Eduardo, el Rey Santo de Inglaterra (13 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No eran aquellos tiempos buenos para los reyes ni para las sucesiones. Europa era así, conquistas y reconquistas, invasiones y expulsiones, destierros y vuelta a empezar. A Eduardo y a su familia le tocó correr hasta Normandía, para ponerse a salvo, pues los daneses habían invadido el reino, y en situaciones así no hay otra que escapar. Mucho fue el tiempo que el príncipe Eduardo duró en el forzoso exilio, unos cuarenta años. Así que el regreso a su tierra, ya sin la protección paterna, pues su padre había quedado enterrado en Normandía, no era cosa de coser y cantar. Pero Eduardo, ya maduro, ya con cuarenta años en su haber, se dio a la tarea de gobernar como no lo habían hecho los invasores.
No se le atribuyen milagros a este soberano inglés, y es bueno que así sea. Gran milagro es para los monarcas gobernar como Dios manda, que no suele ser moneda contante y sonante, ni en aquellos tiempos ni en estos. Pero comenzó con buen pie. Comenzó suprimiendo los impuestos de guerra, pues estos, en vez de favorecer al pueblo terminaban arruinándolo, ahogando. Y este milagro es digno de ser imitado, pues los impuestos, en muchísimas partes, continúan siendo la ruina para no pocos y el beneficio para unos pocos.
Gracias a una promesa no cumplida por el rey Eduardo existe la Abadía de Westminster, que es el santo y seña de la religiosidad inglesa, el lugar todavía hoy donde los reyes son coronados, pero también donde son sepultados. Guarda esta famosísima abadía gótica, espectacular, asombrosa, no solamente los restos de los reyes ingleses, sino los de gran parte de la cultura de la Inglaterra de todos los tiempos. Allí descansan, junto a los restos de Newton y Darwin, sus teorías. Allí suenan los versos de Kiplin y allí todavía discurren las aventuras literarias de Dickens, por nombrar solamente lo que es de común saber.
Cuentan que Eduardo, todavía en Normandía, prometió, si regresaba a su tierra, realizar una peregrinación a Roma y rendir honores al papado, honores inclusive económico. Los suyos le desaconsejaron el camino. Pero promesa era promesa, y el rey consultó con el Papa. Era el papa del parecer de los consejeros del rey y rogó a Eduardo que se abstuviera del viaje, pues más importante era la paz del reino, y que, a cambio, el dinero ahorrado para los costos de la peregrinación fueran repartidos entre los pobres y construyera un convento para religiosos. Y el rey cumplió. Con los pobres. Y con la Abadía de Westminster, un monasterio en aquel entonces para albergar a nada menos que setenta religiosos. Y, desde entonces, esa abadía no dejó de prosperar, llegando a lo que es hoy: el emblema de la religiosidad sajona.
Repito que es un rey de pocos milagros. Los santos ingleses, es la verdad, no suelen ser muy milagreros, pero sí consistentes, empeñados. Y este Eduardo lo fue. Se empeñó en el florecimiento de la religión cristiana, y muchos fueron los monasterios sembrados por todo el reino. Pero lo que más descuella es ese empeño por atender al pueblo llano. Los impuestos, no los de guerra, ya suprimidos, sino los normales, tenía un destinatario digno: la mitad de lo recaudado sea repartido entre los necesitados. Y ya lestá. Para gobernar, lo demás es coser y cantar. Digo para gobernar bien. Digo para que el pueblo haga santo a su soberano. Digo para que se haga efectiva la doctrina del bien común. Eduardo de Inglaterra es santo por eso, que es mucho.