Francisco de Borja, el Duque de Gandía (10 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Una auténtica novela. Una literal novela renacentista fue la vida de este hombre, francisco, nombre por todos los costados, y por todos los costados, folclórico. Hombre de familia original, de esas que siempre dan que hablar, de esas con poder y con intrigas. Solamente con decir que fue nieto del Papa Alejandro VI pudiera quedar dicho todo. Pero no. Otro Papa, también de la misma familia. Sólo con decir que también era nieto del rey Fernando de Aragón, pudiera quedar dicho todo. Pero tampoco. Su vida daba para más. Literalmente primo de Carlos V. Literalmente hijo del Duque de Gandía. Y literalmente él mismo Duque de Gandía.
Hay que decir que Lucrecia, sí, la famosa y escandalosa Lucrecia, hija del papa Alejandro, era su tío. Y su tío César. Así es que pertenecía a una familia en la que no se escatimaban los escándalos, en la que la corrupción era moneda corriente, pero también era moneda corriente la fe, y también el buen gobernar, y también el sacrifico, y también el oropel. Una familia numerosa en la cual todos, absolutamente todos, fueron protagonistas de algo. Francisco pudo también afiliarse al protagonismo de sus tíos, pero terminó protagonizando la santidad. Y no precisamente porque fuera el nieto de un Papa con dotes no muy santas, sino por su propio empeño.
Lo mandaron, como honor, escoltar el cadáver de la reina de España hasta las tierras del Sur. Había fallecido la reina hermosa y todos querían rendirle pleitesía. El recorrido del cortejo necesariamente estaba repleto de descansos, pues pasaba la reina y todos deseaban darle el último adiós. Francisco comenzaba la comitiva.
A la llegad a su destino abrieron el féretro, para comprobar. Sí, se trataba de la reina. Pero un escalofrío recorrió el temperamento de Francisco al ver transformada la belleza de la mujer en la muerte desfigurada por el camino y los calores. Ese vuelco que le propinó el corazón lo hizo cambiar de destino. Pienso que por su mente discurrió instantáneamente toda su vida, toda su familia, todas sus riquezas. Hasta su esposa, Leonor, se le apareció en sueños, desfigurada, aquella noche. Si eso había pasado con la belleza de la reina, qué con la de las demás mujeres. Y sus hijos pasaron por su mente adormilada. ¿Qué sería de sus hijos?
Dicen que luego de este momento ya nada fue igual para el duque. No se trató de una conversión como la de Pablo, derribado en el camino. Se trató de un cambio de vida poco la poco, meditada, reposada, lógica. Murió Leonora, terminó de educar a sus seis hijos y se decidió.
Lo aceptaron los jesuitas. Lo aceptaron no como duque, ni siquiera como descendiente de quien era, nieto de papa, nieto de rey, primo de emperador, sino como a uno más, desprendido no solamente de todas sus riquezas sino de todo su pasado. Y dicen que también ejerció su nueva vida que terminó siendo nombrado General de los Jesuitas, gobernando igualmente bien, porque gobernar, sabía. Aunque los gobiernos en los conventos no se parezcan a los gobiernos en la corte, en los palacios, ni siquiera en el Vaticano.
Esta familia de los Borja ha dado para todo. Les faltaba un santo, y ahí está, San Francisco de Borja. La corrupta belleza de la reina lo despertó a otra realidad.