Hilarión, el de la poca risa (22 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

De este nombre viene hilaridad, la persona de risa fácil. Eso es lo que dicen significa Hilarión, el muy alegre. Y la verdad es que en nada coincide esta traducción ni con el temperamento ni con la forma de vivir de este ermitaño del siglo IV, que toda su vida, hasta los ochenta años, anduvo de acá para allá con el fin de esconderse, con el fin de encontrar un lugar apto para su soledad siempre descubierta.
Y todo porque un día se le ocurrió visitar a San Antonio Abad, el eremita por excelencia, el de la vestimenta tosca, el de la alimentación parca, el que esperaba todos los días a un cuervo para que le sirviera, sobre una roca, el pan y el queso. A visitar a este Antonio se encaminó Hilarión, que era hombre de letras, y con él se quedó durante dos meses. Suficiente el tiempo para imitar el quehacer de este eremita solitario, al que tantos discípulos acudían no solamente para comprobar su comportamiento e imitarlo sino también para confiarle sus dudas. Que no por ser hombres amparados en las oquedades de las peñas, en las soledades del desierto, pueden desprenderse de sus dudas y recuerdos; bien al contrario, hasta donde Antonio acudían las mozas lozanas para recordarle sus primeras andanzas.
Hilarión recibió de Antonio un regalo: una túnica áspera, confeccionada vaya uno a saber con qué telas del desierto. Fue un regalo, dicen, del que jamás se desprendió, literalmente. Fue su único vestido desde esas mocedades hasta los ochenta años. Cosa que dudo. Y si cierto es, tampoco digno de imitar.
La obsesión de Hilarión, nacido en Palestina aunque de padres paganos, fue siempre la soledad. Descansaba poco tiempo en el escondite logrado. Y era por su culpa, pues siempre se le ocurría un milagro para que se divulgara su presencia. A una pareja sin hijos le concedió la gracia de unos cuantos muchachitos. A una región de sequedad asombrosa y de campos agotados por la sequía, le concedió grandes chubascos. A los campesinos que acudían con mordeduras de serpientes los curaba con un ungüento confeccionado con aceites. De ahí que no hubiera manera de ocultar su lugar de residencia. Ante él acudían no solamente aspirantes a eremitas sino aspirantes a la buena salud. He Hilarión a todos satisfacía.
Huyendo de su popularidad recorrió todos los caminos posibles, se escondió en cuanta cueva consideró apta, se refugió en cuanto desierto tuvo al paso, se encerró en cuanta habitación reducida construyó para su cuerpo arrodillado. Pero siempre llegaban hasta él los curiosos. Así es que nuevamente al borde del camino para conseguir el escondrijo adecuado. Y nuevamente el escondrijo descubierto.
Dicen que no comía mientras hubiera sol así es que a veces su debilidad no podía sostener a sus pasos. Y dicen que arreciaba en sus ayunos porque las tentaciones tampoco se le desprendían de su memoria. Y dicen que continuó derrochando milagros ante todas las solicitudes. Hasta que ya el cuerpo se le resistió. Tenía ochenta años con muchos caminos sobre sus pies y sobre sus espaldas y rogó que lo dejaran en paz. Logró alcanzar una roca escarpada hasta la que nadie podía llegar. Y allí murió, con ochenta años de caminante y con ochenta años de popularidad. Pero con muy escasas sonrisas en sus labios, a pesar de su nombre.