El Ángel de mi Guarda (2 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Tengo que reconocer que, a veces, el ángel de mi guarda ha sido un poco distraído. Quizá sea porque yo ando por el mundo con demasiadas distracciones y el pobre ángel no da para tanto. Pero, la verdad, en general no me quejo. Dicen que todos llevamos nuestro ángel encima, ni siquiera a nuestro lado, siguiendo los pasos, sino encima, incrustados. Puede. De hecho, el Salmo 90, se atreve a pronosticar: “A sus ángeles ha dado órdenes Dios para que te guarden en tus caminos”. Quizá por aquello tan antiguo de que el peligro estaba en el camino, no dentro de la casa protectora. Hoy los ángeles deben de estar atentos a no pocos caminos, a los de dentro y a los de fuera; también a los caminos que entran por nuestras entreabiertas ventanas globalizadas; es decir, por esos caminos que llegan hasta nosotros inclusive sin que nosotros tuviéramos intención de poner sobre ellos los pies.
Yo le tengo mucha devoción a un ángel muy especia. Se llama Ángel y es mi hermano. Y si a alguna persona le cuadra de verdad, con fundamento, el nombre, es a mi hermano. Pero es, además, mi hermano ha tenido un ángel Ángel. Mira por las que ha pasado y mira que continúa ileso. Mira que ha recorrido caminos, y continúa recorriéndolos, y el hombre siempre adelante. Mi hermano Ángel ha dado mucho trote a su ángel, y doy fe de que lo ha guardado, en muchas ocasiones muy cerca del precipicio, que es de lo que se trata. He visto a mi hermano entrando ya en la puerta definitiva, y el ángel se la trancó porque todavía no había llegado su hora. Así es que no me pidan más explicaciones: creo en el ángel que nos guarda porque tengo a mano el milagro de mi hermano Ángel, bien guardado.
No me satisface, y quiero dejar constancia de ello, de la comercialización que se ha venido implementando con los ángeles. Como si los ángeles fueran curanderos de a pie. Ángeles para amores y desamores. Ángeles para el buen camino y para el malo. Y pienso que al ángel de cada cual lo obligamos con frecuencia a recorrer un camino prepagado para transitar un sendero que no es el que nos conduce a buen término. Ocurre que el ángel no puede enmendar el trayecto si cada cual se empeña en el trayecto que no le pertenece. Eso de querer convertir a los ángeles como medicinas genéricas para que nos prevengan de lo que nosotros no queremos prevenirnos, no me va.
De los ángeles solemos hablar metafóricamente, y no está mal. Nunca les hemos visto el rostro, ni se lo veremos. Pienso que mi ángel es ese que se refleja en el espejo cuando en el espejo de miro. Si la cara que veo es poco complaciente, pues ya está diciéndome mi ángel que el asunto no va bien. Si lo que se refleja es de buen ver, la sonrisa con la que termina mi visión ante el espejo no es la mía sino la de consentimiento de mi ángel. Y en esa creo. Nuestro reflejo ante el espejo es de una verdad angélica incuestionable, sin trampa, y si nos empeñamos ver otra cosa de la que vemos estamos atentando contra la verdad que de nosotros mismos emana.
Mi hermano se llama Ángel, mi abuelo se llamaba Ángel, y uno de mis tíos continúa llamándose. Así es que soy de una extirpe de ángeles risueños, protegidos y protectores. Con ellos continúo de la mano, y quizá los tres sean, a la vez, el mío, el mismo. Me han guardado. Me guardan.