Antonio María Claret, el de los libros (24 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Antonio María Claret iba para cura normal, según las instrucciones del seminario de Vich, pero terminó siendo santo. Y posiblemente siempre fuera un sacerdote normal, y posiblemente por eso llegó a ser santo. Porque, en vida, no se le atribuyen portentos que resaltar, que son los portentos que a mi me gustan, los que no trascienden, o los que trascienden cuando ya a los protagonistas no les afectan, ni para bien ni para mal.
Pero ha pasado a la posteridad por su empeño en divulgar, de mil maneras, la doctrina cristiana. Su fuerte fue siempre la predicación. Se le atribuyen más de diez mil sermones en sus correrías misionales por el norte de España. Y así concibió la idea de dejar constancia de su preocupación misionera fundando a los Misioneros del Corazón de María, familiarmente conocidos como los claretianos. Y esto sí nos suena. Y la éstos sí conocemos. Y este sí resultó ser su milagro silencioso.
El concepto de predicador que tenía este Antonio María Claret era sumamente amplio. No solamente la palabra desde el púlpito, que era el concepto normal, no solamente el andar de pueblo en pueblo misionando, pues para él todos los pueblos y en todas las épocas son tierra de misión, sino también la predicación por la escritura. Si de mi dependiera lo nombraría el fundador de la literatura religiosa a gran escala. Y no solamente porque el mismo redactara más de doscientos libros y folletos divulgativos sino porque se empeñó en que a través de la lectura también la devoción entra, también la creencia se profundiza, también el ejemplo cunde. Y en eso andan sus seguidores, los claretianos, divulgando el ideal con cuanto instrumento de predicación, a la antigua o a la moderna, se les pone a mano.
Muy popular llegó a ser este misionero catalán en su tiempo. Al punto de que fue elegido para arzobispo de La Habana, Cuba, a instancias de la reina. No parecía ser ese su ideal, quiero decir, el de lucir como arzobispo. Para ser predicador no se necesita ser obispo, de eso ya había dejado constancia Domingo de Guzmán, quien rompió el molde de la exclusividad de la predicación en boca de los obispos para fundar una orden religiosa, llamada precisamente Orden de Predicadores. Así es que los antecedentes ya estaban dados. Quizá por ello Antonio María Claret no quería verse revestido con ese condicionamiento arzobispal, ni como honor siquiera, para que la predicación resultara más libre. Pero no le quedó más remedio que aceptar. Y muchos años se pasó en La Habana, y recorriendo el resto de la geografía cubana, ejerciendo de predicador. También de administrador, pues el cargo de arzobispo ya se sabe.
Regresó a España y fue consejero de la reina, pero no dejó de ser consejero de los suyos. Y los suyos siguen aconsejando a los suyos, de palabra y por escrito, con devocionarios y con estudios más sustanciosos, para las gentes de a pie y para quienes andan a caballo. Ellos se llaman los claretianos, y este es el milagro que yo atribuyo a Antonio María Claret, santo con pocos milagros. Los suficientes.