus caminatas por las calles de Jerusalén, las gentes se inclinaban para saludarlo. Un hombre público, como públicos son todos los sacerdotes y en todas las épocas, muy a su pesar. Y cuando sobre el sacerdote trasciende algo fuera de la normalidad, más público todavía.
Cuantos dimes y diretes arrastrarían los pasos de Zacarías, camino del templo, al enterarse los feligreses de su mudez y de la causa de ella. ¡Cuántos chistes se armarían a sus espaldas! ¡Míralo, dejó preñada a la mujer y se ha quedado mudo!. No es por citar al mal gusto, pero con toda seguridad, los pasos de Zacarías por las enlosadas callejuelas de Jerusalén, se verían arrastrados, pesados, por estos comentarios. Y por las risitas consiguientes. Así es que, a pesar de los pesares, a pesar del ángel en el tabernáculo, a pesar de la preñez de su esposa, anciana por demás, no muchas alegrías callejeras para los oídos de Zacarías.
José, de pocas luces. Carpintero. Pueblerino. Conocidos tendría, pero su popularidad no alcanzaba a la de Joaquín. José, eso sí, pudo guardar mejor el secreto, pues nadie ponía en duda, quizá solamente él, por ley, que la preñez de María no era como la de las demás; y tendría que aguantar el sambenito interior de la duda, por más que el ángel, también un ángel, se empeñara en aclarar lo poco creíble.
Isabel y María, pues ya sabemos. Embarazadas casi a la vez. Y por distintos motivos. En cualquiera de los dos casos, también ver para creer. Solamente ellas dos, en sus conversaciones secretas comentarían acerca de los misterios que solamente ellas podían entender. Son, evidentemente, secretos para guardar, porque son realidades para no creer. Seguro que Isabel procuró esconder por algún tiempo la evidencia de su preñez, porque también hasta sus oídos llegarían los chistes que seguían los pasos de su esposo.
Y los muchachos. ¡Qué par de muchachos! Hijos únicos y estrafalarios por demás. Uno, Juan, dándose a la montaña, al desierto, vestido como los ermitaños de entonces, alimentándose con lo que la naturaleza le proporcionaba, predicando un bautismo con agua de río, asegurando que tras de él sonaban ya otros pasos, que eran los verdaderos. El otro, Jesús, dándose también a los caminos, recolectando pescadores y gentes de pocas luces, desafiando a sabios ya desde la infancia, enfrentándose con las autoridades e interpretando a su manera las Escrituras.
Definitivamente, una familia de ver para creer. Y ni siquiera. Porque, visto lo que se veía ¿quién iba a creer?. Pues precisamente por eso, por no creer lo que se veía, por no aceptar la evidencia palpable, ocurrió lo que ocurrió. Ambos jóvenes sacrificados. A Juan le cortaron la cabeza por el capricho de la madre de una bailarina; al otro, a Jesús, a la cruz por lo que ya sabemos. Definitivamente ¡qué familia más original!.