Soledad Torres Acosta, la ministra (11 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Hay que tener inventiva para atreverse a diseñar una Congregación de monjas con el diagnóstico de ministras. De entrada, suena a política, inclusive a política partidista, pero de eso, nada. De entrada suena a revolución institucional, pero tampoco. La cosa se va aclarando cuando, en vez de hablar sólo de monjas ministras, y esto en el siglo diecinueve, se le coloca el calificativo de ministras de los enfermos. Quien escuche las ocurrencias de esta madrileña, de nombre Soledad, es para calificarla de tonta. Y es que todas estas ocurrencias algo tienen de locura, algo que no encaja en el contexto, algo, inclusive, para la monja. Suena más bonito, más espiritual, más poético inclusive, eso de hermanitas de los pobres. Pero se trata de una expresión que raya más en la compasión que en la obligación. Esta madrileña, de contextura no muy afortunada, se le ocurre lo de ministras. Que tiene gracia. Que es para no creer.
Resulta que en aquellos años hubo una epidemia, el cólera, lo de siempre. Las epidemias no son de los tiempos, sino de todos los tiempos, de ahí que en todos los tiempos se estimule la imaginación de muchas personas para poner remedio a algo que parece sin remedio: esas enfermedades comunitarias y contagiosas, las cuales podrían tener remedio si alguien se empeñara en procurarlo.
Se me antoja que de ahí viene eso de “ministras”, eso de hacer por cuenta propia y la fuerza de sacrificios y voluntad, lo que los ministros de sanidad, de cualesquiera de los tiempos en los que nos toque vivir, no hacen. Y siendo, como es, su obligación. Algo o mucho de crítica velada contra las instituciones tiene la presencia de estar religiosas en el mundo de la enfermedad. Porque la ocurrencia de esta religiosa madrileña, Soledad Torres Acosta, caminante entre las soledades en aquel barrio de Chamberí del siglo XIX, va todavía más allá. Se han convertido en itinerantes misioneras de la enfermedad, en monjas disfrazadas de médicos o paramédicos para atenuar lo que ni los médicos ni los paramédicos, por obligación, atenúan. Quiero decir que estas ministras de los enfermos solamente tienen el despacho en el lugar donde la enfermedad prospera. Y es que su objetivo les el de asistir a los enfermos en su domicilio, en el caso de que los enfermos tengan domicilio, que no siempre.
Se llaman Siervas de María, nombre que, de alguna manera, pareciera intentar disimular su verdadera identidad. Se recogen en ciento veintiséis casas, pero diariamente toman camino para acudir al lugar donde la enfermedad no espera. Puede que sea una casa de barrio, una casa de emigrante forzoso y forzado, una casa de desempleado con enfermedad encima, una casa de damnificado por vaya uno a saber que incendio forestal, que desbordamiento de quebrada, que terremoto desolador. O puede que la casa del enfermo sea la intemperie, la acera de enfrente, el banco en el parque, el escondrijo bajo el puente, vaya uno a saber. Por todos esos andurriales andan estas monjas, inventadas por la hermana Soledad Torres Acosta, nacida en Madrid, en 1826, y canonizada por Pablo VI, en 1970.
Es, por lo tanto, una mujer de estos tiempos y con escasa propaganda. No es una santa con milagros espectaculares sino con el milagro diario de caminar y caminar hasta llegar al domicilio donde el enfermo espera. Unos enfermos que quizá nunca sabrán por qué unas mujeres de estos tiempos se dedican a estas cosas, cuando la seguridad social dice que atiende a todos por igual.