Alonso, el portero (30 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No, no podía entrar en la orden con esa edad y con ese historial. Había sido hombre casado, y ese es un antecedente que no se lleva.
- Pero ahora soy viudo.
- Es igual. No hay antecedentes de un caso como el suyo.
Y era cierto. Antecedentes así, no suelen darse. Algunos sí, pero los menos. Yo, hoy, conozco tres casos. Pero en aquella época, siglo XVII, con todo y ser un siglo con muchas extravagancias, casos así para entrar en religión no abundaban. En situaciones similares les resultaba más fácil que se les abriera las puertas de los conventos a las mujeres que a los hombres. No. Nos jesuitas cortaron por lo sano y le dijeron que no, con buenas palabras, pero no al fin. Hasta que el no se convirtió en sí, por obra y gracia de la insistencia de este Alonso Rodríguez, segoviano, cuarentón, con muy pocas letras en su haber aunque, eso sí, con mucho sufrimiento. Y si se hurga un poco, con un gran fracaso: el de haber derrochado la fortuna que le dejó su padre por falta de habilidad como negociante.
- Probaremos contigo. Vamos a ver si aguantas. Te aceptaremos como hermano lego, para los trabajos más humildes. No eres hombre de letras y no estás en edad de comenzar los estudios. Si quieres así, entra.
- Y entró.
Entró en el convento de los jesuitas empujado por todos los pasos, no muy afortunados, que había tenido que transitar. Murió pronto su padre. Murió pronto su esposa, al intentar tener el segundo hijo. Quedó viudo y con un muchachito. Fracasó en los negocios. Murió pronto su hijo. Fracasó más en los negocios que le quedaban. Cumplió los cuarenta años y llamó a la puerta de los jesuitas. Primero, no. Un no rotundo. Luego un probamos. Y así fue.
Mucha juventud pasó ante sus ojos a partir de esos cuarenta años. Muchos rostros de muchachos tuvieron que recordarle a su hijo. Los jesuitas lo enviaron a Mallorca para que se hiciera cargo de la portería del colegio. Recibir a los muchachos. Abrir y cerrar puertas. Atender a los comerciantes que llegaban, a los padres que preguntaban, a los acreedores que exigían. Cuarenta y cinco años así, día a día en la portería, día a día sonriendo lo que podía y también prohibiendo lo que debía. Eran las órdenes y bien claro se lo había dicho:
- Portero en el colegio de Mallorca. Y no olvide que está en período de prueba.
Cuarenta y cinco años duró ese período de prueba para un hombre que toda su vida se convirtió en período de prueba. Negocios como prueba. Orfandad como prueba. Matrimonio como prueba. Padre como prueba. Y ahora, lego jesuita como prueba. Resultó la prueba más larga, tanto que no dejó de probarse hasta que murió.
Y ese período tan prolongado de prueba fue lo que lo convirtió en un alma de dios, a pesar de que lo seguían probando las tentaciones, a pesar de que lo seguían probando las obediencias ciegas, más lógicas que las ordenes ilógicas de los superiores. Como aquella ya en los últimos días de su prueba vital:
- Ha llegado la hora de marcharse como misionero a las Américas.
Eran ochenta y cinco años dispuestos a hacer la maleta y a tomar barco. Pero era una prueba. El superior le dijo:
- Regrese al colegio. Era una broma.
No era una broma, era una prueba.