Remigio, o el Bautismo de los Franceses (3 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Iba el rey francés, Clodoveo, sumisamente convencido, de la mano del obispo Remigio, hacia la catedral para ser bautizado. Iba el rey acompañado de todo su séquito, parientes incluidos, y tres mil soldados para ser bautizados con él. Iba el rey para recibir el bautismo y así cumplir la promesa que le hizo a su esposa, antes de partir a la gran batalla contra los alemanes:
- Si tu Dios, en el que crees, me da el triunfo, me convierto a tu Dios.
Era el rey pagano, y su familia también, y su ejército, y los franceses en general. Pero no lo era Clotilde, la esposa del rey.
Algún presentimiento tuvo Clotilde, aquel día que abrazó a su esposo antes de que éste se alzara sobre la montura para luchar contra los invasores alemanes de que aquella batalla podía estar perdida.
- No te preocupes, Clotilde. La ganaremos. Somos más decididos que ellos.
- Perderás, Clodoveo.
- Ganaré.
- Solo ganarás si se lo pides al Dios de los Cristianos.
- No creo en tu Dios.
- Si no se lo pides, no ganarás.
Algún presentimiento debió pasar por el temperamento del rey que, dijo:
- De acuerdo, se lo pediré a tu Dios.
Malo lo tuvo en la contienda, pero terminó saliendo victorioso. Y Clodoveo cumplió lo prometido. Que es precisamente cuando entra en juego el santo de hoy, este tal Remigio, que cristianizó de palabra y con sacramento al rey y a todo su séquito.
Este hombre, Remigio, fue obispo casi de por vida. Lo hicieron obispo a los 22 años y duró setenta en el episcopado. No sé si alguno habrá durado tanto tiempo, pero durar tanto tiempo de obispo sin que nadie ponga trabas a su quehacer es un milagro que debe perdurar para todos los tiempos.
No hace falta saber más de lo que sabemos: Remigio se dedicó por entero, y durante su largísimo episcopado, a consolidar la fe de los franceses, esa fe adoptada multitudinariamente gracias a Clodoveo y al cumplimiento de la promesa que hizo a su esposa. Tengo que decirlo, no puedo constatar como milagro esta conversión de los franceses precisamente gracias a una guerra. Ni tampoco que a los dioses se les mezclen en esto de las contiendas, porque si los que ganan dan gracias a su dios quienes pierden terminan maldiciéndolo. Y luego ocurre lo que ocurre. Sospecho más bien que no se trató tanto de la batalla ganada cuanto de la insistencia de la esposa y luego de los razonamientos del señor obispo. Quiero decir que creo más en el milagro del convencimiento por la palabra que por el de la espada, pues éste, a la postre, termina siendo circunstancial. Lo que hoy se gana en una guerra mañana se pierde en otra, sin que los dioses dejen de serlo por las batallas perdidas y afiancen más la fe de los creyentes por las ganadas. Porque si de esto es de lo que se trata, malos tiempos nos esperan. Andamos hoy en estos de los terrorismos invocando a los dioses y todo lo que cosechamos es la muerte de los inocentes.