Marcelo, el centurión (29 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Este hombre protagonizó la historia de una deserción. Todas las deserciones llevan a lo que llevan, inclusive hoy día. Pero si la deserción es contra la institución, contra el proceder de quienes la dirigen, contra el poder que la institución representa, se convierte en delito condenado por un tribunal muy especial.
Marcelo, dicen, era centurión romano, que no era cualquier cosa. Militar de rango, militar de decisiones, militar con muchos subordinados, militar para dar órdenes y para que le obedecieran. Era Marcelo centurión en Tánger, Marruecos, cuando el imperio romano, siglo III, intentaba consolidarse por todos los frentes. Los imperios siempre intentan consolidarse por el frente de la fuerza, sea la fuerza militar, sea la fuerza ideológica, será la fuerza fanática, sea la fuerza económica. Y el imperio romano era todo eso a la vez, porque era el imperio.
Los centuriones tenían este objetivo: el de la consolidación del imperio. Pero hay veces que a los imperios, a cualesquiera de los imperios, le surgen fisuras, le surgen piedrecitas en las que pueden tropezar. Y a este imperio romano estaba socavándole esa fuerza novedosa, creciente, con tres siglos a la espalda, que se llamaba cristianismo. El imperio, en todos sus dominios, se vio obligado a zanjar el poderío espiritual de estos nuevos desestabilizadores que se habían multiplicado de una manera impresionante y, por lo mismo, cada vez más desestabilizadores. Peligraba el imperio. Y esas eran palabras mayores. La solución era fácil: exterminar a los desestabilizadores.
Y este era el oficio de este centurión: ¡perseguir, atrapar, juzgar a los cristianos y, si procedía, exterminarlos!. La única salvación posible para los disidentes era su conversión a las leyes del imperio, entre las cuales estaba, como ley de unificación, la veneración a los dioses. Todo imperio necesita de sus dioses unificadores. Por ende, todo imperio necesita combatir a los dioses, y a sus adoradores, que no comulguen con los dioses oficiales.
Marcelo dijo que no, y desertó. Compañeros y subalternos le dijeron que cambiara de idea, que creyera en lo que siempre había creído, que no se podían comparar los dioses del imperio con ese judío de los cristianos, derrotado, condenado y ejecutado por el imperio al que él defendía. Resultó inútil.
Marcelo dijo que no quería mancharse ni que sus subalternos, su tropa, se manchara con sangre inocente. Y desertó.
Por supuesto, lo apresaron. Por supuesto, lo juzgaron. Por supuesto, intentaron de convencerlo de retornar al redil antes de que se ejecutara la sentencia. No era una sentencia cualquiera, era la suprema sentencia, la muerte.
- Entonces, ¿prefieres la muerte?
- Prefiero no mancharme las manos.
- Mira que no hay otra alternativa. Eres centurión.
- Por eso, no hay otra alternativa.
Y lo ejecutaron. En la historia del imperio consta que se trató de un desertor. En la historia de la Iglesia consta que se trató de un mártir.