Vicente, Sabina y Cristeta (27 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

A Ávila la conozco por todos los costados. No hay calle que se me escape. No hay escondite desconocido. No hay puerta de la muralla infranqueable para mis pasos. No hay sonido de campana, de tantas campanas, que no haya escuchado y que no me retumbe todavía. A Ávila la conozco yo mozo y ella como yo. Muchas veces me entretuve con Teresa de Ahumada en Ávila, porque es mi castellana preferida, santa o no, preferida siempre, mística siempre, poeta siempre, andariega siempre. Así les que, para mí, Ávila es como mi segunda piel, como mi vestido de mocedad, como mis locuras de entonces y también mis rezos de entonces. Y en Ávila, en esta ciudad de todos los tiempos que es piedra y espíritu, encontré a Vicente y a sus dos hermanas, Sabina y Cristeta. No fue, en efecto, en el siglo IV, cuando ellos llegaron para en ella refugiarse, fugado Vicente de una cárcel de Talavera, pues Daciano, perseguidor implacable, lo tenía para descuartizarlo. A Vicente y sus hermanas los conseguí allá por 1960, cuando andaba yo descubriendo creencias, caminos, poesía y hasta sueños de martirio.
Por eso, Vicente y sus hermanas, Sabina y Cristeta son para mí compañeros de encuentro junto a las murallas, franqueando esa puerta que ahora llamamos de San Vicente, entrando y saliendo en esa casa que construyeron para ellos, primero románica, extraordinariamente románica, y luego gótica incipientemente gótica.
La corta historia de Vicente y sus hermanas la conozco desde entonces, desde que ellos me la contaron dentro y fuera de la Iglesia que lleva su nombre, a veces arrodillado ante su sepulcro vivo, a veces discurriendo por ese pórtico de entrada que es una maravilla en piedra abulense, recia y permanente.
Eran huérfanos los tres. Vicente el mayor. Y varón. Las hermanas a su lado, sin más protección que la fraternal, que en esta trinidad de la hermandad era todo.
Andaba Daciano con sed de venganza, y ya había dejado cantidad de mártires por Barcelona y Zaragoza, hasta que le dijeron que en Talavera andaban unos cuantos que no obedecían sus órdenes, que seguían adorando a ese Cristo que podía poner patas arriba al imperio. Y alcanzaron a Vicente en Talavera.
En la cárcel sus hermanas le dijeron:
- ¡Qué va a ser de nosotras si te matan!
Y tramaron la fuga. Porque Vicente, además de creer en Cristo, creía en la necesidad del sustento y la protección para sus hermanas, un sacramento de sangre que hay que cumplir. Y se fugaron. Pero los atraparon en Ávila. Y allí los degollaron.
Precisamente en Ávila. Precisamente dentro de una fortaleza inexpugnable. Precisamente allí donde mis pasos iban a encontrarlos.
Es un capricho, ya lo sé, pero cada vez que retorno a Ávila mis pasos me conducen hasta la Iglesia de San Vicente y sus hermanas, y no hago otra cosa más que acercarme a su lado, colocar la mano sobre la piedra y decirles, hola, aquí estoy de nuevo. Luego me adentro por la puerta de San Vicente con permiso de la muralla y vuelvo a resucitar los pasos de siempre, los de mi juventud y mis descubrimientos.