Santa Teresita (1 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Así, a secas, santa Teresita. Llamándola Teresita no hay posibilidad de confundirla con Teresa, la de Jesús, la de Avila, la castellana, la enérgica, la decidida, la mía. Es verdad que coinciden en otras muchas cosas, por ejemplo, en la de tomar la pluma para dejar eternizadas sus experiencias. Es verdad que a las dos les gustaba también la poesía, que siempre es una manifestación espiritual de lo inconfensable. Y les cierto igualmente que las dos vistieron el mismo hábito y, por ende, tenían la misma vocación. Pero, a pesar de las coincidencias, una es Teresita, sin más, y la otra Teresa, posiblemente también sin más.
En realidad santa teresita se llamaba María Francisca teresa Martín, y con nombre y apellidos así no pareciera indicativo para salir del montón. Pareciera que el Martín le cuadrara más a la Teresa de Ávila que a esta muchacha de Lisieux, pero da igual. Lo cierto es que en el Carmelo, y en los monasterios en general, las monjas se identifican con nombres ubicados en otros contextos. Esta Teresita siguió siendo diminutiva para quienes con ella convivieron, y para la posteridad. La vida no le alcanzó para la madurez del cambio de nombre.
Dicen que era bonita, y las fotos que he visto de ella lo confirman. Y quedó bonita también para toda la eternidad porque no tuvo tiempo a que su tez se ajara. No sé qué perfume espiritual imprime a la piel de las religiosas ese milagro de la eterna juventud que por más que por ellas transcurren los años no se les nota en la tez. Con las religiosas, la cirugía estética, que sólo momentáneamente quita años pues, a la postre termina añadiéndolos, no les buen negocio. A Teresita no le arrugó el semblante ni siquiera su precaria salud.
Fue una religiosa con solamente nueve años de claustro. Nueve años juveniles. Nueve años suspirando por ir a misiones. Nueve años con enfermedades encima que nunca le robaron ni el humor ni la sonrisa. Y no hay más que leer sus versos y releer mil veces su “Historia de un alma”, que no es otra cosa que la biografía de su propia alma, para enterarnos.
Cuenta esta muchacha, en su biografía, ordenada por su superiora, lo siguiente: “Después de mi muerte haré caer una lluvia de rosas”. Murió. E, igual que no llueve café del campo, por mucho que se esfuerce Juan Luis Guerra, tampoco llovieron rosas cuando murió. ¿Resultó entonces un fraude esta profecía de la muchacha? Pues pienso que no, pues tratándose de una joven escritora, que le daba al verso, hay que aceptarlo como metáfora, pues los milagros no se afianzan en los imposibles, no van contra la ley natural aunque a veces la sublimicen. Los milagros no son espectáculos de malabaristas, aunque a veces nos empeñemos en hacerlos. Digo que era bonita ni siquiera marchitada por la enfermedad, y eso sí les un milagro a tener en cuenta.
No fue milagrera en vida, pero sí compositora de oraciones en verso. La metáfora de las rosas dicen que se cumplió, y continúa cumpliéndose, porque luego de su fallecimiento los milagros prosperaron. Son tantos que no caben. Pero yo me quedo con el milagro de la vida de esta muchacha, hija de relojero; ni siquiera su padre pudo extenderle la hora de la vida.