Luis Beltrán, el de los mosquitos (9 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Este es otro de esos santos a los que veo y reconozco. A este valenciano, inclusive, más que a otros, pues de alguna forma resultó mi maestro. Sí, mi maestro de novicios, que lo tuve, y que se me antoja igualito a él. Un maestro de novicios, para quien no se haya topado con ninguno, es un religioso a quienes los otros religiosos de la comunidad lo consideran, si no santo del todo, sí más que el resto. En su currículum, para ser Maestro de novicios, debe tener probada virtud, probada ascética, probada mística, hasta posibles visiones. Y debe no solamente ser estricto consigo mismo sino también parecerlo. Es decir, que se vea, que se note, muy a su pesar. Porque sobre él recae la responsabilidad de iniciar a los futuros religiosos el camino del sacrificio, de la penitencia, de la oración, de la obediencia, del silencio profundo, del respeto, del no rechistar, todas esas cosas.
Soy de los que creo que mi maestro de novicios era santo, aunque lo disimulara. Y era estricto, más consigo mismo que con nosotros. Por eso digo que a este Luis Beltrán lo conozco. Lo veo caminar, recogidamente, por el claustro. Lo veo arrodillado ante el Santísimo mientras nosotros jugábamos en el patio. Lo veo con pocas sonrisas cuando los lugares monacales no son para las sonrisas, pero con alguna cuando nos contaba historias. Treinta años dicen que Luis Beltrán ejerció este oficio de iniciación religiosa a los jóvenes. Y aseguran también que con buen resultado.
Hasta que un día lo llamó el superior y le dijo:
- Fray Beltrán, ha sido designado para ir a las misiones colombianas.
Nada que objetar. Agarró sus pocos bártulos y se hizo a la mar, que era la forma de llegar desde Valencia hasta Cartagena de Indias.
Misionero. También sé bastante de la vida de estos religiosos. Para mí, todos santos, independientemente de los milagros. Bastante milagro es sobrevivir en tierras de misiones. Y a Luis le tocó vivir en el sobresalto en estas tierras de indígenas. Quisieron matarlo. Muchas veces. Salió ileso. Es decir, no quería la muerte así por así. No quería la muerte ni por emboscada ni por envenenamiento.
La muerte por envenenamiento la intentaron los colonos, los terratenientes españoles que habían venido al Nuevo Mundo a lo que ya sabemos. Y é, Luis, dominico al fin, se opuso a los colonos como se opusieron todos los dominicos, desde Montesinos, Pedro de Córdoba y Bartolomé de las Casas hasta otros más recientes y de mi generación. Para deshacerse de este defensor de indios mejor el veneno. Y se lo ofrecieron mezclado en bebida refrescante. Dicen que Beltrán bendijo el vaso y este se rompió, quedando así ileso. Yo me imagino el milagro de otra manera: aquel indio buena gente, zaino, sospechador, propinó un codazo al misionero para que el vaso llegara hasta el suelo, que si de treta se trata también de milagro.
Misionero de indígenas y misionero igualmente de españoles terratenientes que habían olvidado su condición.
- Fray Beltrán, vuelva usted a Valencia.
Y de nuevo a Valencia. Y otra vez a preparar a los frailes no ya solamente para que fueran buenos religiosos sino también excelentes misioneros.
- Cumplan con el ejemplo todo lo que prediquen.
Y todas las predicaciones puestas en práctica se convirtieron en los milagros que todavía hoy perduran, los milagros de los misioneros.